René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Hoy puedo protestar, en estas milimétricas calles empedradas con las esquirlas de una cultura colonial avasallante, porque los kilómetros se alargaron y han puesto lejos de mi beso tus labios de diosa perpetua y sutil como celaje somnoliento; puedo quejarme porque están lloviendo cincuenta pañuelos como palomas blancas; protestar a gritos porque está lejos el vecindario de tu cuerpo desnudo, tan suave, líquido, hechizante, erótico e indivisible como el número uno; puedo quejarme porque llueve la nostalgia de tenerte lejos o puedo darle gracias a la vida porque los recuerdos están siendo regados.
Hoy puedo vaticinar cincuenta veces que serás siempre tan indispensable como el aire; que yo seré un ladrillo en el inexpugnable muro de tu belleza que rejuvenece con el pasar de los años y con el pasar de mis besos; hoy puedo sentirme triste porque no me alcanzarán los viáticos para comprar el museo del cerro que cobija a Antigua Guatemala, o saltar de alegría porque compartí un café contigo sin necesidad de pedir fiado. A solas y en silencio, en el laberinto de tu imagen elegante, puedo quejarme de los cincuenta achaques crónicos que me tienen al borde de la muerte, o puedo celebrar cada día que estoy contigo recorriendo la cartografía alucinante de Venus que replicas en tu cuerpo; lamiendo tu piel que sabe a canela y manzana; contando cada uno de tus poros que son caminos de frutas maduras. Te burlas del tiempo, lo vences, por eso desnuda eres tan ansiada como el maíz en los años de hambrunas despiadadas; eres adictiva y azul como las noches de mayo en La Habana; elegante, sutil y seductora como las tardes del Buenos Aires querido; tan insondable como un mítico laberinto de cincuenta círculos sin centro, porque eres tan enigmática y alucinógena que me haces perder cincuenta veces la cordura.
Hoy, tan lejos de ti, puedo llorar como un niño porque las abejas tienen un aguijón cruel o puedo agradecer que el aguijón tiene abejas que reproducen la vida en el mundo. A tu lado –ese lugar que parece que siempre habité- me siento como nimio montículo de tierra y otras como pirámide de alturas intocables; unas veces te miro como un abismo sin fondo y otras como una luna celeste. Sé que eres un manantial que calma la sed y yo un árbol con las últimas hojas que te esperará como una piedra; sé que eres un lago dormido y yo un embarcadero en vigilia para ahuyentar las tormentas, un embarcadero confiando en que cada noche atraques y te mires como te miro: hermosa cual colibrí.
Pienso que te voy a encontrar cincuenta veces distinta, no exactamente más linda ni más fuerte (porque ambas cosas son difíciles de lograr cuando se llega a los niveles más altos); ni más leve en tu ser, ni más otra, solo creo que vas a llegar distinta siendo la misma, como si estos días sin verme te hubieran calado a ti también, quizá porque sabes cómo te vivo y te muero y te jerarquizo, después de todo la melancolía es palpable aunque las lágrimas no mojen los andenes de los ferrocarriles fantasmas, ni rueden sobre la almohada estrujada con las mordidas que provoca la añoranza… yo añoranzo, tú añoranzas, nosotros añoranzamos. Tu rostro es cincuenta veces la retaguardia de mi amor, por eso lo pinto con palabras en la pared blanca de mi computadora. Tu cuerpo sutil me mira como pueblo, por eso sonrío y protesto y lucho y denuncio como pueblo… y entonces tú eres cincuenta veces el candil de una llama inapagable.
Sé que voy a amarte sin paréntesis; sé que vas a amarme sin comillas. Sé que eres la llama que alumbra mis demonios. Quizá por eso, si ocurre una catástrofe o un sismo deja sin luna la noche, sé que es imprescindible tenerte a la mano para encender el cielo falso de mi casa, porque tú conviertes todo en un cielo estrellado. Eso es casi como cincuenta veces mi destino y cincuenta veces mi religión, una religión en la que es imposible que me hiciera ateo. Hoy por la noche recorreré tu divina desnudez para besar tus pies, tu vientre, tus pechos, tus labios. Lo haré cincuenta veces antes de que me despierte el sol o me rompan los tímpanos los ronquidos del vecino.