René Martínez
Director de la Escuela de Ciencias Sociales, and UES
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Qué tiempos esos! En ese entonces el mar era la única ventana abierta, sales de par en par, al mundo ajeno, al sueño. Era común ver largas caravanas de personas de bien marchando al puerto de Acajutla. Genuinas romerías. Iban agitadas, alegres, aferradas a la mano de sus hijos, ataviadas con sus mejores trajes –los de domingo- a saludar a los viajantes desconocidos que, ondeando blancos pañuelos y rojas nostalgias, zarpaban en los buques internacionales hacia tierras remotas y mágicas buscando la cura del amor prohibido. Hallando el olvido en otros labios y la esperanza en otra bandera.
Despedidas que no sabían que lo eran al no tener idea de la distancia. Manos extrañas que se saludaban como si fueran familiares, hasta formar aguaceros oculares. Manos saludando a las damas de alcurnia que, sonrojadas, tiraban besos húmedos, parapetadas en sus trajes de colores nobles copados de oropel y colorines. Manos tiritantes gritando sus adioses desde la cubierta del “Don Guillermo” (el bergantín chileno); desde el elegante “Francisca” que traía del Perú el eco de las intentonas filibusteras más recientes; o del “Minerve”, el portentoso buque francés que prometía jadeos agudos y amores clandestinos bajo la luz de una luciérnaga. ¡Qué tiempos!: el mar era la autopista de los alucines de los audaces que no estaban conformes con la libertad, recién obtenida, de una patria que se complacería en expulsar a sus hijos desde entonces.
La escena más curiosa que descubrí en ese 1858 se daba en la calle. Así como era normal ver deambular, sin rumbo fijo, los esqueletos de los hombres y animales sin dueño, también era normal y obligatorio que las bestias y “hombres con dueño” que se hallaran vagando en la acera de la vida licenciosa fueran remitidos al Juzgado Municipal más cercano. Eran las llamadas “bestias en depósito”; bestias en angustiosa espera que sólo sabían comer de la mano de su amo y sólo sabían de sus sendas, presagiando el talante de la futura cultura política que nombraría destinos para los ricos y propondría candidatos engañosos que los sirvieran. Bestias en solitaria espera viendo pasar los años de un lento siglo-finca que debió ser rápido.
De las bestias en depósito de 1858 las más famosas fueron las remitidas al Juzgado de Cojutepeque el 20 de abril. Ese día de calor ensopado quedaron en espera de sus amos: un buey josco y uno prieto crin blanca que se movían en sincronía perfecta, para aquí y para allá, como si fuesen gemelos; herrados, con una letra “A” mayúscula en el lado norte de la pata derecha; para mayores señas con un óvalo con una flor de lis en la parte superior muy parecida a una suástica. Un caballo bayo amarillo con una “T” de arriba abajo. Un caballo colorado con una “A”, una media luna en la cabeza y otra al pie de la pata derecha… siempre la marca del dueño está en la pata derecha. Un macho prieto, hocico blanco, con dos fierros difusos: uno figurando una “T” de cuyo medio salía un atravesaño y en su extremo una “s”, el otro era una “H” con una “s” horizontal en la cabeza. Un caballo garañón”, en pleno apogeo y con una fama sólida, según se podía constatar a simple vista, marcado por todos lados con fierros foráneos.
Esas bestias en depósito fueron las más famosas de 1858 porque a pesar de que se publicó un anuncio, durante un mes, para que quienes tuvieran derecho sobre ellas se apersonaran al Juzgado a reclamarlas, jamás nadie lo hizo, por lo que quedaron en depósito perpetuo. 156 años después, las bestias siguen bajo el cuido del Juzgado, del que consumen la mayor parte del presupuesto; y si bien los años han pasado sobre ellas dejando las marcas implacables de las vísperas de dos nuevos siglos, lo asombroso es que no hayan muerto de nostalgia, lo que demuestra que la espera angustiosa es lo único que mantiene con vida a los seres sin espíritu.
El buey josco y el prieto siguen proyectando una misma sombra; el caballo bayo amarillo decidió echarse a comer las sobras de las otras bestias; el colorado ha perdido la risa y las ganas de trotar por el campo (artrítico, el pobre) a la espera de que la nostalgia lo consuma; al macho prieto hocico blanco se le ve deambular por los archivos en medio de libros desahuciados que hablan de su origen y que lo han convertido en un erudito doctor sin título acreditado. El garañón… ese es el más triste de todos, porque ha tenido que contentarse con los recuerdos y con el harapo de sus hazañas pasadas.
¡Qué tiempos! Las cosas estaban entrando en una fase de vacilación nacionalista. Ese año se emitió –el 1 de marzo- un decreto que dividía en dos a San Salvador, lo que provocó fuertes rencillas entre los habitantes de Antigua y Nueva San Salvador. Fueron esas rencillas populares (y el hecho de que “la proximidad de las dos capitales hacía innecesaria y antieconómica la creación de nuevos funcionarios”, cosa que compensaron con creces, años después, al establecer 262 municipios y 84 diputados en un país más pobre que pequeño) la que movió a que se derogara el decreto de división del Departamento, el 24 de abril del mismo año.
1858: año de vacilaciones administrativas y autonomías inocuas; año en el que la mayor renta provenía de la producción, venta y consumo de aguardiente, según hace constar la Contaduría Mayor de las Cuentas del Estado; año en el que el añil empezó a palidecer y a padecer -por razones del capitalismo mundial- una demanda limitada y decreciente; año en el que un astrólogo alemán profetizó –mal, para suerte nuestra- que: “en 1890 el caos reinará en el mundo; en 1908 vendrá el Anticristo; y, para terminar, en 1909 será el fin del mundo”.
En medio de ese vaticinio apocalíptico, Centro América no aprovechó la ocasión de convertirse en una sola nación al estar amenazada por las invasiones filibusteras. Los intentos por construir un solo país no pasaron la rigidez legislativa. Precisamente el 30 de abril de 1858 (Decreto 44 del Ministerio de Gobernación) se instó a formar el Gobierno Nacional de Centro América: “se autoriza extraordinaria y omnímodamente al Supremo Poder Ejecutivo para que, celebrando los convenios conducentes con los gobiernos de Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, procure y concurra en organizar y establecer dentro del menor término posible, y de común acuerdo con ellos, un Gobierno Nacional que rija toda Centro América”. Pero cada nación optó por seguir su propio camino.
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