Otra vez Carlitos

CLARABOYA

OTRA VEZ CARLITOS

Por Álvaro Darío Lara

Un día de esos, anteriores a la pandemia y a otras tragedias, viajamos a San Miguel, un grupo de compañeros, con fines acaso místicos, acaso espirituales, acaso urgentes para el alma, cansada de rodar por los despeñaderos de la vida. Fuimos declamando y cantando en la alegre ruta de ida. Ya en el retorno, por la tarde, con Pablo Mario, mi dilecto y casi octogenario amigo, realizamos el último experimento: él daba el pie al inicio de alguna mítica canción, y yo continuaba; por momentos, alternábamos, yo iniciaba y el seguía.

Así, lo desafié: “Hoy un juramento, /mañana una traición”. Pablito prosiguió acertadamente: “amores de estudiantes/ flores de un día son”. Estallaron las risas, mientras continuábamos la célebre pieza argentina, llamada precisamente así. “Amores de Estudiantes”, un éxito del gran Gardel. Sí, Carlos Gardel, el extraordinario tanguero. Al despedirnos de Pablo Mario, quien se quedó, por misteriosos motivos, en la Perla de Oriente, le dije nuevamente “Hoy un juramento, mañana una traición”. Pablito replicó: “Amores de estudiantes/ flores de un día son”.

La música siguió en mí: “Fantasmas del pasado, / perfumes de ayer/ que evocaré doliente/ plateando mi sien/ Es una boca loca/ la que hoy me provoca; / hay un collar de amores/ en mi juventud”.

¿Cómo escapar de la seducción de Gardel? ¿Cómo evadir su invitación a la tristeza del alma, a esa profunda melancolía, que viene de extrañas regiones y va hacia el interior de nuestro sufriente corazón?

Volvieron los recuerdos, mi abuela materna cantando viejos tangos, y expresando que Gardel si era un hombre completo, con su peinado varonil y sus canciones tan llenas de sentimiento. Y luego papá –emocionado- en esos fines de semana, escuchando los discos en la antigua radiola. Tardes que repetían: “Yo adivino el parpadeo /de las luces que a lo lejos /van marcando mi retorno… /Son las mismas que alumbraron /con sus pálidos reflejos/ hondas horas de dolor…”

Sí, era el volver, el eterno volver. Para él, fueron melodías vividas durante su duro exilio en la Argentina de Perón, en condiciones de suma dificultad. Siempre he pensado, en las paradojas de la vida, cuando luego regresó tantas veces ya como funcionario gubernamental, al lugar donde padeció esos años de destierro. Mientras el tango seguía ahí, intacto, en los amplios y lujosos salones bonaerenses o en el oscuro arrabal, de dónde saltó a la fama local, regional y universal.

Por todo esto, cómo sentí de familiar la estupenda crónica, que hace veinte y siete años, leí en el libro: “Gardel, Onetti y algo más” del escritor uruguayo Carlos Maggi, titulada “Gardel”, y que refiere lo que el Astro supone para las culturas sureñas del continente. Veamos un fragmento: “Hacia diciembre de 1941, mi compañero de estudios dejó pasar la fecha de su último examen. Habíamos estudiado filosofía durante un mes, levantándonos a las cinco de la mañana, pero el día fijado, él no apareció por Preparatorios: se quedó en casa tomando mate y escuchando discos. Cuando le pregunté qué le había pasado, me dijo: No pude. Quise ir y todo, pero no pude. Gardel estaba cantando como nunca”.

Gardel siempre me ha sumergido en una rara añoranza. Añoranza que en mi juventud, parecía no tener ninguna causa. Escuchándolo, desde que era casi un niño, no alcanzaba a entender, por qué me daba tanta tristeza, si aún la vida no me había hecho perder nada valioso. Pero Gardel es así. Luego, el tiempo, infalible, que da y quita todo a los hombres, me hizo entender todavía más. Y pude, de esta manera, comprender el dolor que habita tras el léxico de la lírica gardeliana, tan limitado y particular en modismos, pero que se agiganta en cada giro magistral del “Zorzal Criollo”.

En ese divino catálogo que muestra a un sinfín de Gardeles, y cuyo autor es el genial caricaturista Hermenegildo Sábat, existe una nota introductoria del artista que, entre otros aspectos, dice sobre nuestro querido Carlitos: “Cantaba cualquier cosa, ya fuere un ataque a la Policía o su defensa, el Padre Nuestro o el sacrilegio, la defensa de la Empresa o el ataque al patrón. El Troesma, como Dios, quería estar y estaba en todos lados”. Y todavía apunta: “Si las letras no lo ayudaban, si la música también lo avasallaba, la pinta resolvía cualquier cosa. Pícaro veterano, protegió su origen y su vida privada con la tenacidad de un titán; así como se sospecha de la realidad de las vidas de Homero o Shakespeare, no resultaría improbable que su nacimiento, haya tenido lugar en Esmirna. Y cultivó la pinta”.

La pinta que en el caso de Gardel iba más allá de su smoking y cuidada presencia engominada, la pinta lo hizo encarnar a millonarios, truhanes, gauchos, y cuanto personaje urgía para la cinta cinematográfica o para el espectáculo.

Por esta razón, por ser cómo fue: un sol entre el arrabal y el palacio, es que Gardel nos fascina. También por eso, todos dejamos de ser un poco nosotros, para ser más con Gardel, en ese fatídico 24 de junio de 1935, en Medellín, al estrellarse su avión.

Nada más cierto, entonces, que las palabras de Maggi, que nos recuerdan al final de su crónica citada: “…la voz nocturna de Carlos Gardel, capaz de salvarnos del mundo y dejarnos a solas con nuestra soledad”.

El Gardel que nos reconforta en la fuente sagrada, cuyas aguas lo pueden todo, esa es la promesa: el continuo de su música sonando muy dentro de nuestros corazones: “El día que me quieras/endulzará sus cuerdas/ el pájaro cantor. / Florecerá la vida/ No existirá el dolor”.

¡Qué sigas calando así, querido Carlos, Carlitos Gardel!

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