David Molineaux
Tomado de Agenda Latinoamericana
Como todos sabemos, múltiples estudios científicos han confirmado que el planeta se va acercando, en las próximas décadas, a un conjunto de “puntos de quiebre” irreversibles que podrían amenazar el futuro de nuestra civilización.
Está claro que la causa principal de la mayoría de estas catástrofes potenciales es la acción humana. Pero a pesar de todas las advertencias, las cifras muestran que las emisiones planetarias de dióxido de carbono siguen aumentando, y que el agotamiento de las fuentes de agua dulce, la sobrepesca de los mares, y la destrucción de los bosques nativos siguen de forma desenfrenada. Podríamos ir abandonando estas prácticas con el fin de evitar una catástrofe colectiva; sin embargo, seguimos. La crisis actual tiene múltiples causas, la mayoría de ellas interconectadas. En este ensayo consideraremos una causa clave que se menciona con poca frecuencia: nuestra cosmovisión moderna.
Durante más del 90% de nuestra existencia como especie, fuimos cazadores-recolectores con un estilo de vida nómada y una cosmovisión totalmente diferente a la del mundo actual. La naturaleza era una realidad viviente que albergaba una multitud de presencias sagradas, y nos veíamos como parte de ella. A menudo nos inducíamos trances en los cuales el espíritu del participante se unía con el de un animal u otro elemento del mundo natural. Vivíamos de día a día, confiados en nuestro entorno natural y en su voluntad generosa de sustentarnos. Nuestras posesiones eran mínimas: no ahorrábamos nada para el mañana.
Hace unos doce mil años, sin embargo, con la llegada de la horticultura y la domesticación de animales, se nos fue acabando esta vida despreocupada — y con ella nuestra confianza que el mundo natural nos brindaría invariablemente su generoso sustento. Nuestra subsistencia empezaba a depender de fenómenos en los cuales podíamos confiar menos: la regularidad de las estaciones, la llegada de las lluvias, el bienestar y la capacidad reproductiva de nuestros animales domésticos… Había que almacenar granos para el invierno y los años flacos, y proteger a nuestros rebaños de los depredadores. Por primera vez, se hizo importante la propiedad privada. Hay evidencia (como el hallazgo por arqueólogos de miles de estatuillas de “diosas”) que nuestro culto se centraba, en gran parte, en la fertilidad. Dada la relativa precariedad de nuestras formas de sustento, fuimos considerando a los poderes de la naturaleza como menos benévolos y confiables.
Poco a poco desarrollamos nuevas técnicas: el arado y el riego, los cruces y la crianza… y eventualmente la rueda y carretas para transportar granos a los crecientes centros urbanos. Algunas aldeas se fueron transformando en ciudades, y con éstas surgieron las primeras sociedades monárquicas, gobernadas por élites minoritarias. Las divinidades también se iban jerarquizando: los dioses, a menudo caprichosos y crueles, fueron representados por poderosos sacerdocios. Con la explotación cada vez intensiva de la tierra por grandes predios agrícolas, la tradicional veneración hacia la naturaleza se debilitó. Sin embargo, el peor golpe a la percepción del mundo natural como realidad sagrada fue el surgimiento de las religiones monoteístas. Estas religiones, entre ellas el judaísmo y el cristianismo, solían llevar a cabo sangrientas campañas -cazas de brujas, inquisiciones y “guerras santas” -contra cualquier culto que no fuera el de su Único Dios Verdadero.
Para los judíos del primer milenio a.C., el mundo natural ya existía solo para el satisfacer las necesidades humanas. El libro del Génesis habla con claridad: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Que mande a los peces del mar y a las aves del cielo, a las bestias, a las fieras salvajes y a los reptiles que se arrastran por el suelo.” Luego, bajo el Imperio romano tardío y durante todo el período medieval, reinaría supremo en Europa el cristianismo, ferozmente intolerante ante cualquier sospecha de veneración a elementos del mundo natural.
Con la llegada de la modernidad, a partir del s. XV, fue surgiendo una cosmovisión muy novedosa. La Edad Media había sido teocéntrica, pero el naciente mundo moderno sería cada vez más antropocéntrico. Creció la influencia de la ciencia empírica, cuyos practicantes recurrían a la razón humana y los métodos experimentales. Fue ganando fuerza la convicción que la razón debía prevalecer por sobre el autoritarismo, tanto religioso como político. Basándose sobre todo en los escritos de René Descartes, filósofo y matemático del s. XVII, se concebía al universo como un vasto mecanismo, y a los seres vivientes como maquinarias, por complejas que fueran. La única entidad consciente y capaz de “conquistar” a la naturaleza, a develar sus secretos y a explotarla para sus propios fines, era la mente humana.
Más y más, los practicantes de la ciencia insistían que solo se considerara como real y verdadero lo que se podía ver, examinar y medir con los sentidos humanos. Poco a poco, esta exitosa práctica empírica se fue reflejando en otras actitudes. Por un lado se fue difundiendo, sobre todo entre las élites científicas e intelectuales, un ateísmo cada vez más explícito. Y por otro, surgió la tendencia de identificarnos a nosotros mismos exclusivamente con el “ego”, la mente pensante: un agente independiente, aislado, ajeno a la naturaleza.
Pragmático y funcionalista, el sujeto moderno solía ignorar las dimensiones menos medibles del mundo que lo rodeaba — y las de su propio ser.
Los impresionantes éxitos de la ciencia, y de las tecnologías que fue generando, inspiraron otro elemento fundamental de la cosmovisión moderna: el mito del progreso continuo. Valiéndose de sus nuevas y poderosas herramientas, la modernidad concibió el sueño de construir, a partir de la razón y el esfuerzo humano, un mundo cada vez mejor.
Para muchos, el ideal del progreso material y social fue reemplazando a la tradicional doctrina cristiana de la salvación; pero varios comentaristas han observado que se alimentaba, en último caso, de profundas energías religiosas.
El soñado progreso moderno ha pasado por interpretaciones diversas. Para algunos, se trataba de liberarse de la opresión política y la explotación económica. Para muchos otros, significaba la posibilidad de un crecimiento incesante de la prosperidad económica.
El mito moderno no quedó confinado a los países de tradición Europea: se fue expandiendo, junto con las redes comunicacionales y el comercio internacional, a vastas zonas de Asia y al sur del planeta. Arrasaba con culturas, sistemas sociales y religiones milenarias, reemplazándolas con la promesa de un mundo feliz del consumismo.
Para promover este llamado “sueño americano”, han sido de una eficacia espectacular los medios masivos de comunicación, especialmente la televisión. Se calcula que en una creciente proporción del planeta, un niño de cinco años ve más de diez mil avisos comerciales por año.
Y ¡ojo! lo que ofrecen estos avisos es una cosmovisión. Por medio de imágenes y anécdotas ingeniosamente diseñadas, instruyen al televidente sobre su lugar en el mundo y las cosas y actividades que le brindarán la felicidad.
Con esto, se masifican las conductas y los valores consumistas, los cuales a su vez aumentan la explotación de los recursos naturales, incrementan la producción de gases invernaderos, y acercan al planeta a puntos de no retorno ambientales.
Queda cada vez más evidente que la cosmovisión consumista está amenazando la supervivencia de nuestra civilización. Sin embargo, las soluciones más publicitadas para evitar de una posible catástrofe planetaria, tales como planes intergubernamentales para bajar las emisiones y la esperada invención de nuevas tecnologías milagrosas, se ofrecen sin cuestionar las bases de nuestra economía globalizada y nuestra cosmovisión consumista.
Frente a esta realidad, quedaría más bien una pregunta: ¿será posible que, tal vez inducido por los primeros colapsos catastróficos, vaya emergiendo un mito compartido, de profundo poder evocativo, capaz de conducirnos a una reorientación radical de nuestros valores, percepciones, e instituciones claves?
El desafío de nuestro momento es, como sabemos, de una magnitud abrumadora. Y según los cálculos más actuales, la mayoría de los humanos que están viviendo en este momento serán testigos del éxito o el fracaso de nuestra respuesta.