Álvaro Darío Lara.
Escritor y docente
Este 15 de octubre se cumplen cuarenta años del golpe de Estado que derrocó al general Carlos Humberto Romero, como Presidente de la República, y que inauguró una nueva etapa histórica para El Salvador.
Los militares habían gobernado directamente desde el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1931 en contra del gobierno del ingeniero Arturo Araujo, perpetrado por un directorio militar que rápidamente cedió la conducción al general Maximiliano Hernández Martínez, responsable de la más horrorosa matanza de indígenas, obreros, campesinos y estudiantes que recuerda la memoria nacional, en enero de 1932, y de una feroz dictadura de 13 años.
Los uniformados se convirtieron de esta manera, en los “salvadores nacionales” frente “a la amenaza comunista”, y articularon los sucesivos gobiernos de los partidos oficiales: Pro-Patria, Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD) y Partido de Conciliación Nacional (PCN).
Institutos políticos que fueron incondicionales hacia los intereses de la burguesía y de la oligarquía. Naturalmente, gracias a la administración del Estado, la casta militar se cohesionó y transformó en una verdadera fuerza política y económica, beneficiándose mediante la corrupción y el abuso del poder durante casi cinco décadas.
Sin embargo, para mantenerse como clase gobernante, el ejército y su aparato político, tuvo que recurrir a constantes y escandalosos fraudes electorales y desatar una permanente represión. Para citar los fraudes más emblemáticos, nos remitimos a lo ocurrido en los comicios de 1972 y 1977, donde el partido oficial PCN, se valió hasta de los mismos “cuerpos de seguridad”, para obtener sus ilegales resultados.
En ambos casos, el triunfo electoral fue robado a la oposición, representada por la Unión Nacional Opositora (UNO), integrada por el Partido Demócrata Cristiano (PDC), el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) y la Unión Democrática Nacionalista (UDN).
Por otra parte, un sector de izquierda, había optado ya por la vía armada, tal es el caso del aparecimiento de las Fuerzas Populares de Liberación “Farabundo Martí” (FPL) en 1970, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en 1972 y las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional en 1975.
Asimismo, tanto el Partido Comunista Salvadoreño (PCS, que operaba “legalmente” a través de la UDN), como los movimientos e instituciones sociales (organizaciones estudiantiles, sindicatos, asociaciones gremiales y universidades: Universidad de El Salvador, UES, y Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, UCA), los frentes de masas (Bloque Popular Revolucionario, BPR; Frente de Acción Popular Unificada, FAPU; Ligas Populares “28 de Febrero”, LP-28 y Movimiento de Liberación Popular, MLP) venían conformando un incontenible bloque social, producto de un intenso y sostenido trabajo desde la izquierda política abierta y clandestina; y desde las comunidades eclesiales de base, surgidas por iniciativa de los sectores progresistas de la Iglesia Católica.
Los hechos políticos desencadenados desde la turbulenta década del 70 (secuestros por parte de los grupos políticos-militares de izquierda, toma de embajadas e instituciones públicas, represión institucionalizada por parte del gobierno y de los grupos para-militares, atentados dinamiteros, grandes marchas, mítines y movimientos de masas) explosionaron en nuestra vida ciudadana el 15 de octubre de 1979.
Sólo para traer a la memoria histórica algunos hechos significativos: 1975, asesinato del poeta Roque Dalton, por la dirigencia del ERP, y fractura al interior de esta organización armada, con la respectiva condena del resto de la izquierda nacional e internacional; 1977, asesinato del Padre Rutilio Grande, sacerdote jesuita, y artífice de un importante trabajo pastoral, encaminado a la toma de conciencia social y organización comunitaria, por parte del campesinado salvadoreño. Ese mismo año, imposición presidencial del general Carlos Humberto Romero, y designación del nuevo arzobispo de San Salvador, Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, una clara victoria conservadora de la oligarquía y de la jerarquía eclesiástica de la época.
El asesinato del Padre Rutilio Grande, marca el inicio de una ola represiva en contra de la Iglesia Católica. Represión que deteriora notablemente las relaciones entre el gobierno y la Iglesia, y que se expresó, muy simbólicamente, en la negativa de Monseñor Romero a concurrir a la toma de posesión del nuevo presidente. Muchos biógrafos y estudiosos, coinciden en señalar el comienzo de un proceso de conversión en Monseñor Romero hacia la dramática realidad que vivían las mayorías populares. Conversión y compromiso que lo llevarían a convertirse en “la voz de los sin voz” del pueblo salvadoreño, pagando con su vida, su absoluta defensa de los más necesitados y sufridos.
Ya para 1979, la situación nacional se agudiza, Romero contaba con la inconstitucional Ley de Defensa del Orden Público, que le daba la cobertura “legal” para hacer uso indiscriminado de la violencia en contra del pueblo.
1979, significó un aumento en la escalada represiva, tanto del ejército, como de los tristemente recordados “cuerpos de seguridad”: Policía Nacional (PN), Guardia Nacional (GN) y Policía de Hacienda (PH), amén de la paramilitar Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), creada por el torturador general Jorge Alberto Medrano; y del accionar de los Escuadrones de la Muerte como la Unión Guerrera Blanca (UGB) y otros.
A nivel mundial, los Estados Unidos, gobernados por la administración de Jimmy Carter, cuyo discurso formal (no real) insistía en una política de “respeto a los derechos humanos”, y, a nivel regional, el triunfo de la revolución sandinista del 19 de julio, de ese año, abrieron las posibilidades, para que –desde los intereses imperialistas y burgueses- se pensara seriamente en la remoción de la dictadura del general Romero, que había desatado una represión incontrolable, haciendo crecer de esta manera (“A más represión, más lucha”, rezaba la consigna del pueblo) un incontenible movimiento popular de izquierda, que amenazaba derrocarlo. Esa es la antesala del golpe de estado del 15 de octubre.
Debemos señalar además, que el general Romero llegó a la nominación presidencial, enfrentando una oposición muy relevante al interior del mismo ejército, y que en sus últimos meses de gobierno, la misma empresa privada, que financió su campaña presidencial estaba convencida que debía ser removido del cargo. Esto, aunado a la configuración política-mundial y nacional, señalada anteriormente, y a la crisis económica interna y mundial, dominada por la inflación, condenaron mortalmente a su gobierno.
La instalación del Foro Popular en julio de 1979, establece una interesante alianza entre las organizaciones sociales (sindicatos, partidos políticos de oposición y frentes de masas) que permitirá la necesaria unidad, diálogo y debate interno de las fuerzas democráticas contrarias a la dictadura, y que además, preparará el camino de la conspiración para el derrocamiento de Romero.
Finalmente, se produce la “Proclama de la Fuerza Armada” y el general Carlos Humberto Romero, es destituido. Se conforma entonces, una Junta autodenominada “Revolucionaria”, integrada por dos militares y tres civiles, en su orden: coronel Adolfo Arnoldo Majano Ramos, coronel e ingeniero, Jaime Abdul Gutiérrez, doctor Guillermo Manuel Ungo, ingeniero Román Mayorga Quirós e ingeniero Mario Antonio Andino.
La Junta como tal, no podía ser más heterogénea en su composición: Majano representaba la corriente del Comité Permanente de la Fuerza Armada (COPEFA), que se constituyó en el ala militar “progresista” impulsora del golpe; Gutiérrez , por el contrario, expresaba el estamento militar tradicional; Ungo, socialdemócrata con sólidos contactos internacionales, líder del MNR, ex candidato a Vice-Presidente de la República por la UNO en 1972, traducía los partidos de oposición democrática; Mayorga Quirós, rector de la UCA, representaba la visión crítica de la academia jesuita; y Andino, era un exponente de los intereses burgueses y oligarcas de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP).
Apenas 75 días transcurren, para que este esfuerzo, finalice con la renuncia completa de los miembros civiles de la Junta y de todo el gabinete de gobierno, con excepción del ultraderechista Ministro de Defensa, Coronel José Guillermo García.
Lamentablemente, la guerra como tal, era inminente en el país, dado el profundo deterioro de los espacios democráticos y el nivel de organización social y armada del pueblo salvadoreño. Por otra parte, la Junta jamás pudo superar sus contradicciones intrínsecas de intereses opuestos: a nivel del ejército, las estructuras siguieron intactas, lo que se tradujo en continuidad y aumento de la represión. El llamado sector “progresista” u “oficialidad joven” del ejército, fue exitosamente relegado y minado por los militares de extrema derecha. La derecha empresarial atacó al gobierno sistemáticamente. Y los sectores populares organizados y de izquierda, comprobaron que en efecto, la Junta estaba en el gobierno, pero sin ningún poder real.
Este fue el escenario tan esperado por los “miembros históricos” del Partido Demócrata Cristiano, quienes pactaron con el ejército el 9 de enero de 1980, para constituir la segunda “Junta Revolucionaria de Gobierno”, llegando así, dos democristianos: el ingeniero Héctor Dada Hirezi y el doctor José Antonio Morales Erlich; además del “independiente” doctor Ramón Ávalos Navarrete. Continuaron en los cargos: Majano y Gutiérrez. La tercera junta contó entonces, con Gutiérrez y Majano, por el mando militar; y por el lado civil, Erlich, Ávalos Navarrete y ahora el ingeniero José Napoleón Duarte, quien sustituyó al renunciante Dada Hirezi. La cuarta y última junta se integró con la participación de todos los anteriores, menos del coronel Majano, quien renunció en diciembre de 1980.
Los civiles que abandonaron la primera Junta, pronto se aglutinaron en el Frente Democrático Revolucionario (FDR), que sería el aliado del FMLN, durante casi todo el período que duró el conflicto.
A cuarenta años del golpe de Estado de 1979 y de la “Proclama de la Fuerza Armada” ¿cuáles son nuestras conclusiones? Obviamente la primera Junta -como proyecto histórico viable- fue víctima de sus contradicciones insuperables. El país, como anotábamos con antelación, estaba ya en la ruta bélica, y estos esfuerzos de militares y civiles, -en buena medida- apoyados y estimulados por la administración norteamericana, no pudieron ser capaces de conciliar intereses políticos y de clase, insalvables, para 1979.
Por otra parte, en la dimensión de la ética política, la democracia cristiana, cumplió el papel doctrinario y político que siempre sustentó: el aprovechamiento de la coyuntura para acceder al gobierno a costa de cualquier precio. El precio que pagó fue –como bien apunta Dagoberto Gutiérrez- su desintegración como institución. Duarte se convirtió en la marioneta consentida del imperialismo norteamericano en El Salvador. Juntos PDC y Fuerza Armada implementaron la estrategia contrainsurgente del imperio: “la guerra de baja intensidad”. Sin embargo, la proclama de la Fuerza Armada de 1979 -muy tardía a nivel histórico- manifestaba directa e indirectamente, la necesaria reorientación del ejército, que suponía el abandono de su carácter represivo, su urgente modernización y profesionalización, en un marco democrático; el reconocimiento del ineludible relevo civil, en la conducción del Estado salvadoreño, y el inicio de insoslayables transformaciones económicas y sociales en el país.
No hay duda, que cuarenta años después, pese a los logros en los ámbitos de la inclusión política, persisten aún condiciones económicas y sociales, que fueron en el pasado, la piedra detonante de los fuertes estallidos nacionales. Estas condiciones siguen siendo un desafío para políticas públicas que busquen aproximarse a los problemas de forma realista, creativa e inteligente (no populista), teniendo presente siempre que la participación ciudadana- popular, es clave en cualquier proceso que se precie de ser un punto y aparte respecto a un reciente experiencia gubernamental de corrupción y deslealtad hacia las esperanzas nacionales.
Hoy más que nunca se hace necesaria una renovada rearticulación del movimiento popular, menos anquilosada en los dogmatismos ideológicos, menos alineada estomacalmente con el ex partido oficial, y más comprometida éticamente con la población, y, desde luego, mejor orientada a nivel político.
En cuanto a la Fuerza Armada, tan vinculada a crímenes de lesa humanidad, su depuración, proceso de reducción y establecimiento de responsabilidades y reparaciones ante la justicia, constituye una deuda pendiente del Estado salvadoreño. La historia latinoamericana, nos confirma desgraciadamente, con hechos del ayer y del ahora, el devenir antidemocrático de los ejércitos tradicionales, al servicio de los intereses oligárquicos e imperialistas: derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en Guatemala (1954); golpe de estado al presidente Salvador Allende en Chile (1973) y el golpe de estado al presidente Manuel Zelaya en Honduras (2009). Los sucesos últimos en Ecuador son también elocuentes en esta dirección.
El actual gobierno salvadoreño deber ser prudente en la peligrosa ruta de relaciones incondicionales con los norteamericanos, que vulneren la soberanía nacional; y en hacer descansar su fuerza en los nuevos grupos de poder económico, y en el estamento militar y policial. La burbuja mediática a la que es tan afecto, tarde o temprano, se romperá por la fuerza contundente de la realidad. Y esto debe saberlo, para no depositar tanta seguridad en este aspecto. Asimismo, las posiciones de grandilocuencia, autoritarismo y revanchismo político, nunca llevan a puerto seguro, en cuanto gobernabilidad y clima democrático indispensable para el desarrollo. Los desafíos son de primer orden: la seguridad, la mejora de las condiciones sociales para las mayorías, y la profundización de los valores democráticos. La gestión se inicia, y tiene la ventaja de gozar aún del respaldo y credibilidad de una mayoría significativa del pueblo salvadoreño.
El 15 de octubre de 1979 debe ser valorado y revalorado en sus lecciones históricas. Por todas estas razones, las palabras del Obispo Mártir, Monseñor Romero, están más vivas y actuales que nunca. Expresaba Monseñor Romero en aquella coyuntura del 15 de octubre de 1979: “Finalmente decía a los gobernantes, al nuevo gobierno, que leyendo su proclama aquella madrugada parece un programa que coincide con las aspiraciones del pueblo, que naturalmente se puede perfeccionar. Pero que no nos pagábamos de promesas sino que esperábamos ¡hechos!… Y que si los hechos hablaban también de un gobierno al servicio de las aspiraciones del pueblo, allí nos encontraríamos en un diálogo franco y en una colaboración al servicio del pueblo…” (*)
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
(*) La Voz de los Sin Voz
Introducciones, comentarios y selección de textos de
J. Sobrino, I. Martín-Baró y R. Cardenal.
UCA- Editores.
El Salvador, 1980.
p. 380
Tiempos de Locura
El Salvador 1979-1981
Menjívar Ochoa, Rafael.
FLACSO.
El Salvador, 2006.
Función Política del Ejército Salvadoreño.
Castro Morán, Mariano.
UCA-Editores. El Salvador, 1989.