EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.
1: EL RINCÓN DE LOS OCHO CAMINOS Y LAS DOCE PUERTAS.
Por Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Busquemos como buscan los
que no han encontrado,
y encontremos como encuentran
los que aún han de buscar.
San Agustín.
Estimados lectores de este Portal de la Academia Salvadoreña de la Lengua, y del Suplemento Cultural Tresmil del Diario CoLatino: Quiero, con el mayor de los respetos, pedirles me permitan una serie de columnas en las que deseo presentar algunas normas de comportamiento necesarias para el buen desempeño de aquellos que gobiernan los pueblos en sus diferentes campos. Lo haré en forma de cortos cuentecillos, probablemente unos diez. El país, como sabe suceder, está entrando en una etapa convulsa en la que los reclamos y las diferencias buscan saldarse con el escarnio y la humillación del oponente. Esto no es bueno para un pueblo, sobre todo, para uno como el nuestro que tiene muchas cosas importantes en que pensar y muchas necesidades urgentes que resolver. Por ello, mi único objeto es resaltar algunos valores, sino virtudes, que en este panorama son necesarios de practicar para que la marcha del país sea la adecuada a los intereses de todas sus gentes. Con anticipación, debo agradecer su anuencia a esta idea mía, y trataré de plantearla de la mejor manera posible.
El primero de los cuentecillos lo he llamado “El rincón de los ocho caminos y las doce puertas”. Voy a tratar de que sea efectivamente un cuento. Sucede que muchas veces se cuentan cuentos que no son cuentos, y tratan de engatusarnos buscando que el rústico se burle del obispo, o el pez del pescador, o la liebre de la escopeta, o el Sol mismo de la lluvia, o el vestido del sastre. Ya vemos de qué manera se burla el ratoncillo del gato que lo persigue, y cómo hace lo mismo el correcaminos con el necio coyote, los tres cerditos del lobo feroz, y hasta la misma Caperucita, tan dulce y suave ella. Pero no. Un cuento es un cuento y no un relato, y menos una fantasía, y menos aún una ilusión, y ya definitivamente no, una historieta. Se debe entonces ir tratando de tener la piel callosa, no sea que veamos por las mañanas los reflejos de todas las albas pero ni un solo un rayo de luz. El que quiere comer nueces debe golpear fuerte, y quien quiere el mejor vestido debe saber enhebrar la aguja. De otra manera, ya sabemos que es mejor el rincón de la soledad, y que el silencio de la soledad es sagrado. El cuento dice así:
En un lejano bosque se encuentra un paraíso al que llaman “el rincón de los ocho caminos”, y que sólo encuentran los que saben buscar. Los ocho caminos, como se puede uno imaginar, conducen a ese rincón, que tiene doce puertas, tres en cada punto cardinal: Tres al norte, negras, y hechas de pedernal; tres al sur, azules, y débiles como el conejo; tres al oeste, blancas y llenas de vida; y tres al este, rojas y luminosas como el Sol, que por allí se asoma para nacer, combatir y morir todos los días. Este rincón de los ocho caminos se parece mucho a aquel país de Cucaña, que se inventó don Lope de Rueda ya hace más de cuatro siglos o cinco, con el nombre de Tierra de Jauja. Pero en este no hay Mendrugos villanos ni Honzigueras y Panarizos ladrones, ni pagan a los hombres por dormir ni los azotan cuando se les ocurre trabajar. Sí hay ríos de leche y de miel, fuentes de mantequilla, árboles de tocino con hojas de pan y frutos de buñuelos, y calles hechas de yemas de huevo.
Quienes habitan este rincón son sólo los elementales, los cuatro elementales: Gnomos enanos y esquivos, de luces voluptuosas, que edifican montañas sobre columnas y danzan en mares de fuego; ninfas viviendo en los mares, en los ríos, en los lagos, en fuentes y pantanos, marismas y ciénagas, y hasta en manantiales y cataratas; sílfides primaverales llenos sus cuerpos de piedras preciosas; y salamandras escondidas entre las cavernas y los volcanes, custodiando tesoros ignorados. En estos cuatro elementales se desdoblaron los cuatro elementos, la tierra, el agua, el aire y el fuego, tanto como las estaciones, invierno, otoño, primavera y verano; y en él vagan sin cesar sorbiendo mieles y frutas sabedores de que nunca se van a terminar. Para que otros seres puedan entrar en él y allí vivir confundidos con los originales y transformados en uno de ellos, deben vencer los ocho caminos y llevar calabazas suficientes y grandes, que es lo único que hace falta en tan soberbio rincón.
Había un príncipe, que era de otro reino, y que había crecido sorbiendo las enseñanzas de un sabio duende que le relataba las historias más prodigiosas mientras hacía saltar conejos de pañuelos blancos cuando le recitaba poemas de niños mimados. El príncipe era apuesto, pero estaba solo. Sus cabellos eran como nudos ensortijados de maíz, y sus ojos azules como el reflejo del mar. El duende aquel, que no tenía nombre, le relataba las historias de tantos lugares y le hacía las más inverosímiles cabriolas con sus dedos fugaces; pero el príncipe estaba solo, sufría de soledad, y como el silencio de la soledad es sagrado, él también guardaba silencio.
Un día, el duende mago le contó del rincón de los ocho caminos, de las delicias que en él había, y de los seres misteriosos que lo habitaban. Al príncipe, tal lugar le pareció mágico y quiso así visitarlo y conocerlo. El duende sabía que los ocho caminos eras largos y difíciles, y que debía hacer el recorrido por todos y cada uno de ellos, entrando además por todas y cada una de las doce puertas. Le advirtió al príncipe de ello repetidamente, frunciendo el ceño cada vez que este insistía, al margen de las dificultades, en forma tal que todo fue resuelto y decidido el viaje.
El Rey, su padre, convencido por el príncipe sin mucha dificultad, hizo preparar todo, el mejor carruaje, los mejores y más abundantes alimentos, ropas finas para guardarse del frío tanto como del calor, muchos pajes que le atendieran, y dotó al mago duende de todo lo necesario para que a lo largo del viaje le distrajera con sus historias y con sus juegos. Además, hizo plantar calabazas por todo el reino y se las ingenió para que la cosecha fuera rápida e inmediata, de tal manera que carretas y carretas fueron cargadas con esos enormes frutos para poder cumplir con el requisito de entrada a aquel paraje misterioso.
Llegó el momento del viaje. El reino todo se congregó en la plaza para despedir al príncipe. Llovieron vítores, fue grande la algarabía, y el rumor, mayúsculo. La comitiva emprendió la marcha hasta llegar al primero de los caminos, pues que el mago del cuento ya conocía las rutas y sabía encontrarlas por más escondidas que estas estuvieran.
Continuará con el próximo cuentecillo: 2: El camino de la sabiduría.