@renemartinezpi
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Para los pobres y los desocupados todos los días son igual de jodidos pero contentos; y cada año que arranca el último pétalo del calendario que nos dieron en la barbería no es más que un recuento festivo de las bajas sufridas en la batalla a muerte contra el poderoso ejército de la miseria que –con alevosía, sale here premeditación y ventaja- usa la más letal de las armas de destrucción masiva inventadas por el hombre: el salario mínimo. Para los pobres y los sin esperanza cada año no es más que una forma inamovible de tristeza y expropiación del cuerpo, stuff cuando aún está crudo, y a ese recuento de los daños que nos deja cada año le llamamos: “la vida”, desde que supimos cómo hablar sin trabas y aprendimos a ver cómo los ricos lo acumulan todo, ¡todo!, porque al que tiene se le dará y tendrá más y, así, podrá pasar por el ojo de la aguja que conduce al reino de los testamentos significativos. Sin embargo, estamos concientes de que existe “el otro mundo”, “nuestro mundo”, porque las condiciones de vida que tenemos a la mano son radicalmente distintas a las que tenemos a la vista (o a las que retratan los discursos político-empresariales de la roñosa derecha que, con cinismo inicuo, habla de progreso para todos) y por eso tuvimos que inventar la religión y a su hermana gemela: la democracia electoral.
Somos conscientes de ello (afirmación y pregunta, al mismo tiempo; afirmación y regaño, al mismo tiempo) pero seguimos ignorando que todo se debe a que las cosas –tal como lo denunció Marx en el fetichismo de la mercancía- son: las conductoras de la vida, porque la vida carece de utopía; las que mandan sin discusión, porque la identidad es algo irreal; las que piensan por nosotros, porque la ignorancia es una virtud; las que hablan y votan por nosotros, porque la cultura política es de súbdito y porque “el mayor” mandó a asesinar a “la voz de los sin voz” para hacer los méritos suficientes para que le pongan su nombre a una calle indefensa; las que fijan el valor de nuestros cuerpos, porque de ellos son los libros de contabilidad y las balanzas, a tal punto que han sido capaces de convertir en “cosas” a los hombres y en “hombres” a las cosas y, desde entonces, vivimos en un mundo que está lleno de cosas-humanas –que se pueden ver, pero no se pueden tocar porque el aguinaldo es una pírrica limosna dada con dolor- que oculta un mundo lleno de humanos-cosas –que se pueden tocar, aunque no se les quiere ver-.
Y, desde entonces, la vida que creemos conocer como el plácido lugar que nos pertenece a todos es, en verdad, un recuento minucioso de los daños que deja el furibundo huracán de la pobreza que dura 365 días cada año: las necesidades básicas que no se logró satisfacer; el llanto del niño hambriento que no se pudo consolar; el libro de ciencias sociales o los zapatos cómodos que no se pudieron comprar; el juguete nuevo que no se pudo fiar para cosechar un campo de sonrisas en los hijos; el viaje al mar que no se pudo realizar por carecer de la visa originaria: el dinero; el sueño mínimo que no se pudo cumplir porque no hay forma de cumplirlo cuando la almohada está rellena con boletas de empeño. Sí, -mis compañeros; mis compañeras- la vida que creemos conocer como el lugar que nos pertenece democráticamente a todos es, en verdad, un recuento de los daños y de las bajas que deja el rayo fulminante del desempleo porque, vista a través de las lágrimas, la vida es una inmensa maquila de tristezas alegres e ilusiones sin materia que viven de las promesas que se guardan en un baúl viejo que se muere de indigestión; es un escenario lúdico privatizado donde yo, tú, él, ella y nosotros somos los juguetes porque hacemos reír a nuestros dueños, y porque la risa propia sólo llega cuando se nos da cuerda o cuando pagamos por ella; es una caldera inmensa donde se cocinan los cuerpo-sentimientos, a fuego lento para que no duela, y los deja sazonados y listos para ser tragados por tratados de libre comercio, fomilenios, libres asocios público-privados que –ah, ironías de las palabras y las consciencias- no nos tratan como hombres libres.
La cosificación del humano, al igual que los productos del mercado, tiene su clasificación social porque es propia de un mundo dividido en clases sociales: un humano-cosa que ocupa el lugar más oscuro en la amplísima bodega del mundo tiene como viñeta: un tatuaje, y como código de barras: un historial criminal, o un alias, o una deuda con el usurero y sus zopilotes; un humano-cosa que ocupa un lugar medianamente visible en la vitrina del consumismo tiene como tatuaje: la marca de las cosas que lleva encima; y como código de barras: una tarjeta de crédito que es tan inapelable y tirana como el historial de aquel porque es nuestra particular e impagable deuda externa. Tanto el uno como el otro tienen serios problemas de identidad cultural y autoestima social, el mismo problema de anonimato social que fue minimizado por Walt Disney para que no se viera como un conflicto el darle la palabra a los animales y las cosas, emulando a los parlamentos legislativos. Tanto el uno como el otro tienen que vivir su particular proceso de mantenimiento: asaltar; asesinar; despotricar contra todo y contra todos; infundir miedo; extorsionar, el uno. Bañarse; afeitarse; lustrar los zapatos; lavarse los dientes; perfumarse hasta el culo; comprar al crédito para poder ser comprado al contado; corromperse en un puesto público; tener un ejército de guardaespaldas para que los demás crean que, de verdad, ellos son personas importantes; ir a tocar, o a medirse, las cosas que no puede comprar, el otro. En todo caso, tanto el uno como el otro son mercancías en busca de mercancías.
Esa cosificación de los humanos (“confiscación y domesticación del cuerpo y el espíritu por parte del capital”) debe trascender las fronteras de la piel para tener un triunfo total, y eso se logra cuando la felicidad y seguridad sólo pueden ser vividas en el gran imperio de las mercancías: los centros comerciales que han sido convertidos en cuevas del olvido cuya membresía es la desmemoria histórica.