Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
https://nmt.academia.edu/RafaelLara
Desde Comala siempre…
II. Arpegio
El Consorcio Ciudad Letrada-Estado celebra las Bodas de Plata en 1912 al fundar el Ateneo de El Salvador, bajo la tutela de Manuel E. Araujo (1911-1913). El primer número de su “Revista” aplaude ambos eventos: el “renacimiento intelectual de El Salvador” y el fin de “los males y el atraso de la industria agrícola” (1º de diciembre de 1912). Su institución festeja el acopio artístico en conjunción con la liberalización de los ejidos. “La ruta indefinida del progreso” —la propiedad privada— alienta una identidad literaria nacional, más castellano-céntrica que la española.
Obviamente, al festejo acuden todos “los ortodoxos de la literatura” (ídem, 15 de marzo de 1915), quienes saben que la poética aventaja la historia. Las palabras traducen los hechos; los trasladan a un texto apto de reseñar los sucesos nacionales. A veces, los crean por orden jurídica, ya que toda palabra responde a un dictamen social, performativo: “lo(s) declaro culpable/marido y mujer”. En esa ligadura se anuda un concepto particular de democracia con la liberación de las tierras comunales y el ascenso de la literatura nacional. Por una simple etimología —“liber-“, sin juego de palabras— es posible vislumbrar la equivalencia entre las libertades democráticas y la liberalización de las tierras comunales. Acaso los liberales las imaginen una misma acción a doble faz.
La figura de Gavidia no es ajena a esos postulados que enlazan la Ciudad Letrada y el Estado. Su “breve parábola” relata las historias de “Lucía Lasso” en “mithos deli (la fábula [que] enseña)” cómo “aparece la nueva raza: la raza latinoamericana” (ídem, 1912; véase ilustración). A juicio ahora caduco, un prototipo racial guiaría las propuesta del nacionalismo cultural. Quizás ese modelo inspire escritos porvenir, ya que deja en suspenso estudiar una bio-política uni-racial, mono-cultural de lo salvadoreño. De 1882-1931, lo demuestra el desinterés por transcribir las lenguas indígenas y generar una literatura en esos idiomas.
En anticipo, los “Juegos Florales del Centenario de la Insurrección de 1881” (1911: s/p) asientan que “la civilización hispánica lo arrollo todo en Centroamérica y fue la única representante de nuestras nacionalidades”. En música repetitiva del mestizaje, “amemos por esto a España…porque sus conquistadores de hierro…supieron amar a nuestras indias” (Julio Enrique Ávila, en “El Libro de los Juegos Florales”, 1921, adelanto de “El Salvador, Pulgarcito de América” a imagen de mujer afro-descendiente, “Cypactly”, agosto 25 de 1939; “La República”, 25 de septiembre de 1937). La obvia cuestión de género queda pendiente para otro escrito, mientras lo étnico apenas lo insinúa la ilustración del Pulgarcito (véase: “Política de la cultura del martinato”, 2011). Tajante también, Juan Ramón Uriarte descalifica lo indígena al afirmar “de nuestra primera edad literaria, la indígena”, el “Señorío de Cuzcatlán era una civilización en decadencia…por luchas intestinas” (“Síntesis histórica de la literatura salvadoreña” (1924): 92 en “Páginas escogidas”, 1967: 87-102).
De nuevo, sólo la falta de diálogo entre dos disciplinas aledañas —historia y poética (Aristóteles)— niega establecer una síntesis entre el despegue de la Ciudad Letrada monolingüe y la extinción de los ejidos. He ahí el verdadero cambio que afecta el siglo XX: la antesala denegada de 1932 y el apoyo siguiente a la plástica indigenista. Su imaginario pervive en la portada del libro de Bonilla Bonilla, al reciclar ese legado pictórico, gracias a “Primera Reforma Agraria” (1935) de Pedro Ángel Espinoza (véase ilustración).
En reincidencia —historia sin poética, viceversa— la falta de diálogo valida que “Hernández Martínez fue consciente de que el levantamiento fue causado por la inequidad en la tenencia y uso de la tierra. Por ello, desarrolló una política de mejoramiento social” (Bonilla Bonilla, 47). Pero su “resultado…muy modesto” no menciona una “política de la cultura” que revalida las nupcias de la Ciudad Letrada y el Estado (Julio César Escobar, “Revista del Ateneo”, 1933, y “La República”, 14 de noviembre de 1933). A lo sumo, distante, la evoca la imagen inicial. A matiz mudo, confirma una historia sin poética. Sin embargo, menos modesta, la esfera artística pública subsiste en museos y antologías literarias nacionales.
Las cifras oficiales de la acción del “Plan de Mejoramiento Social”, José A. Orantes las estipula en su ponencia “Hacia la reivindicación del indio cuzcatleco” durante el “Primer Congreso Interamericano de Indigenistas, celebrado en Pátzcuaro, Estado de Michoacán, República de México, del 14 al 24 de abril de 1940” (1940). Como “delegado” oficial, el “Sub-secretario de Estado en el Despacho de Instrucción Pública” certifica que “de 1933 hasta 1939” el gobierno realiza las siguientes acciones en favor de la tenencia de la tierra (89):
Esta actividad beneficia ante todo “a la población rural” a la cual “corresponde el 20% de campesinos indígenas” (83). No en vano, concluye “la reivindicación del trabajo indígena redunda en provecho de la economía nacional (88). La síntesis agregaría que esta intervención compete a dos cauces paralelos adicionales. Por una parte, describe un episodio olvidado de las relaciones del martinato con el cardenismo mexicano y, por el otro, diseña el despegue de la antropología salvadoreña en el Instituto Indigenista Interamericano (III), gracias a la participación de los primeros estudios en lengua náhuat: Tomás Fidías Jiménez y Próspero Arauz. Los renombrados antropólogos mexicanos —Julio de la Fuente, Manuel Gamio, Moisés Sáenz, Mauricio Swadesh, etc.— y los de otros países del continente validan la “fórmula reivindicadora para el indígena” que propone la delegación salvadoreña: José Andrés Orantes, Tomás Fidías Jiménez y Próspero Arauz (ídem, 99; véanse páginas 66-67, en seguida).