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24 de marzo: ¿la amenaza del vacío?

Luis Armando González

Este 24 de marzo se cumplen 41 años del asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero. Dependiendo cómo se mida el tiempo, y de las experiencias individuales y colectivas tenidas en esas cuatro décadas, esos años serán vistos como muchos o como pocos. Sin embargo, para cualquier persona que mire fríamente su trayectoria de vida, 40 años no son poca cosa. En cuanto a la historia de una sociedad, en cuatro décadas pueden sucederle transformaciones de relativa envergadura o seguir un curso relativamente constante con cambios menores. Son asuntos que, en el caso de la sociedad salvadoreña, dan qué pensar.

Y es probable que los cambios que se han suscitado en El Salvador desde la muerte de Óscar Romero, el 24 de marzo de 1980, hayan ido configurado, no solo el modo de recordar-conmemorar su asesinato, sino el significado del mismo. A medida que han transcurrido los años –esta es mi sensación al escribir esto— la muerte de Romero ha ido perdiendo fuerza simbólica y es probable que, en algún momento, más cercano o más lejano, no quede nada más que una fecha fría que recogerá algo así como lo siguiente: “El 24 de marzo de 1980 falleció monseñor Oscar Arnulfo Romero” (o algo más directo: “24 de marzo de 1980: fallece monseñor Romero”), es decir, el registro de un hecho en el que incluso quede borrada su muerte por asesinato.

Al redactar lo anterior, pesimista en extremo, vino a mi memoria un texto extraordinario de Juan Carlos Onetti, que aparece en su cuento El pozo, en el que este autor escribe:

“Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene”.

Estoy seguro de haber leído las últimas líneas de ese texto en un epígrafe de un poema Roque Dalton, pero no recuerdo –si estoy en lo cierto— en cual. No importa.

El asunto es que desde que las leí, cuando estaba dejando de ser un adolescente, quedaron grabadas en mi mente hasta el día de ahora. He meditado sobre su significado una y otra vez, y, en distintos momentos de mi vida, me han servido de criterio para orientarme o, mejor aún, para tratar de entender mejor por qué algunos hechos, que en un momento están cargados de significado y trascendencia, terminan por perder su carga simbólica y se convierten en meros hechos vacíos.

Una y otra vez, Juan Carlos Onetti me ha ayudado a entender que, en cuanto hechos, nunca dejaron de ser vacíos. Y lo que tuvieron no solo de sentimientos, de recuerdo agradecido y trascendencia fue puesto en ellos por personas concretas que, de ese modo, los hicieron significativos. Cuando dejaron de ser llenados con sentimientos, agradecimiento y memoria recobraron su condición más propia: ser hechos vacíos.

Tengo la sensación de que el 24 de marzo de 1980 se está convirtiendo en un recipiente que cada vez menos lleno de sentimientos. Podría decir que tal sensación me pone triste o algo semejante, pero no: más bien me invita a reflexionar sobre por qué un hecho que en su momento –y en las dos décadas siguientes— fue desbordante en significados (emociones, indignación, agradecimiento, recuerdo y trascendencia: el P. Ignacio Ellacuría dijo que con Mons. Romero Dios había pasado por El Salvador) se ha ido vaciando de ellos o, en otras palabras, por qué cada vez hay menos salvadoreños dispuestos a continuar dotándolo de significado.

No lo sé. A lo mejor ese es el destino de los hechos históricos, independientemente de la riqueza de significados de los que les haya dotado cuando eran una novedad en la vida de las personas. O, a lo mejor, la reiteración de un mismo significado (de un mismo sentimiento, de un mismo recuerdo) hace que este pierda fuerza a medida que pasa el tiempo y solo una recreación (o sucesivas recreaciones) podría mantenerlo lleno de sentimientos.

Las sociedades cambian; cambian los simbolismos, valores y opciones individuales y colectivas. Hay nuevas cohortes generacionales que, a medida que transcurre el tiempo, se alejan de hechos vividos por cohortes anteriores.

El “alma” de esos hechos pareciera estar condenada a desvanecerse o, cuando menos, a quedar oculta… Hasta que, si acaso sucede, haya quienes, además de maldecir con el recuerdo a quienes les precedieron –como anotó Roque Dalton en un hermoso poema—, la develen con nuevos sentimientos.   

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