Myrna de Escobar
Tarde de canícula en el bulevar. La administración del nuevo alcalde decidió hacer cambios drásticos, mandó podar todos los árboles, y así los sorprendimos, en su calvicie sosteniendo el presente diálogo.
— ¡Hey…! ¿podes oírme? ¿Estás sordo, acaso? ¿Pasó la sanidad…verdad?
Un largo silencio se tendió en la tarde.
— … ¡mírate, qué pelado estás! — Insistió de nuevo.
Molesto, al fin, el otro árbol replicó:
—¡Yo no! vos hablás porque tenés boca. ¡Como Sansón, tengo la fuerza en mi follaje interior!
Diciendo esto, estiró el cuello mientras la tarde acariciaba su ego, trató de tocar sus ramas, pero se sorprendió de sus brazos cortos. Luego añadió:
—¡Mira mi copa! Soy joven aún. Éste… es mi mejor peinado para la temporada.
— Claro, seguí soñando. Las tijeras te han dejado calvo, como a todos en este bulevar. No sos más que un tallo seco. Además, vanidoso, te crees joven y llevas años parado ahí, en el mismo lugar.
— ¡Si, ¡cómo no! ¡mira quién habla!
— ¿Qué decís? La humedad de mi ser fluye en mis raíces. Soy precavido y en mi salvia bendita se esconde la vida. — ¡mira— los amantes desinhibidos bajo mi sombra se entretienen!
— No cabe duda de que estás ciego. Sos un refugio de actos deshonestos. Además, de ser sanitario de perros asquerosos.
— ¿Acaso vos…no? ¿Qué culpa tengo yo que el alcalde no ponga sanitarios públicos en la ciudad? Esa mala práctica no me la achaques a mí. Las madres enseñan a los peques la fea costumbre de orinar a la sombra de nuestras raíces.
— Tenes razón. Vos no podés verte, pero yo si veo tus raíces secas como talones de mujer descuidada. ¡Date cuenta, no tenés ni una rama! Mírate, ni los cometas surcan los cielos, ni los chontes te arrullan… ¡Son tiempos difíciles para todos!
A través del eco de la brisa escasa, otro árbol se unió a la plática:
— Yo no soporto más este sol despiadado. Mis brazos están sedientos desde hace rato. La ternura del agua no masajea mi colita. El machete o los clavos de algún enajenado atravesaron mi costado una noche de éstas. Mis pulmones están sin oxígeno.
Y mirando con desanimo a su alrededor, preguntó:
—¿Será que me admitirán en el hospital Saldaña?
— ¿Qué decís? Eres un árbol, nadie va a quererte ahí.
- Antes se congestionarán los pasillos del hospital con tantos pedazos de carbón como pulmón, que permitirse los hombres plantar más de nosotros. Es un hecho, no podemos competir con el progreso de los pueblos. Los fumadores se creen refinados, como si no bastará la contaminación producida por todos.
Una vez más, los árboles asintieron con la cabeza el razonamiento de su compañero. Otros árboles se sumaron a la conversación mientras el semáforo detenía el tráfico. El silencio gobernó el instante. Las sombrías cabezas pelonas de la natura en sus peores fachas, develaban la aridez del verano. La reflexión continuó
— Quien diría que nuestro fin se acerca. Si fuéramos apuestos las mariposas nos visitarían, al menos para tener compañía, o albergaríamos un panal de abejas o avispas para ahuyentar a los que nos hacen daño, pero ni siquiera podemos dar refugio. Pelones como estamos ni siquiera al turismo atraemos. Mira el perro que nos visitó está tarde, el de las orejas caídas y el rabo entre las patas, estaba tan estresado. Distinto era cuando podía dormir bajo nuestra sombra.
—¡No sean pesimistas! —¡Me vas a hacer llorar! Como la canción aquella de muy lejos. Los románticos son muy tristes, sufren al desamar.
- ¡verdá que sí! ¡Quién los entiende!
—Eso no es asunto nuestro. Lo que ahora nos reúne acá es por no lucir nuestros mejores cortes. Nos asfixia este maltrato. Me hace pensar en nuestros amigos, los dinosaurios. Dicen que un cotón de fuego los envolvió. De eso aún queda el petróleo. Te imaginas, con nuestra partida todo el mundo acabaría.
- Ni que lo digas. Los chumelitos y las abejitas de los jardines de la gasolinera se fueron, la lluvia nos abandona. El calor intoxica.
- Aló. Aló. Alguien me escucha. ¿De qué tanto hablan, chismosos? ¿Se puede saber?
- ¡Vení para acá!
- Soy todo oídos. Aquí estoy muy comodito.
- ¡Vos te lo perdés!
- ¡No crecí torcido, como ustedes!
En medio de la prisa de los transeúntes y el ronroneo de los motores, el diálogo prosiguió.
En las calles, hombres, mujeres y niños fruncían el ceño mientras cruzaban el bulevar y abandonaban latas y bolsas de basura en cualquier recoveco. Otros desperdicios volaban por las ventanas de los autos.
- ¿Desde cuándo los hombres han hecho de su país un basurero?
- Ni me lo recordes. Esa práctica los acerca al fin de sus días.
- Ayer me dijo Don Gavilán que las tortugas y otros animales están infectados de plástico.
Los árboles más jóvenes desaprobaron la acción guiñando las escasas hojas.
— Oye, oye, mira esto. — interrumpió otro árbol— Aquella nube en la distancia me está coqueteando, quiere bañarnos de besos. De eso estoy seguro. ¿Qué decís… vamos a sacarla a bailar?
— ¡Qué barbaridad! ¡No hay remedio! ¡Estas delirando! La temperatura se te subió a la cabeza. Eso parece un incendio o la combustión de los buses en el centro de la ciudad. Pasa todos los días. A las horas pico, se elevan los gases por el aire.
- ¡Qué triste! Como cuando secaron la laguna para construir la Planta Industrial en Antiguo Cuscatlán.
- Ni lo menciones.
- ¿Has oído de la Esmeralda de América? — pregunto el tío Almendro.
- Cada año está más seca.
- No sigan. Me van a estresar más de la cuenta. Mi sombrero de pájaros fue arrancado por unas tijeras y me han dejado esta jaqueca terrible.
- ¡Y a mí la insolación me está matando!
- ¡Estoy deshidratadooo!
El impacto de un auto en la acera del bulevar desconcentró la tertulia, y uno a uno, como farolitos de navidad apagándose al final de la fiesta, las palabras cesaron.
El árbol aludido miró entonces su reflejo en el asfalto, se percató de su cabeza rapada. Bajó la mirada y enmudeció.
A la semana del ultraje, las melenas de los árboles se tiñeron de coloridos follajes y las Guacalchillas y demás pajaritos volvieron para acompañar a los ruidosos habitantes del bulevar. La canícula había llegado a su fin.