El portal de la Academia Salvadoreña de la Lengua
COJAMOS LA FLOR DEL INSTANTE…
Por Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
El caso es que el país se encuentra inmerso en lo que ha dado en llamarse la época del posmodernismo, que domina el mundo, por lo menos el llamado mundo occidental. Y este posmodernismo trae consecuencias, visibles por supuesto, activas y reales, al conjunto de las sociedades, particularmente aquellas caracterizadas por un permanente estado de pobreza y subdesarrollo, como, efectivamente, la nuestra, consecuencias negativas para la vida de las personas. Este asunto de la posmodernidad no es simple; es más bien, muy complejo. Hay mucho esfuerzo de análisis, mucho interés por entenderla, por identificar bien su significado y sus propósitos; hay también muchos posicionamientos ante ella. Es, hoy mismo, un asunto que a todos incumbe y a todos afecta. Los salvadoreños, sin embargo, pareciera que tenemos muy poca conciencia de ello. Como siempre, no tenemos posición, siempre estamos en el eterno “qué-más-da” del que hablaba Lyotard. Hacemos, al contrario, una asimilación pasiva del proceso, confirmando lo que decía Gabriela Mistral, de que los americanos somos “el continente calco”. No seremos capaces al menos de tomar un distanciamiento crítico ante el mismo. Estamos, pues, conscientemente o no, ante eso que se ha dado en llamar posmodernismo, ante esa mutación histórica del hombre.
¿Qué es esto del posmodernismo? Veamos: El paradigma de la cultura griega fue la filosofía, con el hombre, la naturaleza y la razón como objetos de su pensamiento. Si bien Grecia satura el ámbito de la cultura con sus Fidias, Praxiteles, Homeros y Esquilos, su obra se concentra en el logos, esa creación de Heráclito que le da base a la estructura de su pensamiento. El paradigma de la cultura romana fue el derecho. El derecho romano, ejemplo de sentido práctico y de organización mental y teórica, privilegió la justicia, la ley, la norma, la pena. Aún resuenan los textos romanos en las aulas universitarias, a una distancia de decenas de siglos. La cultura medieval hizo ciencia normal de la teología, y se concentró en la discusión de los grandes y complejos problemas entre la razón y la fe, la existencia de Dios, y los Universales. La época moderna provocó un brusco y sentido quiebre categorial. Aquí ya el paradigma se ubica en el conocimiento. La comunicación de las sustancias, el cuerpo y el alma, el cuerpo y el espíritu; el origen de las ideas; el problema de la verdad; son asuntos que ocupan las discusiones entre las corrientes racionalistas y empiristas, entre los que resaltan Descartes, Leibniz, Pascal, Malebranche y Wolf, y aquellos que se ubican con Locke, Berkeley y Hume. Allá, en el recodo, los enciclopedistas e iluminados del post renacimiento, sobre todo Rousseau, Diderot y Montesquieu.
Con el modernismo parece fundirse la contemporaneidad. Época, por cierto, no muy clara, y menos aún definida, esta de lo contemporáneo. Lo que ahora resalta es la política. Los sistemas sociales, los sistemas políticos, lo económico y el trabajo surgen como grandes temas, pero el hombre no abandona su pensamiento racional, persiste la razón como guía y como soporte. Podemos decir entonces que lo contemporáneo es parte de lo moderno, lo actual de lo moderno, pero en sustancia, nada diferente de lo moderno. Aquí, el paradigma es la ciencia, con todos sus efectos, el progreso, la tecnología, las comunicaciones, el mundo virtual, la apertura de los mercados. La ciencia es el paradigma de nuestro tiempo, y como decía Ellacuría, ”nada ocurre hoy en la tierra que no pase antes por el meridiano de la ciencia y de la tecnología”.
Entonces se da el paso de lo moderno a lo posmoderno, cuando el conocimiento suma a su vertiente sistemática secular, el hacer conceptos, una vertiente crítica, y vuelve así histórica a la ciencia. El dogmatismo del conocimiento moderno, su absolutismo, cede ante el ámbito de la posibilidad, todo ahora no es real sino posiblemente real. La ciencia se transforma en la “ciencia del ‘no’, ciencia de la ‘incerteza’ “, como producto del vuelco paradigmático provocado en 1905 por Einstein y la irrepetible y famosa generación que creó la física moderna y destruyó el paradigma newtoniano. El “principio de incertidumbre” de Heisenberg amplía su ámbito de aplicación hasta lo social.
Debo decir, sin embargo, que, aunque efectivamente la realidad no es así, el hombre salvadoreño sigue siendo lógicamente aristotélico, geométricamente euclidiano, y físicamente newtoniano, lo que significa que nosotros estamos siempre caminando un paso atrás de la realidad. Menudo problema este, que hace ver que el hombre salvadoreño no vive la realidad, no está en la realidad. Estamos ante la realidad del posmodernismo, actuando como apenas un modernista, o a lo mejor, como un contemporáneo.
Lo posmoderno es olvidarse de la historia, del pasado y del futuro, del tiempo significante; es un verdadero culto al presente; es la negación de las utopías, el culto al cuerpo y la sobrevaloración de lo hedónico, la primacía de lo estético, de la moda, de lo efímero; es el hiperobjetivismo deformado y la relativización casi absoluta. Lo posmoderno provoca entonces el predominio de los sistemas de información como ejes de vida, lo simbólico. El lenguaje desdeña lo sintáctico y lo semántico y se realiza en la pragmática. La informática es una de las grandes promotoras de este trastorno en el idioma. Todo, así, se reduce a la interpretación, todo se vale, y, de tal forma, se trastorna la realidad. Mientras el modernismo era romántico, jerárquico, metafórico, genital, fálico, el posmodernismo es dadaísta, anárquico, metonímico, polimorfo, andrógeno.
Decía Elzo Imaz, (Elzo Imaz, Francisco Javier, 2004, ‘L’educació del futur i els valors’, cicle ‘debate d’educació’, Barcelona, Fundación Jaume Bofill i la UOC), que la alternativa es. “pugnar por continuar con una sociedad moderna con su proyecto global, holístico, con una idea madre siempre, con un norte claro, con una acción social; o girar hacia lo posmoderno y su incerteza, su duda, su replegamiento a lo cotidiano, sus emociones, lo efímero, lo diverso”. Parece ser que nosotros hemos elegido la última posición, ser posmodernos pero con un pensamiento moderno; vivir la incertidumbre, la posibilidad, el justo momento, pero manteniendo una mente lógicamente aristotélica, geométricamente euclidiana, y físicamente newtoniana. Y esa es precisamente la contradicción, la paradoja.
Por eso somos como somos, y estamos como estamos. Siempre los eternos del “qué-más-da”, del, como dice el poema de Darío:
Cojamos la flor del instante;
¡La melodía
de la mágica alondra cante
la miel del día!
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