Alberto Romero de Urbiztondo
@aromero0568
El 9 de febrero del 2020, quedará grabado en la Historia de El Salvador, como el día en que se vio amenazada nuestra democracia por un Golpe de Estado frustrado. El presidente de la República, ante las tensiones que mantenía con el órgano Legislativo, por no aprobarle un presupuesto, llamo a la insurrección ciudadana, movilizándola a través de funcionarios y con vehículos estatales. Anunció que entraría a tomarse la Asamblea Legislativa. Se rodeó de militares dotados de armas de guerra, de la Policía Nacional con equipo antidisturbios, entro en la Asamblea, se sentó en el sillón del presidente del órgano Legislativo y dijo: “Ahora creo que está muy claro quién tiene el control de la situación y la decisión que vamos a tomar ahora la vamos a poner en manos de Dios”. Escenificó posturas místicas y después de unos minutos afirmó: “Le pregunté a Dios y me dijo, todos los poderes fácticos de país lo saben. Si quisiéramos apretar el botón, solo apretamos el botón. Pero, pero, pero yo le pregunté a Dios y Dios me dijo: Paciencia, paciencia, paciencia…”. El mensaje era claro, el presidente se había tomado militarmente el poder legislativo y les decía a los poderes fácticos, es decir, las Fuerzas Armadas, Policía Nacional, grandes empresario y jerarquías religiosas que con el apoyo de ejército y policía podía irrespetar la división de poderes y anular al poder legislativo. Pocas veces, en la historia de los países, hay ejemplos tan claros y tan tristes del intento de manipulación de las creencias religiosas de sectores de la población, para intentar legitimar acciones que rompen la institucionalidad democrática y su marco legal.
Obviamente el presidente, igual que toda la ciudadanía, tiene derecho a tener las ideas y creencias religiosas que decida, pero son parte de su vida privada. No puede pretender que creamos que habla con seres sobrenaturales y es un enviado de la divinidad. Es un atentado a la Constitución y a la inteligencia de la mayoría de la ciudadanía. Por eso es tan importante que se desarrolle el carácter laico del Estado, que garantiza nuestra Constitución, para que ningún funcionario público pueda pretender legitimar sus acciones en creencias religiosas, sino que las justifique en principios constitucionales.