EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA
Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
El modo de dar una vez en el clavo
es dar cien veces en la herradura.
Miguel de Unamuno.
- Ahora príncipe, hemos de ir a un hermoso país, lejos, lejos, y casi ignorado, en donde habitan unos hombres en plena comunión con la naturaleza. Viven en una hermosa selva, en la que el trópico se ha desbocado con sus riquezas. Es este un país verde, saturado de frescor y de pureza. En este momento en que te trasladas hacia él, no hay hombres sobre la tierra, esos seres no han aparecido en él todavía. Y de que estos aparezcan se trata este episodio, que intentará mostrarte una virtud muy poco conocida y muy poco practicada. Esta es la constancia. Haz el viaje, pues, y acomódate para que pueda mostrarte lo que a mí me toca.
Así hablaba una voz que parecía venir de lo más profundo del mundo, como las ondas aquellas del primer momento que ahora se escuchan, a las que llaman “radiación de fondo”. No se veía quien la emitía, ni de dónde venía, ni cómo. El príncipe obedeció, pues ya sabía que todo estaba programado en el libro aquel del destino en el que ahora le tocaba a él participar. Se acomodó al llegar, entre el verde de los árboles y el fresco del norte soplando sobre su cabeza. Hizo lo mismo su comitiva, resguardando bien la carga de calabazas que llevaban, no se sabe aún con qué fin.
- Los dioses creadores y formadores, que fueron los primeros seres en existir, llegaron desde muy antiguo cuando todo estaba en suspenso, en calma, en silencio, inmóvil y vacía la extensión del cielo. No había hombres, ni animales, ni piedras, ni cuevas, ni barrancas,….. Todo estaba inmóvil y en silencio, y todo era oscuro. Así llegaron, pues, y se acomodaron sobre el agua rodeándose de claridad. Eran dos, y cuando vieron aquello, se preocuparon mucho y se dispusieron a obrar. Decidieron hacer nacer la vida, comenzando con las montañas y los valles; luego hicieron los animales pequeños, los genios de las montañas, los guardianes de los bosques, y todo había transcurrido sin dificultades. Los dioses aquellos estaban muy contentos con su creación. Pero rápidamente fueron dándose cuenta que todo lo que habían creado no disponía del bien de la palabra, de tal forma que no tenían ellos a quien hablar ni nada que escuchar; y aún más, aquel mundo, que era su obra, no podía adorarlos. Tal cosa les desagradó, y hablando entre ellos decidieron crear al hombre. Pero se dieron cuenta que solos no podían enfrentar tan grade desafío, por lo que recurrieron a la ayuda de otro dios oculto, pidiéndole que, bajo su dirección, crearan a este nuevo ser.
En eso estaban cuando la voz enronqueció repentinamente, y un fuerte huracán se desató dentro de una tumultuosa tormenta. Comenzó así un diálogo entre los dos dioses creadores y este dios oculto.
- Dios de los vientos y de las tempestades, la primera creación está hecha; pero es el caso que lo creado no dispone del bien de la palabra ni de la adoración, así que no podemos hablarles ni ellos contestarnos, y deseando que nos adoren, como es lo natural, ellos no comprenden lo que eso significa. Necesitamos tu ayuda para que, bajo nuestra dirección, podamos crear un nuevo ser que sea capaz de hablar y de adorar. Si esto lo logramos, habremos de sentirnos satisfechos, y tú con nosotros, de nuestra creación.
- Primero, oh dioses de lo bueno y de lo malo, debéis tener paciencia, porque, aunque creo que puedo hacerlo, la misión no tendrá otro carácter que el ser dificultosa. Si así lo hacéis, estoy ya dispuesto a seguir vuestras indicaciones y comenzar la obra.
- La habremos de tener, porque somos dioses y todo lo sabemos, y sabemos que así ha de ser. Comienza, entonces, toma un pedazo de barro húmedo y forma con él las carnes del nuevo ser. Moldéalo con cuidado, poco a poco, y no olvides detalle.
Así lo hizo el dios de las tormentas y de las tempestades, cosa que le llevó cincuenta eras con sus días y con sus noches. Pero el ser aquel de barro, aunque tenía el don de la palabra y su voz era armoniosa, no tenía conciencia ni sabía que debía adorar a quienes lo habían creado. Eran solo un montón de barro negro, con un pescuezo recto y largo, la boca desdentada y ciegos los ojos. Además, no podían ponerse en pie porque se desmoronaban, deshaciéndose en el agua. Los dioses decidieron dejarlos vivir así mientras pensaban en una nueva forma de sustituirlos, porque habían sido creados de forma imperfecta. Y así fue.
De repente, pasadas nueve eras, que no fueron contadas porque preocupados como estaban se olvidaron del tiempo, la luz de un relámpago iluminó la conciencia de la nueva creación.
- Prueba ahora con la más fuerte de las maderas que existan sobre la tierra, – dijeron al dios de las tormentas –, para que puedan caminar con rectitud y firmeza.
Y así fue. Los nuevos seres estos parecían estatuas, se juntaron, anduvieron en grupos, y procrearon hijos. Podían ciertamente hablar, pero lo hacían sin razón y en desorden. Y más aún, no tenían corazón, eran sordos de sentimientos, caminaban por la selva como seres abandonados, desorientados, sin norte ni destino. Y fue apareciendo entre ellos el signo de la fatalidad.
- No son estos aún, – dijeron los dioses, ya un poco cansados y un tanto desanimados. Pero persistieron en su obra sin mostrar su desánimo. – Deben ser seres inteligentes, de carne y hueso. Prueba de nuevo – indicaron al dios de las tormentas y de las tempestades –, pero ahora hazlo con paso apurado porque estos seres deben vivir ya cuando aparezca el nuevo sol.
En los campos aquellos habían florecido unas plantas que tenían en sus copetes unas flores amarillas. El dios de las tormentas y de las tempestades tomó agua de los ríos y de los lagos y la puso dentro de aquellas plantas, con lo cual fueron creciendo en ellas muchos y muchos granos dulces y tibios. Tomó tantos y tantos granos como incontables en número, y fue moldeando con ellos las carnes y los huesos de un nuevo ser, les confirió movimiento, pensamiento, habla y sentimiento, cosa que les hizo adquirir conciencia y tener espíritu. Y así conocieron lo que había bajo el cielo, y también tras este, les llamaron dioses y les adoraron. Primero fueron cuatro, pero luego se hicieron incontables.
Habían transcurrido otras cinco eras, con sus soles, sus noches y sus días. Fue larga la labor, difícil y agotadora. Pero los dioses aquellos fueron constantes, como aquel Mucio Escévola de otros campos, y la perseverancia supo premiarlos al dejar que consumaran su obra de buena manera.
- Es cierto, príncipe, que esta virtud que ahora debo entregarte es difícil de encontrar, pues a muchos les cuesta concretarla y prefieren la pereza, que es un vicio muy peligroso. Gracias a la constancia, como ya has visto, fuimos creados tú y yo, aunque tú habitas en la tierra y yo sólo puedo hablar desde las lejanas estepas del firmamento. Mis ondas provienen de una época lejana, que otros sabios como tú dicen que se encuentra a quince mil millones de tu tiempo. Pero soy real, tan real que ya te he entregado lo que debía entregarte, con lo cual deja que descanse un poco, que cansado sí suelo estar frecuentemente.
Desapareció la voz aquella, repentinamente. La selva se coloreó con todos los colores del espectro electromagnético, el viento agitó las ramas de los árboles con furor inusitado, y el príncipe, con su caravana y su carga de calabazas, desapareció como por milagro.
Continuará con el próximo cuentecillo:
8 – El camino de la libertad.
Debe estar conectado para enviar un comentario.