Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
La primera vez que disfruté la cinta “84 Charing Cross Road”, malady sin ningún reparo, lo confieso, lloré. Lloré, no sólo porque soy de fácil llanto, susceptible desde niño, y quizás, algo melodramático. Sino porque en esta ocasión -advierto- la historia era insoportablemente, conmovedora.
El argumento es sencillo: la escritora Helene Hanff, norteamericana, residente en Manhattan, establece comunicación, con una librería londinense, Marks & Co., especializada en ediciones antiguas, ubicada en el 84 de Charing Cross. Intercambia correspondencia con un agente de ventas, Frank Doel. Cientos de cartas cruzan el Atlántico durante dos décadas. Pero nunca se conocen. Por más que Helene planifica su visita a Londres, ésta siempre termina frustrándose.
El vínculo se extiende al resto de empleados de la empresa. De tal forma, que Helen envía regalos y comida a una Inglaterra que sufría la parvedad de la posguerra.
Para todos los devotos de los hijos de Gutenberg, y sobre todo, para los auténticos bibliófilos, esta es una producción cinematográfica inolvidable.
Helene es feliz recibiendo valiosísimos ejemplares en precios asequibles a su exiguo presupuesto de mujer de letras. Aunque en ocasiones, reclama, fastidiada, por volúmenes que no satisfacen sus exigentes requerimientos. Pero al final, es siempre la amiga amorosa del personal de Marks & Co. Personal que con el tiempo, se convierte, en parte de su familia. En la trama se adivina un especial sentimiento que une a los protagonistas principales, Helene y Frank.
Sin embargo, cuando Helene logra concretar su ansiado viaje, la librería ha cerrado operaciones. Frank ha muerto años atrás. En una dramática escena, su cansada vista, sólo se encuentra con vacíos estantes y desolados escritorios. Pero, en un acto mágico, las presencias se vuelven tangibles. Helene ha llegado –por fin- al puerto largamente soñado.
Más allá de toda realidad, para muchos de nosotros, sólo existen las palabras y los libros. Y como en las infinitas galerías borgeanas, nuestras vidas transcurren ahí, en la impresión inmemorial. No hay remedio posible. Es una dulce condena. Ya lo decía el gran poeta español Luis Cernuda, en aquellos portentosos versos: “Pero él con sus labios, /con sus labios no sabe sino decir palabras; / palabras hacia el techo, / palabras hacia el suelo, /y sus brazos son nubes que transforman la vida/en aire navegable”. (Fragmento del poema: “Desdicha”).
La película aludida se inspiró en el libro que lleva el mismo nombre: “84 Charing Cross Road”, una estupendo relato epistolar que da cuenta de lo descrito con anterioridad. Todo fue cierto. Doblemente cierto. En lo aparentemente objetivo, y en lo más profundo, en la inmortal ficción, que supera, sin ninguna duda, la ilusoria realidad.
Al final, todo queda ahí, nuevamente, en los tomos, en el desgarrado poema, en la novela interminable del recuerdo, de la vida. Probablemente ese el quid del religioso culto a ese artefacto, a ese objeto maravilloso, llamado libro.
Para nuestro infortunio, no tenemos establecimientos equivalentes, en su categoría, a la mítica Marks & Co., pero siempre existen esas cajas, esas valijas, esas pilas, por las calles de nuestras ciudades, donde se exhiben auténticos tesoros.
Ya nos referiremos, próximamente, a una historia de buquinistas, donde hace su incursión el elegante Hugo Wast. La emoción del descubrimiento, es digna de una radiante Helen Haff, ante los paquetes que recibía de Marks & Co.
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