Luis Armando González2
El 15 de octubre de 1979 se produjo el último golpe de Estado en la historia reciente de El Salvador. Se tiene que entender bien el sentido de la expresión “último”: lo fue en la dinámica permanente de golpes de Estado que caracterizó a prácticamente todo el siglo XX salvadoreño, que después de octubre de 1979 –con las recomposiciones de la coalición golpista que se dieron los meses siguientes- no ha tenido otra experiencia golpista. “Último” golpe de Estado quiere decir último en la secuencia que se traía en el país en ese tipo de práctica política; y también último en cuanto que después del mismo no se ha tenido otro golpe de Estado. En cuanto a lo que depare el futuro, nadie puede asegurar con plena certeza que no se volverá a tener nunca más una coyuntura marcada por un ejercicio de poder de facto.
Lo anterior hace particularmente relevante, y visto desde el presente, el golpe de Estado de octubre de 1979. Es razonable suponer que quienes organizaron y realizaron ese golpe de Estado no tenían en mente que ese sería el último de una larga secuencia golpista. Al margen de ello, el cierre un ciclo de disputas fácticas por el poder, propiciado por el mismo, constituye una conquista nada desdeñable, por más que lo que se le vino encima a la sociedad salvadoreña en la siguiente década impidiera sacarle el debido provecho. En efecto, en 1981 da inicio formal la guerra civil que impuso su lógica, durante más de una década sobre la vida nacional.
Decir que con el golpe de Estado de 1979 comenzó la transición democrática es disputarle tres años a quienes sostienen que comenzó en 1982, con las elecciones para Asamblea Constituyente. En realidad mover tres años atrás el inicio de la transición no es sustantivo, porque los dinamismos específicos de aquélla estuvieron fuertemente condicionados (e incluso algunos de ellos anulados) por la dinámica de la guerra civil3. En cuanto a quienes sostienen que la transición comenzó en 1992, su postura, además de minoritaria en el debate académico en torno al tema, es poco sólida histórica y teóricamente. O sea, ni siquiera vale la pena prestarle atención.
Dicho lo anterior, es oportuno reflexionar sobre lo sucedido con la sociedad salvadoreña a cuarenta años del golpe de Estado de 1979. Pero no solo para detenerse en lo “nuevo” que se hay suscitado después del golpe de Estado, la guerra civil y los Acuerdos de Paz (1992). Es decir, es pertinente meditar no solo (y quizás no principalmente) sobre los cambios sociales que se han dado desde 1979, sino sobre la continuidad social-cultural (y generacional) que recorre al país desde antes de 1979 y después de ese año hasta el presente.
Atajo desde ya la objeción de que no todo es continuidad, lo cual no he dicho. Por supuesto que hay novedades en la esfera política, con una democracia frágil, pero que hasta ahora se ha mantenido en pie a partir de sus principios básicos; en la esfera económica, con un modelo terciarizado, neoliberal y globalizado (remesero y maquilero) que está bien implantado en el país desde los años noventa; en la esfera cultural, con un estilos de vida, comportamientos, hábitos y valores fuertemente consumistas, competitivos y urbanos; y en la esfera tecnológica, con recursos de comunicación e información digitales, a través de las redes de internet, las computadoras y la telefonía celular. Estos cambios se dicen en pocas líneas, pero su impacto en las dinámicas de convivencia, expectativas, percepciones, acceso a recursos, bienestar, exclusiones y pobreza es extraordinario.
¿Pero es todo novedad?, ¿desde 1979 (o desde 1992) hubo un borrón y cuenta nueva?, ¿las herencias y huellas del pasado dejaron de existir a nivel societal y cultural? Creo que no. Incluso pienso que no darse cuenta (obviar, hacer como si no existieran) esas huellas y esas herencias del pasado nos ha llevado a tomar decisiones erradas en nuestras formas de convivencia social, económica y política. Es por eso que quiero fijar la mirada en la continuidad más que en el cambio; en lo viejo más que en lo nuevo; en lo que permanece más que en lo que fue reemplazado por otra cosa.
Para ello quiero hacer, antes que nada, una anotación conceptual acerca de la necesidad de recuperar el enfoque procesual de la historia salvadoreña que con tanta vehemencia defendió, en su momento, el P. Ignacio Ellacuría. Sus lecciones al respecto quedaron grabadas para siempre en mi memoria, y las resumo a continuación en unas pocas líneas.
Y es que, en efecto, en los últimos años percibo una tendencia a leer la historia salvadoreña a partir de hechos o acontecimientos puntuales que se consideran como un borrón y cuenta nueva respecto del pasado, es decir, como si a partir de ese hecho o acontecimiento –que se suele delimitar con una fecha específica- todo fuera absolutamente distinto y novedoso. Tengo la sospecha de que ese modo de enfocar la historia cobró fuerza desde 1992, y que los Acuerdos de Paz han sido leídos de esa manera: expresiones como “refundación” de la nación o “perdón y olvido” reflejan esa visión del borrón y cuenta nueva, y de que el pasado histórico (reciente y lejano) ya no tiene ninguna presencia en el presente.
Un enfoque distinto y de mucha consistencia teórica es el procesual, que no resta relevancia a los hechos o acontecimientos puntuales, pero los entiende como parte de un entramado (una red) de sucesos que configuran y dan sentido a cada hecho o situación (por ejemplo, una coyuntura) particular. Desde una visión procesual, la historia no se entiende como una sucesión de hechos inconexos, que de forma discreta se siguen unos a otros, sino como hechos que conectados por dinámicas que les dan continuidad y que los enlazan íntimamente.
Me parece que el golpe de Estado de octubre de 1979 debe ser leído y entendido como parte de un proceso político (social y cultural) que se fue fraguando antes del 15 de octubre y que continuó, con cambios importantes, en la década siguiente e incluso después de 1992. O sea, las principales dinámicas que caracterizaron al país en la década de los años setenta –para referirnos a la historia inmediata- no terminaron en octubre de 1979, sino que se continuaron de manera firme en la década de la guerra civil, con influencias significativas en la transición de postguerra.
En la década posterior a octubre de 1979 –la década de la guerra civil- los agentes y actores sociales, políticos, económicos y culturales que dinamizaron la vida nacional fueron, en lo fundamental, los mismos de antes de octubre de 1979. Ciertamente, actores influyentes perdieron la vida desde inicios de la década de los años ochenta –por ejemplo, monseñor Oscar Romero- y al final de esa misma década –por ejemplo, los jesuitas de la UCA-. Pero siguieron actuando e influyendo decisivamente individuos y grupos –ya sea por el lado de los militares, la Iglesia, los empresarios, etc.- que lo habían hecho durante la década anterior, y que lo siguieron haciendo de una o otra manera después de 1992.
Sí hubo, a lo largo de la guerra civil, cambios en esos actores y agentes debidos cuando menos los siguientes factores: a) la muerte violenta y las desapariciones;4 b) la migración por razones políticas; c) por muerte natural, enfermedad o vejez; y d) por las reglas implacables y siempre actuantes de la renovación generacional.
Aquí es oportuno anotar que los agentes y actores sociales (políticos, culturales, económicos) que tuvieron presencia en los años setenta y durante la guerra civil conformaban un crisol de varias generaciones, el cual incluía un espectro juvenil que iba de los 14 años a los 30, con otro espectro de adultos que iba desde los 30 hasta los 60 años, o en algunos casos de mayor edad. Otra asunto es el peso relativo de esos grupos generacionales tanto en las tareas prácticas como en las elaboraciones estratégicas o ideológicas. Pero el mito de que una generación llevó adelante, en exclusiva, las dinámicas sociales (políticas, culturales, etc.) en esas décadas intensas es solo eso: un mito. Un mito que, además, se ha visto alentado por el “nuevo generacionismo” de nuestros días, el cual –dando muestras de una total ignorancia de lo que es una generación y de la coexistencia generacional- reduce una generación a personas de una determinada edad, a los nacidos en una década o a los graduados del bachillerato en un año determinado. Un “nuevo generacionismo” que, además, no deja de propagar la idea de que hay una “nueva generación” que debe desplazar de un tajo a la “vieja generación”, como si solo se tratara de dos generaciones puntuales, y que en la relación entre ellas la una deja la escena y la otra entra. Pues no: como especie biológica que es el homo sapiens no se comporta de esa forma. Y aunque no es este el lugar para abordarlo en detalle, sí hay que decir que la generación es, de entrada, algo biológico: dos padres generan hijos, son su generación. Y si tienen cuatro hijos y el primero nace con 30 años de diferencia en relación al cuarto, son de la misma generación biológica.5
Otra cosa son los vínculos sociales y culturales que cada uno de esos hijos establezcan con personas de su misma edad, con sus mayores o con personas menores; o el trato con sus padres, el ingreso al mercado laboral o el contexto en el que les toca vivir. Así que si acepta que una generación está formada por quienes nacieron en una misma década, como mínimo hay que aceptar las dificultades que existen para que estos miembros de la “misma generación” conformen un bloque homogéneo: los que nacieron al inicio de la década van a estar más cerca de los que nacieron al final de la década anterior. Y los que nacieron al final de esa década van a estar más cerca de la quienes nazcan en la década posterior. Así sucede en efecto, si uno revisa sus grupos de referencia, de escuela y amigos. Es decir, la tesis de la generación como bloque cerrado y puntual no tiene ningún sentido. Eso sí: en situaciones de catástrofes que lleven al extermino masivo de grupos poblacionales particulares –por ejemplo, todos los adultos de una población- el reemplazo generacional (por parte de quienes no fueron exterminados) se impone indefectiblemente. Pero no fue eso lo que sucedió en nuestro país.
Retomando el hilo de la discusión previa, no todo el crisol generacional que dinamizó la década de los años setenta desapareció o se esfumó durante la guerra civil. Ni siquiera se puede decir que la guerra civil diezmó o aniquiló a un grupo generacional en particular. Lo que sí es indiscutible es que hubo miles de personas –niños, niñas, hombres, mujeres, jóvenes y adultos- que no sobrevivieron o se fueron del país; personas que murieron violentamente, envejecieron o migraron.
Con todo, sobrevivió a la guerra civil un amplio crisol social-generacional formado por un contingente nada despreciable proveniente de las décadas anteriores. Por ejemplo, quienes tenían 20 años en 1979 contaban con 33 años en 1992. Y quienes tenían 30, con 43, y quienes tenían 40 con 53… Los tres grupos de edad son óptimos para incidir en la vida nacional, especialmente si durante la guerra, o antes, ya se había sido influyente.6 Ese contingente marcó decisivamente las dinámicas del país después de 1992. En la medida que el tiempo ha ido pasando, los de mayor edad han ido ahuecando, por muerte o por retiro, pero los de menor edad han seguido siendo influyentes, y a ellos se han ido sumando personas que nacieron en los años ochenta e incluso en los noventa. Sigue habiendo un crisol generacional en nuestro país. Las generaciones viejas, del crisol de los años setenta –quienes nacieron en 1930 o 1940- han muerto o están muriendo.7 Las generaciones nacidas en los años cincuenta y sesenta tienen presencia y se traslapan (generacionalmente) con las generaciones posteriores (ochenta, noventa y las casi dos décadas del 2000). Los nacidos a inicios de los años ochenta son adultos pleno -no jovencitos- pues casi llegan a los 40 años. Traslape social, cultural y político, y traslape genético.
En definitiva, es ese traslape el que ayuda a explicar la continuidad de dinámicas sociales, culturales y políticas de la postguerra (y del momento actual) con dinámicas sociales, culturales y políticas previas. Por supuesto, arroja una nueva luz analítica para comprender las discontinuidades, sus obstáculos y sinsabores. Hay una continuidad generacional que ha posibiltado, además de la transmisión de genes, una transmisión cultural: hábitos, formas de ver la vida, valores, actitudes, comportamientos… que fraguados en el pasado han sido recibidos como herencia por las generaciones sucesivas, que los han reciclado, mezclado, con matrices culturales provenientes de otras fuentes y contextos (como es el caso, de la cultura globalizada, tecnológica y virtual del tiempo presente).
Las tradiciones se transmiten, como enseñó el filósofo Xavier Zubiri. Y se transmiten generacionalmente. No hay otra manera de entender racionalmente la presencia cultural del pasado en el presente. Por tanto, esa transmisión cultural, por la vía generacional (que no se reduce a lo familiar) debería estar en el foco de los procesos educativos en todos sus niveles, no para alabarla sino para atacar lo que hay ella de deshumanizador, como sucede con la transmisión de una cultura de la violencia que ya tiene una larga data en la historia salvadoreña.
1.Texto ampliado de la conferencia ofrecida por el autor en el conversatorio “Los cambios en la sociedad salvadoreña después del último golpe de Estado (15 de octubre de 1979)”, organizado por la Escuela de Postgrados de Ciencias y Humanidades. Universidad de El Salvador, 17 de octubre de 2019.
2.Profesor Investigador de la Escuela de Ciencias Sociales, Universidad de El Salvador. Miembro del Grupo CIESAS-Golfo, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
3.Cfr., R. Cardenal, L. A. González (Comps.). El Salvador: la transición y sus problemas. San Salvador, UCA Editores, 2002.
4.Lo cual es un drama indiscutible y que no se debe olvidar. El informe de la Comisión de la verdad, con sus anexos, está ahí para revisarlo cuantas veces sea necesario. Al igual que los testimonios de familiares de victimas mortales de aquellos años trágicos. Para el caso, un amigo querido me contó hace poco de la desaparición de su padre cuando la guerra comenzaba y él era un niño. Ha vivido con ese recuerdo doloroso toda su vida y lo acompañará, lo mismo que a su madre –que sobrevivió a la guerra— mientras viva. Ambos me honran con su amistad y cariño.
5.Es el caso de quien esto escribe: mi hermana mayor me saca casi 30 años de diferencia.
6.Por ejemplo, el P. Ignacio Ellacuría tenía 59 años cuando fue asesinado, en 1989, y estaba en la plenitud de sus capacidades intelectuales. De haber sobrevivido, es casi que seguro que habría tenido un gran peso en el debate nacional en la las dos décadas siguientes.
7.Un día después de decir esto en la universidad nacional me llamó una prima desde Estados Unidos para decirme que un tío (mi tío Roberto González) que tenía un poco más de 90 años acaba de morir debido a fallas en su corazón.