Iván Escobar
El 22 de enero de 1932 comenzó una de las mayores masacres cometidas en El Salvador en contra de las poblaciones indígenas del occidente del país. El nuevo gobierno encabezado por el General Maximiliano Hernández Martínez, quien llegó al poder a través de un golpe de Estado en contra del presidente Arturo Araujo, en diciembre de 1931, dio paso a la represión. A 87 años de los hechos la memoria no se pierde, y las víctimas siguen clamando justicia.
La masacre indígena es considerada por algunos investigadores como uno de los seis genocidios de mayor impacto en Latinoamérica, en el siglo pasado. Las dictaduras militares en Chile y Argentina dejaron miles de desaparecidos y asesinatos políticos; El Salvador no escapó a esta dinámica, con la diferencia que la represión y persecución se dio desde la llegada de Martínez al poder Ejecutivo, fomentando el exterminio de las poblaciones indígenas del occidente del país, bajo la figura de combatir el fantasma del Comunismo en la década de los 30.
Aunque algunas investigaciones han dejado en claro que fue la crisis económica que sufrió el país a finales de los años 20 y comienzos de los 30, el impacto de esta crisis en el café, principal fuente de enriquecimiento de las familias oligárquicas, lo que derivó en la rebelión. Este escenario dio paso a la expropiación de tierras ancestrales con apoyo del Estado, las cuales pasaron a manos de grandes terratenientes que comenzaron a explotarla con el cultivo del “grano de oro”, todo esto agudizó la pobreza, la explotación y marginación de las familias indígenas.
Las fuerzas gubernamentales emprendieron una permanente persecución en contra de las comunidades rurales, sobre todo las poblaciones indígenas, acusándolas de ser comunistas, mientras que desde la parte político-electoral el país enfrentaba, en ese mismo mes de enero, un proceso de elección, en el cual la dictadura militar comenzaría a cerrar todo espacio democrático a las distintas fuerzas opositoras, incluido el Partido Comunista Salvadoreño, que si bien participaba políticamente, sus seguidores eran perseguidos cruelmente.
Investigaciones académicas han dejado en evidencia, que si bien el malestar era grande en las poblaciones indígenas, estas en su totalidad no formaban parte del Partido Comunista, algunas ni siquiera conocían el accionar político de la época, su lucha se centraba en defender sus pequeñas propiedades, sus territorios, sus parcelas, que poco a poco iban perdiendo. Sí, había ciertos acercamientos entre obreros, campesinos y líderes indígenas con el Partido Comunista, pero no era en la dimensión por la cual fueron castigados por el gobierno golpista.
Las grandes familias apoyaron al gobierno de Martínez, en la supuesta lucha contra el “comunismo”. Aspecto que desencadenó una ola de persecución permanente, que en algunas poblaciones aún se percibe entre sus habitantes.
El simple hecho de portar caites, cotón de manta los hombres o refajo las mujeres, era motivo suficiente para ser acusado como “enemigo del Estado”. La administración de Martínez se impuso en El Salvador por 13 años, instaurando un modelo de gobierno basado en el militarismo, en el cual a pesar de su caída en 1944, luego de la gran huelga nacional, dejó todo un esquema de represión popular que perduró en los siguientes gobiernos de corte militar. La dictadura llegó hasta los años 90, luego que el país sufriera una cruenta guerra civil que duró 12 años, y terminó con la firma de los Acuerdos de Paz, en enero de 1992.
Durante estos períodos, el fantasma del comunismo ha sido una bandera de la derecha oligárquica que continuó persiguiendo en silencio y con fuerza a las comunidades, que en 1932 decidieron unir su voz y clamar por sus derechos, en respuesta sufrieron la gran masacre.
De la masacre no hay datos exactos de víctimas. Lo que sí quedó en evidencia es que estos pueblos del occidente del país, estuvieron a punto de perder todo tipo de identidad cultural, se negaron por años a hablar la lengua ancestral, el náhuat; y decidieron cambiar nombres, apellidos, y vestimenta, entre otros aspectos de carácter físico, pero también en su interior decidieron guardar silencio, en voz baja susurraban los abuelos aquellos horrorosos recuerdos.
Las nuevas generaciones desconocieron el impacto causado por la masacre, ya que la parte oficial los invisibilizó.
El silencio, la traición, la pobreza
En silencio las comunidades han enfrentado por más de ocho décadas la represión, el abandono, la explotación, la marginación y pobreza. Pero también en silencio han compartido la tradición oral que unos pocos rescataron y han retomado los esfuerzos para hacerse escuchar.
Hoy en día, la pobreza aún es signo de vida en estas poblaciones. Pero también el Estado ha comenzado a dar pasos hacia el perdón, ha comenzado a visibilizarlos, y se deja en claro que en El Salvador la cultura ancestral no puede perderse.
Los gobiernos del FMLN, desde 2009, han visibilizado a las poblaciones indígenas. Se sabe que aún hace falta mucho por hacer, pero desde 2014, el Estado salvadoreño, a través de la Asamblea Legislativa, reconoció a las poblaciones indígenas por medio de una reforma constitucional. La derecha salvadoreña mantiene una férrea oposición a este tipo de políticas, sobre todo al aspecto de reconocimiento de derechos. El principal partido opositor sigue campaña tras campaña electoral mancillando la memoria de las víctimas.
87 años han pasado desde aquel negro episodio cometido en contra de comunidades pobres.
Hoy las voces de las víctimas siguen pidiendo justicia, siguen reclamando por sus tierras, siguen heredando una tradición de lucha y resistencia que se niega a morir.
1932 no es solo un pasado, es una voz latente en pleno siglo XXI, y sigue siendo un punto fundamental para continuar conociendo más sobre el dolor y sufrimiento de este pueblo.
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