Xipe Tótec

“En la hora del reventón, and solamente ellos respondieron, illness nadie más”
Salarrué. (Catleya Luna).
A Maese Gustavo

Álvaro Darío Lara
Escritor/Poeta
Colaborador de Trazos Culturales

La pudrición del café, view que jamás cruzó los portones de las fincas, se mezclaba con el hedor de los cuerpos descompuestos. Eran decenas, cientos, miles los inmolados, en un festín de sangre que no terminaba nunca, por más que las invocaciones al Corazón del Cielo y de la Tierra, subieran en esos días tumultuosos, donde el volcán enardecido se unía, a esa orgía de terror, lanzando sus largas lenguas de fuego y su vómito de asfixiante ceniza.

Los indígenas eran perseguidos ahora en lo más recóndito de los campos. Emboscados, cazados como animales, con lujo de barbarie y con exacta e inmisericorde puntería. Brutalmente eran sacados de sus escondites subterráneos, de las cuevas enclavadas en la soledad de las montañas, o de las copas de los frondosos árboles, donde -despavoridos y famélicos- trataban inútilmente de confundirse entre el verde follaje.

Eran hombres de pies y rostro de barro, descendientes de jaguares y venados, señores de la tierra que les había sido arrebatada por el cañón y por la pólvora. Eran el despojo. Lo que quedaba de otro mundo.

Un mundo  herido de muerte por otros hombres. Hombres blancos y barbados que un día fatídico llegaron del otro lado del mar, hablando en idiomas incomprensibles, enarbolando el credo en un dios que ellos mismos se habían encargado de crucificar.

La rebelión en los latifundios cafetaleros había fracasado. Sin ninguna contemplación, junto a la sangre de los hombres, corrió la sangre de las mujeres. Mujeres de anchas caderas y dulces pechos, y, unida a ellas, la sangre de los niños y ancianos. Rostros tristes y ojos hundidos. Ánimas que siguen penando, desde aquella noche. La noche más oscura de Cuscatlán.

Hans Federico Kofman, segunda generación de una prominente familia alemana, arraigada en el país, tenía diecinueve años, cabello rubio e intensos ojos verdes. Pronto partiría a la patria de sus padres, para seguir estudios de ingeniería agrícola. El café era el dios patrimonial de su abolengo, su presente y futuro. Sin embargo, el ataque de las hordas rojas, como llamaban a los campesinos insurrectos, había detenido momentáneamente sus planes, y significaba, para él y para los suyos, un importante aviso, de la necesidad de sentar un fuerte precedente, ante la denominada amenaza comunista.

Hans y su familia, seguían de cerca la política alemana, y  profesaban gran admiración por el agresivo y prometedor líder nazi, que prometía restituir las glorias de la antigua Germania.
El exaltado nacionalismo, la defensa de la propiedad, del hogar y de la raza, eran fuertes valores que prevalecían en la casa de los Kofman. En tal sentido, sus padres no se sorprendieron, al contrario, se llenaron de orgullo, al saber que Hans Federico, había decidido incorporarse a un grupo de jóvenes voluntarios, que patrullarían el pueblo en apoyo a la Guardia Nacional y al Ejército que no daba tregua a los sublevados, a pesar que los días iniciales de peligro habían terminado. No obstante, la radio y los periódicos llamaban a no confiarse y a mantenerse alertas, ante posibles embestidas de los facinerosos comunistas.

Le entregaron un botón azul y blanco, con unas letras doradas donde se leía: Guardia Cívica. Era el primer paquete de botones que don Emilio Galbiati, su padrino, enviaba desde la capital, como un estímulo, para todos los miembros de la organización.

La primera reunión estuvo cargada de fuertes emociones, sobre todo, cuando le tomaron el juramento: “Por Dios, por la Patria, por la Familia, muerte al comunismo”.

Las rondas de vigilancia y persecución, de los considerados malhechores, se realizaban todo el día. Los voluntarios se dividían  por turnos. Eran dirigidos por un oficial. Cada grupo lo integraban cincuenta hombres aproximadamente. Por las noches el grupo aumentaba. Se distribuían por el pueblo, cuidando las entradas e incursionando en los montes aledaños.
Entre los ladinos aún circulaban rumores de posibles ataques. Pero el coronel  a cargo, sabía que no era cierto. La información secreta llegada de la ciudad, afirmaba que los principales cabecillas habían sido eliminados. Fusilados y  ahorcados. Sus cadáveres se exhibían como escarmiento para todos. El ejército cobraba fama de salvador, y esta fama les aseguraría la gloria. Calderón y el resto de los mandos principales lo sabían. Claro, aún había reductos, que debían ser exterminados sin miramientos. Eran las instrucciones. Por otra parte, había que involucrar a las familias honestas y pudientes de la zona, lograr su apoyo incondicional, y en esto, hacer sentir importantes a los señoritos era muy conveniente.

Los hermanos Pedro y Santiago Coátl los escucharon venir. Ninguno tenía más de quince años. El mayor abrazó al pequeño. Los perros ladraban y escarbaban nerviosamente. Los niños estaban a poca profundidad, ocultos por unas tablas cubiertas de ramas secas y tierra. Las luces de las lámparas los cegaron. Los verdugos fumaban y olían a alcohol. Pedro y Santiago fueron sacados a golpes. Golpes cada vez más fuertes. Llenos de odio. Animados por una sed de insaciable venganza.

Los ataron de pies y manos. Una lluvia de patadas caía sobre sus frágiles cuerpos. El que estaba al mando, colocó el revólver en la mano de Hans, y le dijo que demostrara cuánto amaba a la Patria. El joven no dudó un instante. Un par de disparos bastaron para enviar al otro mundo a los forajidos. Celestino, uno de los mozos participantes en esa hora macabra, les dio el tiro de gracia.  La roja y noble sangre de ambos se entrelazó. Una portentosa satisfacción inundó a Hans. Sintió que siempre estuvo preparado para ese momento. Ese fue el inicio de su corta, pero feroz carrera de carnicero. Carrera que lo llevaría a repetir escenas similares, en los días que siguieron, al sacrificio de Pedro y Santiago Coált.

Los niños eran nietos del Tata Filadelfo Coátl, cacique de los naturales y que había fallecido pocos días antes del levantamiento. Su hijo, Apolinario, fue de los primeros colgados. Por ello, los menores habían sido escondidos, sabedores en los ranchos del peligro terrible que corrían, y sabedores también de su linaje. Esa noche sus cadáveres fueron devueltos –ultrajados- a la madre tierra. Su escondite se convirtió en su infame sepulcro. Fueron cubiertos apenas, para luego ser devorados por los coyotes y los perros.

Cuando los hombres de la Guardia  Cívica bajaban del cerro, sorpresivamente, Celestino, cayó al suelo. Una culebra, se perdió en el instante. Burladas fueron las lámparas y las linternas, el animal  desapareció en la negrura. La pierna del campesino se hinchó monstruosamente. Poco tiempo duró Celestino. Esa misma noche murió. Los lamentos de su madre y de su mujer, en la finca, se oyeron toda la noche y el siguiente día, como un canto más a Mictlantecuhtli, la sagrada divinidad de aquellos días.

Una vez se consumó el aniquilamiento, curas y militares llegaban a los pueblos a pronunciar terribles discursos. Los indígenas bajaban más la vista, concentrándose en sus descalzos pies. El silencio de los muertos enmudeció la lengua original, y les indicó que para sobrevivir debían abandonar la costumbre, y trabajar, trabajar. Llegaría el día, en que los dioses les harían justicia.

El presidente de la república condecoró a los héroes en un  apoteósico acto, después del Te Deum celebrado en Catedral Metropolitana. Hans Federico recibió dos medallas. Estrechó la mano del presidente, y sonrió a sus padres, mientras los fotógrafos inmortalizaban la ocasión.
Semanas después comenzaron los insólitos acontecimientos. Una madrugada en la mansión de la ciudad, un terrible grito despertó a todos. El grito procedía de la habitación del muchacho. Se encendieron las luces. El joven yacía sobre la alfombra del dormitorio, sin una sola prenda.

Gritaba de forma ensordecedora. Fue necesario sujetarlo, entre su padre y dos sirvientes, para lentamente tranquilizarlo, sin mucho éxito. En la mañana, llegó el médico de la familia a examinarlo.  Balbuceaba de forma incomprensible, señalando la ventana. Se le aplicaron sedantes. Al despertar, continuaba balbuceando y señalando la ventana. Cuando logró hablar, con dificultad, dijo tener sueños y visiones recurrentes a las cuales no les había dado importancia, hasta esa última aparición. Describía una figura fantasmal de mediana estatura, fornida, de cuerpo sangrante y ojos oblicuos. El espectro tenía un gorro cónico sobre la cabeza, y un faldellín de hojas, como atuendo.  A veces aparecía con unas ruidosas sonajas y con un escudo. No decía nada, pero en más de una ocasión, creyó verlo llorar.

Los padres lo internaron en el mejor sanatorio privado de la capital. Los médicos aseguraron, después de algunos estudios, que podría tratarse de un trastorno nervioso pasajero, aunque alguno habló de esquizofrenia. La causa desencadenante podría tener relación con la tensión acumulada por la  participación del joven en los hechos recientes. Le efectuaron minuciosos exámenes. Al cabo de un tiempo, uno de los pocos especialistas en psiquiatría que lo trató, recomendó llevarlo a la casa de la finca, deseaba confrontarlo con el lugar donde habían ocurrido los hechos, para evaluar la hipótesis clínica que venía construyendo.

La paz reinaba ya. El presidente controlaba la situación. Los indígenas sobrevivientes no eran ya un peligro. Habían sido sometidos, y reconocían, ahora con más fuerza, la autoridad de patrón, del cura y del comandante.

Una hermosa mañana de julio llegó a la finca. La casa había sido renovada. Le instalaron en su habitación. Los siguientes días fueron de una vertiginosa recuperación. A la semana, se comenzó a sentir nuevamente sano, vigoroso. Llamó a los mozos de confianza, y recorrió la finca, luego el pueblo. Telefoneaba a diario a su madre. Por fin, decidió regresar. El campo había efectuado el milagro, y se sentía con suficiente ánimo para continuar los planes de estudio en Europa. Las pesadillas y las visiones eran ya parte de ese pasado, que deseaba superar por completo.

Esa noche cenó con buen apetito.  Había montado a caballo toda la tarde. Se adormiló en una hamaca del portal de la casa. Luego entró en su cuarto, se colocó la piyama, y durmió profundamente.

La Domitila llamó a la puerta muchas veces, sin ningún resultado. Tenía que despertarlo, de lo contrario, llegaría tarde a la ciudad. La madrugada era fría. Abrió la puerta y lanzó un grito.

Cuando Lupe, Trinidad y Emeterio entraron, se persignaron aterrorizados. El cuerpo había sido desollado completamente. El centro del pecho estaba abierto. Un fuerte olor a copal se percibía en todo el dormitorio.

Esa misma noche, en lo más intrincado del cerro, Xipe Tótec, bailaba maravillosamente su danza, ricamente revestido de un nuevo ropaje, ebrio de gozo.

El fuego de los ancestros, ardía otra vez.

Ver también

La muerte de Santa Claus (Cuento)

Miguel Ángel Chinchilla Tremenda trifulca se armó en las graderías populares del estadio: las barras …