El portal de la Academia Salvadoreña de la Lengua
NUESTRA HISTORIA DEMOCRÁTICA
Por: Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Los tristes más tristes del mundo…..
El Salvador ha vivido ya casi doscientos años de “vida independiente”, a partir de aquella ya lejana justa en que se dio nuestra independencia política de España. Nunca ha habido una interpretación fehaciente, lo más apegada a la realidad, de ese evento. Es una lástima. La historia salvadoreña debe ser leída y asimilada con cautela y desconfianza, sobre todo a partir de ese momento en que la Nación se proyecta a la vida independiente. La historia “oficial” nos dice repetidamente que el país ha vivido por siempre un estado democrático; esta versión se repite actualmente, y, curiosamente se acepta, incluso dentro del círculo más escogido de nuestros intelectuales, sin mayor análisis. Pero, ¿Cuál ha sido esa vida democrática de la que tanto se nutre el alma nacional y bajo la cual respira nuestra más acendrada nacionalidad?
Desde el largo período que corresponde a un Estado de continuas luchas intestinas entre los llamados “liberalismos” y “federalismos” conservadores, y que podemos situar entre 1821 y 1913, se vive un caudillismo nacional con características propias. Este período, que comienza con Manuel José Arce y termina con Manuel Enrique Araujo, se caracteriza por un casi permanente estado de guerra. El pueblo era una estratificada masa de indígenas, mestizos, ladinos, criollos y españoles, de la cual, salvo los dos últimos estratos, el resto estaba absolutamente marginado y excluido de las decisiones nacionales. La democracia, bajo tales condiciones, en la realidad, no podía ni siquiera ser insinuada.
A este período de los grandes caudillos sucede otro caracterizado por las “dinastías familiares”, 1913-1932. Aquí hay que remitirse a la de los hermanos Quiñónez-Meléndez. Dominan el país las grandes familias y los grandes hacendados. Breves y tímidos intentos se dan en un corto lapso durante los gobiernos de Romero Bosque y Arturo Araujo, pero el país se sume en un estado general de postración y pobreza, y los gobiernos se sostienen sobre la base del terror y de la represión. En este período, en mi opinión, se establece en El Salvador, un estado de democracia formal.
El tercer período es el que corresponde a las “dictaduras militares”, a partir de 1932, caracterizado por la dependencia económica y política del país. Aparece el desarrollismo económico, sostenido por los altos precios del café. Las libertades políticas más elementales son negadas, se dan los grandes fraudes electorales, aparece gobierno, que anula uno de los pilares sobre los cuales se sostiene la doctrina democrática, cual es el principio del equilibrio del poder mediante la independencia de los tres poderes del Estado.
¿Qué es, entonces, lo que vive El Salvador desde aquella ya lejana época del liberalismo federal conservador que inicia con la independencia, hasta el cercano día en que, en 1979, terminan las dictaduras militares? Una democracia formal, de carácter nominal. Pero luego del golpe de estado de octubre de ese año, de la guerra civil, del llamado Acuerdo de Paz, y de los gobiernos que se suceden, en los que el país continúa en esa democracia formal, fachada democrática, insustantiva y falsa, ¿Cómo se encuentra el país? Las grandes masas campesinas subsisten en un mundo deshumanizado; aparece ya una degradada y creciente masa urbana en las “villas miseria”; se reprimen las libertades y los intelectuales son acallados.
Como no hay una real democracia, se trata de justificar el estado de cosas llamándola “democracia incipiente”. Eso es, simplemente, llamarse a engaño. La democracia, así como en 1821, en 1913, en 1932, y 1979, sigue siendo un mito, como lo ha sido siempre, un engaño. No una utopía, porque las utopías son nobles, son estados de pensamiento, son situaciones deseables, aunque inalcanzables. Ni aún en la doctrina se ha sido consistente. ¿Cómo es posible pensar una democracia en un país en el que los niveles de analfabetismo y marginalidad social son altísimos y muy poco superables? ¿Cómo pensar en la democracia en un país en el que impera el desorden social y político? ¿Es posible pensar en la democracia en un país abatido por la pobreza, y en el que cada día se incrementa sangrantemente la brecha entre la más insultante de las riquezas y la más penosa de las calamidades humanas? ¿Es posible la democracia en un país en la que los estamentos políticos se manifiestan en una forma demagógica y corrupta, respondiendo a los intereses de los grupos de poder y de los partidos políticos? ¿No acaso declinó la democracia ateniense por causa del abuso del poder y del incremento en las riquezas de las clases dirigentes y acomodadas? ¿Presentan los políticos y los dirigentes y funcionarios públicos nacionales, que se autocalifican como democráticos, aquellas garantías reclamadas por la democracia griega, en cuanto a una adecuada formación profesional, a una intachable conducta civil, y a una honradez notoria? ¿No, acaso, esa democracia de la que tanto se pregona, ha servido para llevarnos a esa suerte de caos moral, haciendo de ello su propia y mejor virtud?
La historia nos niega el derecho a considerarnos democráticos. Ni siquiera en la utopía ha sido El Salvador consistente en cuanto a tal anhelo. No hemos sido capaces de lograr la justicia dentro de la desigualdad. Pero bien, la cuestión es que pudiéramos tener alternativas, ciertamente, aunque ello sólo sería posible si antes el país definiera claramente lo que quiere ser. De otra manera sería imposible. Reformar la Constitución, o cambiarla si se quiera, antes de llegar a la anterior definición, significa no otra cosa que anclar el sistema y condenarnos a vivir como hasta hoy lo hemos hecho. Ello, por supuesto, no es bueno para nuestra salud, y menos para la de nuestros descendientes. ¡Hay que definir, previamente el país que queremos ser! Recordemos a Séneca, cuando afirmaba que “si no se sabe adonde ir, por cualquiera de los caminos se llegará al destino”, y luego entonces, “¿A qué seguir en este eterno atascamiento, ese eterno empujar la carreta con una zanja ante el hermano y una cita con Dios en las estepas, a la cual nunca se podrá llegar?”, como diría Camús. ¡Soñemos!, pero hagámoslo estando despiertos, con un ojo avizor, ojo de águila. “La sabiduría es tener sueños lo bastante grandes para no perderlos de vista mientras se persiguen”, ha dejado dicho Faulkner.
Debo concluir. Queremos ser democráticos, aspiramos a la democracia. ¡Muy bien! Pero para ello debemos cambiar, abandonar los mitos, las restricciones que pesan sobre nosotros mismos y que ahogan cada vez más nuestro imaginario común. Antes de constituciones y leyes, pensar en lo que somos, en lo que queremos ser. Ir paso a paso, ladeando las dificultades, burlando las trampas. Y como nosotros, tan dados a las muletillas, las tenemos muchas, hay una que recojo en este momento: Hay que ser propositivo. ¿Cuál es mi propuesta?
Primero, poner al país en “orden y libertad”. Quienes han dicho que esos conceptos son contradictorios, les invio a leer al doctor Roberto Lara Velado en su libro sobre los sistemas políticos. Y luego, expresar lo que debe ser nuestra “razón vital”. ¡Eso es todo! Después podremos hacer nuestras constituciones y nuestras leyes. ¡Antes no!
¿Cómo llegar a vivir en “orden y libertad”, sobre la base de nuestra propia “razón vital”?
Primero, “un liderazgo”, valiente, honesto, y actual. No pienso aquí en personas, sino más bien en instituciones.
Segundo, una “junta de notables”, una “aristocracia del mérito” que sepa alumbrar en los momentos precisos y que discuta colegiadamente el rumbo y el futuro de la Nación.
Un correlato necesario: Una “interventoría nacional”, que asegure el buen y correcto uso de los bienes y de los recursos del estado.
Y termino: Una “Corte Suprema de Justicia” proba, ilustrada, experta, conformada por los magistrados más notables del país, que asegure el cumplimiento, no más bien de las leyes sino de la justicia. En ella deben estar los mejores.
Es decir, conformar un “Bloque Histórico Nacional”, capaz de articular al pueblo y a sus gobernantes. En una palabra, que represente al pueblo.
Así termino este asunto, que me fue “sugerido” por algunos. No me ha molestado hacerlo, pero yo preferiría de aquí en adelante seguir hablando sobre mi filosofía de la interioridad, sobre la soledad, sobre el silencio, sobre la búsqueda del Ser con el Yo, y otras cosas más sencillas.
Sólo termino: ¡Debemos cambiar! Ya he citado a Eráclito de Éfeso y su “Panta Rei”. Ahora digo: Si no cambiamos, “cuando el universo termine en un simple gemido y su energía total se disipe en la Nada, El Salvador será lo único que quede, pues nosotros seguiremos siendo democráticos, republicanos y representativos”. Claro: ¡Algún agujero negro nos terminará tragando en algún momento!