Dr. Víctor Manuel Valle Monterrosa
Este 2 de abril de 2024 hace 80 años que hubo en El Salvador una promisoria aurora, según calificó el periodista Tiburcio Santos Dueñas, a lo sucedido en esa fecha. Era Domingo de Ramos y desde temprano se supo que había un alzamiento cívico-militar para derrocar al dictador Maximiliano Hernández Martínez que estaba por cumplir 13 años como gobernante desde su artero golpe a la democracia cuando derrocó al presidente Arturo Araujo, en 1931, e inauguró su despotismo con la sangrienta represión del alzamiento de enero de 1932.
En efecto, después de la “noche de tres centurias”, como calificó el poeta Carlos Bustamante al coloniaje español, y poco más de un siglo de república elitista y desdeñosa del pueblo inaugurada en 1821, comenzó el general Martínez su autoritario y asesino gobierno que, por estar supuesto a ser muy largo, tenía sus corifeos, colaboracionistas y adulones que siempre revolotean en torno a las luces del poder; y que en esencia consolidaba un modelo de gobierno guardián de un poder oligárquico inaugurado con el presidente Rafael Zaldívar, el médico expropiador de tierras comunales, para dárselas, como su base firme de acumulación de riqueza, a la incipiente oligarquía cafetalera en el último cuarto del siglo XIX. Y todo en nombre de modernizar la economía.
Durante la segunda guerra Estados Unidos y otras potencias occidentales tuvieron como aliada táctica a la potencia alternativa, la Unión Soviética, dándole a esta parte del mundo latinoamericano la posibilidad de aires renovadores para cambios esenciales en sociedades con rezagos sociales de larga data como la nuestra, que veían en la patria donde, se decía, estaban en el poder los obreros y los campesinos, como un referente a emular.
En fin, llegó el 2 de abril de 1944 y estalló la rebelión producto de una silenciosa conspiración. La dictadura fue herida de muerte para caer cinco semanas después cuando Martínez abandonó el poder el 9 de mayo siguiente. Ese día hubo un destello de libertades y esperanzas en El Salvador. Se creía que había llegado el tiempo de la revolución social tan esperada como indefinidamente postergada. Tanto que, al líder visible de la rebelión, el joven médico Arturo Romero López, de 33 años entonces, se le calificó como “El Hombre Símbolo de la Revolución”.
El dictador recompuso sus fuerzas y sofocó la rebelión. Como parte de su reacción, para él muy natural, encarceló, torturó y fusiló dirigentes del alzamiento y ciudadanos en general, notoriamente muchos militares entre los que se encontraban los tenientes Miguel Ángel Linares, Ricardo Mancía, Alfonso Marín, Marcelino Calvo, Óscar Armando Cristales, Edgar Armando Chacón; los capitanes Carlos Gavidia Castro, Carlos Francisco Piche, Manuel Sánchez Dueñas; el mayor Julio Faustino Sosa; el coronel Tito Tomás Calvo y el general Alfonso Marroquín.
Aunque Martínez retomó el poder y reprimió a opositores con dureza, el descontento no mermó y la indignación creció.
Los universitarios formaron un comité de huelga y llamaron a una general que la historia conoce como la Huelga de Brazos Caídos que aceleró la renuncia del dictador el 9 de mayo de 1944 para abrir un período de esperanzas sobre la posibilidad de construir un país libre, democrático y desarrollado; pero la alegría duró menos de cinco meses porque el director de la Policía Nacional, coronel Osmin Aguirre y Salinas, dio el 21 de octubre de 1944 un golpe de estado que fue una estocada antidemocrática para reanudar la ruta de la dictadura militar.
El Dr. Romero salió al exilio después de liderar una campaña nacional, durante los cuatro meses que siguieron al 2 de abril, pero cortada con el golpe militar, en la que se le tuvo como candidato presidencial. Nunca regreso a residir en El Salvador. En 1959 fue elegido Rector de la Universidad de El Salvador; pero no tomó posesión del cargo. Falleció en accidente de tránsito en 1965 acaecido en Honduras, junto a su esposa Coralia y parte de un ballet juvenil que ella dirigía.
Las jornadas de abril y mayo de 1944, esos destellos de libertad y democracia, quedaron como gestas heroicas y de sacrificios para recordarlas y mantenerlas como fuente de lecciones sobre las posibilidades y límites de las luchas políticas populares y de las dictaduras que se creen perpetuas.