26 años

José M. Tojeira

Este 16 de Noviembre se cumplieron 26 años del asesinato de los jesuitas y sus dos colaboradoras. Mucha tinta ha corrido al respecto, patient y muchos sentimientos se han ido apaciguando. El crimen, ed que en su momento lo sentíamos como una terrible aberración violenta y absurda, ha ido evolucionando hacia la celebración de los valores y sentimientos nobles que había en los corazones de aquellos seguidores del Señor Jesús. Novelas, poesías, documentales de televisión, siguen recordando el heroísmo de estos constructores de paz. Ya nadie reproduce, ni siquiera el Diario de Hoy, aquellas frases ominosas que decían que “quien siembra vientos cosecha tempestades”. Ni mucho menos repiten la frase de D’Abuisson insistiendo en que la gente se preguntara el por qué no se mataba a miembros de otra orden religiosa. Sin embargo, en lo que son responsabilidades estatales o institucionales queda todavía mucho por hacer. El sistema judicial funcionó mal en su momento. Y lo mismo la Asamblea Legislativa de aquel entonces, el Poder Ejecutivo y esa especie de poder en la sombra, poder de poderes en aquel momento, que era el ejército. Una vez más se comprueba que mientras la sociedad civil, la inteligencia, la literatura y el arte devuelve la dignidad a estas víctimas defensoras de víctimas, las instituciones del Estado siguen absortas en su inercia, su olvido y su tonto “yo no fui” cuando se les cuestiona su incapacidad de reconocer errores.

El sistema judicial salvadoreño, a través de sus representantes actuales debería en algún momento pedir perdón a la ciudadanía salvadoreña. Fiscales que defendían asesinos, que atemorizaban víctimas, que no cumplían con su obligación de perseguir ciertos delitos, que negaban masacres o tomaban la decisión de ignorarlas. Jueces incapaces de llamar y cuestionar a cierto tipo de posibles imputados, de iniciar, cuando podían, juicios de oficio contra violadores de derechos humanos, cobardes a la hora de dictar sentencia. Cuerpos auxiliares que no sólo no perseguían el delito, sino que lo cometían . De todo hubo en el sistema. Por supuesto hubo algunos jueces honrados, pero el conjunto era una partida de marionetas al servicio de un poder demasiado mediatizado por las armas y el dinero. Hasta ahora no ha sido realizado un examen a fondo del papel del sistema judicial y del derecho a lo largo de las diferentes catástrofes sociales que ha tenido El Salvador. Llevarlo a cabo debería ser una responsabilidad no sólo de la Academia y de otras fuerzas sociales, sino también del propio sistema judicial.

El poder ejecutivo nunca reconoció que había poderes de facto que impedían que el Gobierno, al final, no se manchara las manos de sangre. No todos eran asesinos en los gobiernos o en la clase política de las épocas de guerra, pero la gran mayoría participaba de alguna manera en el encubrimiento de terribles crímenes. Los gobernantes no eran buenos cuando mantenían vivo el estado de derecho, sino cuando moderaban la represión o la corrupción. En el mejor de los casos eran gobernantes del mal menor y no, como deberían, del bien común.  Reconocer los miedos y las limitaciones, las traiciones y los silencios, el abandono de la defensa de los derechos humanos a pesar de la palabrería y el discurso, es una tarea todavía pendiente para la clase política. La verdad en el campo de los derechos humanos no es de izquierda ni de derecha. Es simple cuestión de decencia. Y nuestros partidos, en general, no lo han descubierto aún, sino que tratan con su ineptitud característica, de manipular los derechos como arma arrojadiza contra el enemigo sin aplicarse el cuento a sí mismos.

La Asamblea Legislativa era un desastre. Cuando en 1992 la Compañía de Jesús solicitó el indulto para los dos condenados en el primer juicio del caso jesuitas, el presidente de la Asamblea, de apellido Angulo, contestó con una carta en la que acusaba a los peticionarios que querer politizar el caso jesuitas. Y por supuesto negaba el indulto pedido por los ofendidos para personas ya juzgadas y condenadas. Enemigo del indulto, firmaría posteriormente una ley de amnistía que durante años impidió el acceso a la verdad y por supuesto a la justicia. Cundo se le pidió a la Asamblea que formara una comisión legislativa para deducir responsabilidades políticas en el caso jesuitas, se nos respondió de la misma manera: La Asamblea no establece comisiones al son de los deseos de politizar muertes. La charlatanería e irresponsabilidad en la Asamblea Legislativa ha sido la tónica dominante en el campo de los derechos humanos. En esta institución se ignora hasta el presente la existencia de delitos de lesa humanidad imprescriptibles. La miopía más absoluta, o la conveniencia más cínica, les hace seguir cultivando una ley de prescripción del delito que hasta el presente solamente ha servido para proteger a asesinos o a corruptos. Sin duda la Asamblea Legislativa tiene como institución que pedir perdón por su complicidad y desinterés en el asesinato.

El caso jesuitas expresa de esta manera la enorme brecha existente entre los deseos ciudadanos de tener y disfrutar un verdadero estado de derecho y el real funcionamiento de las instituciones estatales. No es este el único caso, sino parte de una historia que se ha venido repitiendo desde hace demasiados años y que se sigue dando. Tomar conciencia del pasado, ser capaz de reflexionar críticamente sobre el mismo, reconocer fallos en algo tan delicado y sensible como el fiel cumplimiento y respeto de los derechos humanos es una asignatura pendiente en nuestras instituciones. Analizar el pasado y decir hoy los errores es la mejor manera de aprender a no repetirlos. Un ejército como el salvadoreño, que ha sido incapaz de pedir perdón por el asesinato de los jesuitas institucionalmente fraguado y encubierto, o por las masacres terribles del pasado, no merece mayor respeto. Y aunque algunos comentaristas le alaben y le satisfagan el ego institucional, la mancha terrible de la sangre no se borra hasta que se reconoce el crimen y se pide perdón.

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