Francisco Javier Bautista Lara
Un año terminó, tiramos el viejo calendario marcado y sin hojas, y abrimos la página del nuevo calendario, un día, un mes, uno a uno, esperan ser vivido con serena intensidad en el ciclo que inicia, y una agenda nueva, con las páginas en blanco, aguarda ser llenada diario con buena letra, para ordenar en el tiempo nuestros actos, obligaciones, compromisos… Al comienzo están los propósitos y las intenciones que puede que se las lleve el viento, -lo lamentaremos al transcurrir los doce meses que disponemos-, que se desvanezcan si no se materializan acciones, se adquieren hábitos, se asumen riesgos y sacrificios, se asimilan actitudes, si no nos ponemos a andar en lo que hemos pensado, no siempre es fácil, se requiere esfuerzo, convicción y persistencia. ¿Cuántas buenas intenciones terminarán a los pocos días en el cesto de la basura, en el lejano recuerdo de un propósito que no fuimos capaces –por haraganería, comodidad, olvido…-, aunque le echemos la culpa a otros, –al maestro, al jefe, a la familia, a los vecinos, a los amigos o enemigos, al gobierno, a los políticos, a los empresarios, a la Luna, a los genes, a las hormonas…-, de ponerle entusiasmo, pies y manos? Primero, estemos claros de nuestra identidad: ¿quién soy, dónde estoy, hacia dónde voy?
Un año comienza, realmente, no es una página en blanco, no es borrón y cuenta nueva. Sobre la página, que representa el calendario nuevo, hay un montón de anotaciones previas al margen, hay un pasado ineludible. Los años vividos, las experiencias conocidas, los prejuicios asumidos, los aprendizajes adquiridos, las consecuencias de los actos realizados antes, todos, aunque no queramos, dejan su marca en el tiempo que viene. “En la vida no hay premios ni castigos, hay consecuencias”. Así como el aprendizaje no es escribir conocimientos o información en una página blanca, un ciclo del tiempo que inicia, tampoco lo es. Un período que empieza puede ser la oportunidad de rectificar, corregir, borrar, agregar, no está limpia la hoja de nuestras vidas con las que llevamos la bitácora de los acontecimientos indelebles. Entre más años vividos, entre más carga de todo tipo acumulamos, más anotaciones previas existen. ¿Qué deberías botar y tirar realmente a la basura y al olvido?
Comencemos por lo visible. Date una vuelta por el ropero de tu casa ¿tenés uno o varios? Y por el espacio donde colgás tus zapatos. ¿Cuánto hay que es necesario? ¿Qué sobra? ¿Cuánto de esa ropa y esos zapatos aún usas? ¿Y las carteras, billeteras, bolsos, los adornos, diversos objetos y chunches viejos que se acumulan porque pensamos que talvez un día sirvan? Los libros en los estantes, los papeles en las gavetas, los recuerdos sobre las mesas… ¿qué de eso es útil? ¿Cuánto espacio te quitan, cuánta capacidad te consumen, cuánto tiempo se llevan? ¡Cuántos necesitan lo que tenés en exceso!
Lo anterior, -aunque por afuera se puede deducir lo que hay dentro-, no es lo más importante. Lo principal viene ahora: ¿cuál es el cúmulo de prejuicios, ideas erróneas, resentimientos inútiles, recuerdos tristes, rencores ajenos, perdones pendientes, disculpas olvidadas, enojos contaminantes, agradecimientos no dados, obligaciones no asumidas, conflictos no resueltos, preocupaciones excesivas de lo que no depende de vos ni podes resolver? ¿Hay orden y limpieza, o vivimos en el chiquero de nuestras complicaciones? Para emprender un camino hacia adelante, hay que dejar atrás el andado, sin olvidar el aprendizaje obtenido. ¿Qué de tus capacidades no has puesto al servicio de otros y has guardado por egoísmo, descuido o pereza? ¿Cuál es tu potencial, cuales tus límites? ¿Qué debemos cambiar en nosotros y, sin ser indiferentes, qué influir por trasformar en lo que nos rodea? Esa es realmente la carga pesada que desgasta e inmoviliza, que impide asumir el inicio de un nuevo año, no tanto con la página en blanco –ni un recién nacido, él trae la herencia genética, está por absorber la condicionalidad política, y la social-cultural del entorno que lo trajo-, sino, la hoja limpia, con las necesarias anotaciones al margen, con la oportunidad de derribar y botar lo inútil y encontrar, como el emblemático personaje de Cien años de soledad, Aureliano Buendía, quien descubrió “los privilegios de la simplicidad”, o como Sócrates, al recorrer los estantes comerciales en las calles de Atenas: “¡Cuántas cosas no necesito para ser feliz!”, o el mensaje más radical que supera por su contundencia todas las ideologías y doctrinas, del Evangelio según san Lucas: “Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres”.
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