EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA
Por Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Estamos en este mundo para vivir en armonía.
Quienes lo saben, no luchan entre sí.
Gautama Buda.
Así pasó todo en este largo camino en la búsqueda del rincón de los ocho caminos, con sus doce puertas viendo hacia los cuatro puntos cardinales. Había sido un esfuerzo agotador, pero al final, satisfactorio. Estaban, al fin, en el comienzo del último de los caminos, y la ansiedad reinaba en todos los corazones de la comitiva, de aquel afortunado príncipe y de sus acompañantes, que, al fin de cuentas, se habían imbuido ellos también del periplo en el que ahora se encontraban.
La comitiva se vio transportada al centro de una gran plaza, de una enorme plaza, toda blanca y fulgurante, en medio de un día esplendoroso. La plaza aquella, abierta por tres de sus lados, guardaba sigilosa y atenta a una enorme pagoda, de dimensiones inimaginables, con sus picos y sus alas extendidas por todos lados, luciendo sus colores y sus brillos. El lugar era impresionante, y externaba una quietud y una paz interior que nunca aquellos visitantes habían experimentado antes.
Al final de una larga escalinata que daba acceso al monumental edificio, un rubicundo hombre, con una larga barba cayendo sobre su garganta, sentado semejando un Ser eterno, miró a los visitantes con ojos tiernos y sedosos, mesó su larga barba, y habló, con un dejo de bondad y sapiencia propia de aquellos hombres de tan lejanas civilizaciones, en las cuales se dice fueron incubadas las primeras culturas. Habló así:
- Dulces son las mieses cuando se llega al final del camino, luego de un recorrido que hubiera desanimado al más osado. Por ello, os recibo complacido, y estoy listo para daros la más grande de las virtudes, la madre de todas las virtudes, la que guarda y da vida a todas las demás, y la que al final proporciona la paz del alma y el regocijo del espíritu. Y lo hago, príncipe, porque sé que estáis listo para recibirla y precisa que la lleves dentro de ti con el mayor de los respetos. En esta virtud que os estoy dando desde ya, se guardan todas las otras que habéis recibido en perfecta armonía, porque precisamente eso es, es la armonía.
En la plaza aquella parecían vibrar todos los misterios y todas las historias del mundo. Seres extraños e ignotos flotaban en el aire en deliciosa cadencia, despertando rumores musicales. El príncipe era ya una recia persona, listo para transformarse en otro ser más elevado. Sus acompañantes mostraban abiertamente la mayor de las satisfacciones posibles al verlo transformado ahora en un rey. La comitiva escuchaba a aquel sabio legendario que en lo alto de la cúspide del templo aquel hablaba de tal manera.
- El cuerpo tiene sus atributos y actúa a su manera; el alma también los tiene, y también guarda su forma de actuar. A veces, los deseos del uno confrontan con los mandatos de la otra, y entonces surgen las contradicciones. Cuando eso sucede, los seres sufren, debilitan sus saberes, se ensoberbecen en sus acciones, se muestran imprudentes, y muchas veces se traicionan a sí mismos presas de lo concupiscente, de lo temporal y de lo perentorio. Allí es donde debe entrar la armonía, para poner a tono las notas musicales del organismo y hacer que de tal forma muestren su belleza. En la armonía, cada virtud guarda su patio, cada virtud tiene su momento, cada virtud actúa cuando corresponde. Cuando habla la sabiduría, lo hace acompañándose de la prudencia, de la sencillez, de la templanza, de la lealtad, de la cordura, y lo hace libremente y con constancia, de tal forma que la melodía es una, es música y no estridencia.
Resonaron en la plaza notas de campanas, haciendo vibrar el aire con suaves ondulaciones. El viejo aquel, que parecía asceta, sonreía deliciosamente, moviendo su barba sobre la suave panza, con los pies entrecruzados y en cuclillas. Era magnífico su aspecto, y tan suave su presencia que parecía eterno.
- Ya, pues, príncipe, que has llegado hasta esta plaza desde muy lejanos reinos, quedas listo. Eres poseedor de todas las virtudes necesarias para que te transformes y te hagas inmortal. Debes, sin embargo, recordar que esta virtud que ahora adquieres, la armonía, suma a todas las otras. Si la tienes, las tienes todas, y si la pierdes, las pierdes todas. Debes entonces rechazar los impulsos del cuerpo cuando no los dicta la ley del alma, y sólo entonces, todo tu ser sabrá vibrar al unísono, en una sola nota, aunque las cuerdas sean muchas y muchos los instrumentos.
El viejo calló. Se hizo el silencio en la enorme plaza. El templo majestuoso cerró sus ventanas, y un enorme remolino, llegando de todos los lados posibles, invadió el regio aposento, nublándolo todo.
De ese remolino hablaremos pronto, joven príncipe.
Continuará con el próximo cuentecillo.
10 – Las doce puertas.
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