René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
La Reforma de Córdoba fue el fantasma temible y chocarrero que recorrió las calles, pasillos y aulas de las universidades latinoamericanas, y de ella se rescatan una serie de logros que perduran desde hace cien años y que hacen que la universidad pública sea lo que es en la actualidad (conciencia crítica de la sociedad) luego de que se aclamara y proclamara que América Latina necesitaba, en el corto plazo, una reforma universitaria radical como apuesta valiente y como respuesta académica a la educación escolástica, clerical, absorta y reaccionaria que prevalecía entonces y que, usando amaños retrógrados, logra prevalecer en las universidades cuyos funcionarios son tan populistas como incultos y anárquicos. Entre los logros tenemos: la autonomía universitaria, el cogobierno estudiantil, la libertad de cátedra, la docencia libre, la proyección social y extensión cultural, todas ellas como premisas epistemológicas para el desarrollo académico crítico en un ambiente democrático, popular y plural, al menos dentro de la universidad. En la UES, lo que hoy ejercemos como autonomía universitaria (reconocida como tal en la Constitución de 1950), no fue una dádiva del gobierno militar que, con sangre en las manos, emitió el decreto.
En Argentina como en El Salvador, fue la lucha universitaria –esa lucha que seis años antes fue clave para derrocar al General Martínez con la Huelga de Brazos Caídos que inició con una huelga en la UES- la que hizo posible tal autonomía sin ningún tipo de restricciones, autonomía que siempre ha sido un dolor de cabeza y “una patada en los huevos” (como se dijo en el mitin estudiantil de AGEUS, en 1988, a raíz de los 70 años de la Reforma) para la burguesía local y sus gobiernos, los que con intervenciones militares –como la de 1972 y 1980- han tratado de desdibujarla o derogarla para dejar en manos de la empresa privada la educación superior. Ahora bien, para los universitarios el temor principal en torno a la autonomía no solo radica en las posturas burguesas, sino también en que se pervierta o abuse de ella su propia comunidad al darle un perfil suicida o politiquero.
En lo que respecta a la docencia libre (en una sociedad que trata a los hombres como animales y a las mujeres como esclavas, y a ambos como mercancías), el manifiesto de la Reforma de Córdoba plantea que, de ser necesario y posible, los estudiantes deben tener dos o más profesores en la misma cátedra, alternando clases, para hacer abordajes teóricos y metodológicos desde varias perspectivas (si están asignados éstos a un mismo grupo de clases); o para que los estudiantes inscriban materias con el docente de su preferencia teórica, lo que no es posible en contextos de ahogo presupuestario, el cual es otra forma de depredar, como comparsa de las leyes, la universidad pública. La noción de docencia libre plantea, además, aprovechar la sabiduría de intelectuales de prestigio y las habilidades excepcionales de personas idóneas –pero sin título universitario, en ambos casos- en los campos de las ciencias, las artes plásticas, la literatura, el teatro, la música, sociología, la historia, la filosofía… para que puedan dictar cátedra en la universidad.
Cien años después, esa reivindicación choca con las leyes de educación superior que exigen que en las licenciaturas, maestrías, doctorados, posdoctorados y pos-posdoctorados enseñen aquellos que poseen un título universitario equivalente al grado en el que se desempeñarán. Pero la petición de los de Córdoba no era arbitraria ni absurda, ni entonces ni ahora, si consideramos el contexto intelectual en el que tienen mayor prestigio quienes no poseen un título. Los ejemplos sobran desde hace décadas: Saramago y García Márquez no podrían haber dado clases de literatura; Galeano no habría aprobado el rudo examen de historia de América Latina para optar a la plaza de profesor; Lula da Silva no podría dar clases de movimientos sociales en la licenciatura en sociología.
En cuanto al derecho asistido a participar en la asignación de los profesores que optan a ingresar a la carrera docente a través de los concursos de oposición: en la universidad del cogobierno, la conquista de este derecho es viable y pertinente en las instancias finales decisorias, tales como las Juntas Directivas, ya que forman parte de ellas los estudiantes de los últimos años. Por tanto, la objeción de que el estudiante no cuenta con la formación intelectual necesaria y suficiente no es correcta, siempre y cuando la asignación de tales profesores no genere un conflicto de intereses, es decir que no aboguen por maestros que les darán clases directamente a ellos. Y es que la práctica ha demostrado que el cogobierno es una escuela de formación universitaria que no solo enseña a administrar los intereses de la universidad pública, sino también le enseña al estudiante a evaluar a sus profesores. Si las decisiones están basadas en criterios objetivos y en la formación de los postulantes, la paridad democrática en estos concursos garantiza que no se comenten injusticias, se caiga en el amiguismo o que la autoridad de los representantes institucionales de las unidades académicas no se deprede y pervierta.
Una verdadera Reforma Universitaria no puede ignorar o minimizar la necesidad de revisar crítica y periódicamente los contenidos y didáctica especial de los programas académicos de las carreras ofertadas. Sin embargo, contradiciendo las falacias conceptuales e ideológicas de los modelos pedagógicos basados en “competencias” que ha puesto de moda la teoría burguesa, los cambios medulares en la educación del individuo, como colectividad, no se logran reformando (maquillando) los currículos, inventando nuevas palabras con un significado práctico viejo (facilitador, como el ejemplo más clásico y dramático) ni aplicando en la estructura académica el sistema de créditos regido por horas cara a cara o por notas, o redactando miles de papeles en el escritorio que presuponen lo que, precisamente, no se puede presuponer: la formación con la que entra cada estudiante al aula; la velocidad con que comprenderá los conceptos; y la decisión que tomará en cuanto a lo que considerará como lo más importante para él, o sea el aprendizaje significativo. Lo formal no transforma ni revoluciona la educación, como creen los curriculistas de las competencias.
Pueden reformarse los métodos de enseñanza sin que nada nuevo ocurra bajo el Sol. El problema real de la enseñanza radica en las ideas que se discuten con el estudiante. Si las ideas son retardatarias, pongamos por caso, ninguna reforma distinta a la de los contenidos resuelve el conflicto teórico.