Época de desastres naturales que sólo sabían del camino vecinal. Los problemas eran pequeños –si los vemos desde el hoy-; inmensos –si los vemos desde ese ayer lleno de la más pura incertidumbre que suele provocar la ignorancia y la pérdida del rumbo.
Hablando de los políticos y de la política salvadoreña, remedy da lo mismo –y es lo mismo- decir 2014 o 1858, troche irracionalidad cronológica que no se puede entender si seguimos creyendo que entre el candil y el foco hay una diferencia esencial que tiene que ver con el progreso público, illness cuando se trata de una necesidad social que ha avanzado en el tiempo; paradoja temporal que no podemos digerir si seguimos creyendo que la clave analítica para abordar la superación de la pobreza está en comparar la pobreza consigo misma en una línea férrea del tiempo, lo cual es válido y oportuno sólo para el discurso demagógico de la oligarquía; absurdo del calendario perpetuo que no podemos comprender si seguimos creyendo que todo hecho debe tener siempre una causa.
Voy a comprobar, otra vez, que los candidatos de la derecha nacionalista mienten, en el límite del cinismo ortodoxo, cuando afirman que, en cien días y cuatro horas, van a resolver el problema de la seguridad pública y el de la corrupción galopante, pues la corrupción burguesa y la inseguridad pública han sido los gendarmes ignotos de la gobernabilidad, ya que con ellas y a partir de ellas se han mantenido las cosas tal cual son, y para ello debo remontarme a la oscuridad mágica del siglo XIX en El Salvador. ¡Puta, qué tiempos aquellos tan fascinantes como cruentos! No sé si eran mejores o peores -porque, al final, son expresiones cronológicas de la misma lógica- pero una cosa es segura: eran más lerdos e íntimos sus pasos hacia la luz sin calor que brota de las mercancías. La vida se deslizaba quedita, tenebrosa, silente, frente a las caras (perplejas a raíz de los sucesos de 1833) dejando una estela fosforescente de ruidos aldeanos provenientes de las milpas llenas de mitos-ritos sacrificantes y de despojos sacrificados que trataban de explicarla desde la densa maraña de su tejido agreste. Tiempos aquellos en los que la miseria humana era tal que la angustia pública era el sentimiento que sostenía la alegría. ¡Puta, qué tiempos aquellos! El país cabía, holgadamente, en la palma de la mano.
En 1858 San Salvador era una minúscula cuadrícula que no requería de la elaboración de complicados mapas ni la construcción de sinuosas carreteras, pues sus confines infinitos se podían tocar, sin esfuerzo, con sólo trepar la vista o extender los brazos en cruz… y todos vivían en domicilios conocidos. La ciudad, llamémosle así, estaba franqueada por bosques estridentes de brazos frondosos; el aire era silvestre e invisible; los pájaros dominaban el cielo con su canto ancestral; y los espectros bilingües que mantuvieron a raya a los conquistadores españoles deambulaban por la noche para asegurarse de que todos se acostaran tempranito, al nomás enseñorearse las sombras. En la noche –dejó escrito con palabras invencibles, mi tatarabuela, en unos papeles opacos que encontré cuando busqué su testamento sin patrimonio- la lluvia era truenosa y estaba atiborrada de hachas de obsidiana, y el lamento temible del hombre-lobo convidaba a dormir juntitos bajo la protección de las oraciones paganas; los perros callejeros –que ya los había… y muchos- se entretenían ladrándole rabiosamente a la luna mientras se sacudían el miedo glacial que se prendía de sus lomos erizados por la presencia del demonio. Más allá de la luz tenue las veredas cantaban las tonadas grises de las hojas secas, y el olor a leña, a barro cocinándose, a panela, a bálsamo sacrificado metía sus dedos por las narices de las casuchas que, con sus adobes deformes, se aferraban a las laderas inhóspitas manchadas de añil decolorado.
Más allá de la luz de los candiles públicos y de las leyendas conciliadoras del sueño: deambulaban los pies descalzos en busca de apellidos para sus hijos; brotaba el origen maligno del hoy; despertaban los males modernos en su cuna de pasado-presente, lo cual no es ningún juego de palabras. Más allá de la luz del ocote lo único que se veía era la silueta triste de los hombres, porque un mundo de hombres era; las mujeres permanecían guardadas en sus casas esperando, solas y en silencio; vivían y veían la vida de lejos con la muerte de cerca. La sangre no hervía en las venas abiertas: se diluía en los nacimientos de agua que fueron cómplices silentes de trágicos asesinatos que tenían que ver con la pérdida de la sangre de mujer y ante todo con la expropiación de tierras y la impunidad que hoy dice la burguesía que hay que recuperar entre todos aunque las tierras no sean de todos. Las enfermedades que, otrora, azotaron Europa hasta el borde de la extinción, se paseaban por la calle, tal como hoy, y sus víctimas predilectas eran los niños, tal como hoy, tal como siempre si el pueblo no inventa su propio pecado original. Época de desastres naturales que sólo sabían del camino vecinal. Los problemas eran pequeños –si los vemos desde el hoy-; inmensos –si los vemos desde ese ayer lleno de la más pura incertidumbre que suele provocar la ignorancia y la pérdida del rumbo.
En 1858 inició por barbarie erudita: la manía analfabeta de someter la realidad a las decisiones político-jurídicas, en un afán de larguísimo alcance por legitimar el despojo que ha durado casi doscientos años y que, por tanto, no se puede resolver en cien días, porque ese es el pecado original del que depende la vida del capitalismo; la dependencia cruel; la usura desalmada; la tiranía de oro y plomo; el enriquecimiento ilícito de unos pocos (que entonces eran un poquito menos de los que son hoy, pero que tienen los mismos apellidos, eso se comprueba cuando se oye pasar la lista en las Asambleas Legislativas y en las reuniones de accionistas mayoritarios del país). Ese año el Ministerio de Hacienda y Guerra –cuyo titular era Cayetano Bosque- (por medio del Decreto # 35 de la Cámara de Senadores firmado en Cojutepeque el 19 de febrero) aprobó un contrato entre el Supremo Gobierno del Estado y el señor Tomás Woolrich (firmado el 20 de septiembre de 1857) para el establecimiento de una línea de comunicación por buques de vela entre los puertos de Acajutla y La Libertad, y el de la Ventosa en el Golfo de Tehuantepec de la República Mejicana, porque “sería conveniente al comercio del país”. A partir de ese acto, aparentemente baladí, se le dio una connotación servil al concepto de soberanía marítima.
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