Alirio Montoya*
En las primeras líneas de un ensayo titulado Teatrocracia, Andrea Greppi detalla cómo una tarde del 19 de mayo de 2011 colgaba un enorme retrato de Heinrich Hummler, luciendo una gorra con el símbolo del euro en lugar de las SS hitlerianas. Al pie de esa pancarta se leía:“No nos representan”. Era parte de la creciente ola de protestas en la España de esos días, la España insurgente que estaba harta del bipartidismo. Pero sucedió lo inesperado, y cito textualmente a Greppi, “Las urnas dejaron constancia de que ese mismo pueblo que quería tomar la plaza y la palabra estaba dispuesto a seguir jugando el juego de la democracia, y no para darle la vuelta a la situación, sino para devolverle el poder a esa misma clase política que se había mostrado ciega a la indignación mayoritaria.”
En El Salvador, en los meses de enero a marzo del año 2018 ciertos grupos dispersos se manifestaron y se expresaron en contra de lo que ellos llamaban la partidocracia, con la campaña denominada voto nulo. Detrás de esos grupos estuvo tras bambalinas el actual presidente de la República. El resultado no dejó de ser menos adverso que el de la España del 2011. En las elecciones de marzo del 2018 la derecha política tomó -a consecuencia de esa campaña del voto nulo- el control de la Asamblea Legislativa. La inmensa mayoría a lo mejor no sabía cuál iba ser el resultado de esa campaña, pero creo que el actual presidente Nayib Bukele y su grupo sí lo sabía. Estaban preparando el terreno para la gobernanza de una nueva y pujante burguesía.
Esa campaña contra los partidos “tradicionales” –principalmente Arena y FMLN-, le sirvió al actual presidente de la República para que, montado sobre el sentimiento de las mayorías populares, lanzó su retórica campaña en contra de “los mismos de siempre”, aunque su gabinete tenga vínculos y provengan de un sector –y vaya que es el más oscuro- de esos mismos de siempre. Nunca le creí al actual presidente, pero hubo un enorme sector descontento con esos dos partidos políticos mayoritarios que sí le creyeron. Es de dejar entrever que no solamente fue el descontento, sino la campaña mediática en redes sociales la que le permitió posicionarse hasta ganar las elecciones del 3 de febrero del 2019.
Las democracias representativas siempre han pasado por ciclos en los que debe innovarse no solamente en su aspecto comunicacional y de imagen sino también en su relación sustancial con el pueblo, con el elector; esto es, con políticas públicas que lejos de ser paliativas provoquen cambios reales en las condiciones de vida de la población. Al no hacerlo se corre el riesgo de que aparezca por ahí un líder mesiánico que oferte manantiales en el desierto y relucientes cielos de oro. Eso es lo sucedió en las elecciones presidenciales del 2019. La gente al sentirse defraudada tuvo que hacer el uso de una herramienta denominada voto popular que, tiene varias significaciones, una de ellas es la revocación. Eso sucedió, revocó un mandato y se lo endosó a un joven que no ha sabido hasta la fecha canalizar sus emociones y triunfos temporales. Ese triunfo le ha llevado a un delirio prolongado, al grado de optar por una postura fundamentalista: “o están conmigo o están contra mí”. Y no solo eso, sino que, hasta habla con Dios. Un nivel de esquizofrenia tratable solamente por un discípulo de Thomas Szasz. Podríamos estar asistiendo al tránsito de una democracia a una teocracia.
De esos peligros es que adolecen las modernas democracias si los vehículos y, sobre todo, los conductores de esos vehículos no saben hacer los virajes que la realidad y la historia les demanda; al no hacerlos nos podemos conducir a un despeñadero. En este viaje, por poco y el 9 de febrero nos vamos al precipicio. Un presidente de la República, con una prolongada euforia de poder, no ha caído en la cuenta que él nada más es uno de los tres presidentes de los órganos fundamentales del Estado Salvadoreño. No repara en que sus funciones están inequívocamente delimitadas en la Constitución (inciso tercero del art. 86, 157 y 168 Cn), y que existe una Asamblea Legislativa y un Poder Judicial que son vitales para los pesos y contrapesos en toda democracia. Solo es de imaginarnos a Bolsonaro en el Brasil, a Trump en los Estados Unidos y al presidente salvadoreño con plenos poderes. Tendríamos -en el caso de El Salvador- una Asamblea Legislativa sumisa, una Corte Suprema de Justicia haciendo el papel de puerta giratoria para los intereses del presidente y su cortejo de amigos. No. Llegar hasta donde estamos ha costado la vida de más de 75,000 muertos y millares de desaparecidos. El presidente y su generación no sabe lo que implica que caigan a unos cuantos metros de tu casa una docena de bombas de 500 libras; esa generación milenials no tiene ni idea que si al piloto le falla el pulso con una bomba de esas –creo que a la fecha hay de mayor potencia-, pulverizaría familias enteras.
Era el 9 de febrero como a eso de las 10 horas de la mañana cuando leí en twitter “Tengo miedo”. Era el perfil en twitter de una señora que publicaba videos y fotografías de los movimientos de la fuerza armada en la ciudad de San Salvador. Las imágenes me hacían dudar si se trataba de Damasco o de nuestra capital. Todos sufrimos la guerra civil, unos de una forma diferente que otros. Fui víctima junto a mi familia de la migración forzada, otros perdieron a sus seres queridos. Nadie quiere volver a ese negro episodio; no obstante, un presidente con una mente turbada y obstinada nos hizo un spoiler de lo que se puede venir si las fuerzas políticas y sociales de este país, junto a la Comunidad Internacional, no intervienen de forma inmediata.
Lo que señala Greppi se puede trasformar no en el hecho de haberle dado el poder a un solo partido o persona, sino que, a través del mecanismo del voto popular de nuestra democracia, se hayan comprado un boleto, pero hacia el pasado. Sí, hacia el 2 de diciembre del 1931, cuando se instauró una larga y sangrienta dictadura militar en nuestro país.
Lo del 9 de febrero no fue un simple pataleo de un “cipote” caprichoso. Fue un fallido golpe de Estado y eso es muy delicado. 9 de febrero nunca más. Quienes tenemos vocación democrática no queremos la concentración y centralización del poder en una sola persona o en un grupo de personas. Es la tarea que tenemos por delante: defender nuestra recién conquistada democracia.
*Profesor de Filosofía del Derecho.