Pedro Pablo
(Tomado de Agenda Latinoamericana)
El siguiente artículo es un extracto de un capítulo del libro “La Iglesia después de la Iglesia” (2023. Buena Prensa, México)
En estos tiempos de glocalidad, como gusta decir, la Iglesia después de la Iglesia posee un desafío revolucionario, a saber, proponer una ética post-clerical. Es evidente que hay una ética cristiana, la que a diferencia de la moral o los moralismos que tanta tirria provocan y que ya le provocaban a Jesús, se manifiesta como misericordia, justicia, compasión y perdón.
La ética cristiana es profundamente una ética de la compasión y la acogida. Esta ética brota de la praxis de Jesús de Nazaret y está presente en sus gestos, palabras, acciones y enfrentamientos; los cuales nos son transmitidos, particularmente, en los evangelios. Partimos aludiendo al término glocalidad, el cual hace más de un decenio ya sonaba con fuerza. Constituía una de las consignas de los encuentros altermundistas y organizaciones sociales, las que proponían otras maneras de actuar, resistir y existir. Movimientos ligados a los pueblos indígenas, sensibilidades ecologistas y búsquedas políticas distintas, basadas en la autonomía de los pueblos, economías alternativas y modos de vida oprimidos e invisibilizados. Todo ello emergía con fuerza a mediados de los años 90, acompañados de Forum y Encuentros Mundiales en diversos países. La globalización era equilibrada a partir de una mirada local. De alguna forma, la occidentalización del mundo era resistida desde los territorios y sus particularidades.
Lo anterior perdió fuerza al pasar los años, debido a profundas crisis a lo largo y ancho del planeta. Hubo desgaste. Al menos en términos de esa energía y euforia de los primeros años. A nivel eclesial, la llegada de Francisco, sin duda significó una inyección
de esperanza y renuevo; pero también se ha ido agotando al percibir resistencias internas y una honda crisis de abusos sexuales, de poder y conciencia. Sabemos que la emergencia de los movimientos altermundistas corría por un riel distinto al de la Iglesia institucional, pero no pocas vertientes de dichos movimientos no solo poseían cristianos y cristianas, teólogos y teólogas en sus bases, sino que en sus fuentes ético-políticas y teóricas yacía el pensamiento teológico latinoamericano, en particular la teolo-gía de la liberación. Allí se respiraban, nuevamente, sus afluentes, luchas, compromisos y esperanzas. Sobre estos cruces y fecundaciones mutuas también hay bastante literatura.
¿Y las Iglesias? Las iglesias se han estancado. Salvo pequeñas excepciones y alternativas, como el proceso sinodal en la cuenca amazónica, grupos creativos territorializados e iniciativas que generan comunidades de formación, encuentro y celebración a través de la virtualidad, sobre todo desde la pandemia del COVID. La Iglesia y sus comunidades persisten en lo conocido, en lo de siempre, en lo mismo. Lejos, la mayoría de las veces, y sin entablar caminos comunes ni con la academia comprometida y crítica, ni tampoco con los movimientos sociales y resistencias populares. Las iglesias se cierran y derechizan, se llenan de nostalgias en antiguos triunfalismos y se protegen de “lo de afuera”. Pareciera que hemos vuelto a las realidades del Concilio Vaticano I.
La Iglesia del mañana tiene que revisar profundamente su historia colonial, su estructura patriarcal y su complicidad capitalista. Las pequeñas comunidades se escapan de ello, en muchísimos casos. Ellas se sitúan en otro lugar, transmitiendo otros mensajes y acuerpándose desde otros rostros. Lo sabemos bien. Las clásicas eclesiologías, desde el Vaticano II, no solo se enfrentan en su constitución (jerarquía y pueblo), sino también en su simbolismo y testimonio ético.
Por ello, la Iglesia después de la Iglesia persistirá en su testimonio nazareno y en su ética samaritana. Ella se entenderá como una ética del rostro, es decir, una ética de la empatía y escucha, de la respuesta y de la libertad. Pero en los contextos actuales, de crisis climática y extinción de especies, ese rostro no puede continuar siendo solo un rostro humano. Por eso, la ética cristiana continuará su camino cósmico y ecológico. Será una ética de la tierra, una ética de la hospitalidad de todo lo viviente. Una ética donde el encuentro y las relaciones marquen la pauta. Una ética del don y del perdón. Mucho de ello se sabe, incluso se estudia y enseña. Sin embargo, pareciera que priman otras cosas, otros intereses, a la hora de la transmisión y catequesis, si se quiere.
El punto de partida es la fragilidad e impotencia. Dicho de otro modo, la conciencia creatural y la humildad pueden tornarse un motor para la acción. Las comunidades retoman la praxis desde la impotencia y fragilidad, esto significa asumir un lugar concreto, un locus de acción. Un lugar de humildad y sencillez, lejos de empresas demasiado rimbombantes o proyectos con aspiraciones y pretensiones demasiado grandes.
Las Iglesias vuelven a un lugar necesitado, ellas se saben una más dentro de una red plural y diversa de agentes sociales, políticos, ecológicos y espirituales. Se trata de retomar la imagen de la levadura. Una ética levadura que simplemente espera sazonar, temperar, dar un tono y colorear los espacios, las prácticas y encuentros donde pueda participar. Se trata de una praxis penúltima y comunitaria. De ponerse nuevamente a la fila, a la espera, a la orilla.
En definitiva, de quitarse la aspiración de poder. Y si hubiera un poder al cual aspirar, este sería el poder del servicio, el poder del amor, el poder de la compañía. Ningún otro. Lejos del estatus y el confort y muy lejos de dispositivos reproductores de pecado.
Una ética post clerical es aquella, entonces, que a partir de un diálogo de saberes y de encuentros inter y transdisciplinares se pregunta por el futuro. Es una ética eminentemente reflexiva acerca de las cuestiones del porvenir. Anclada en el presente en crisis y profundamente afirmativa de una esperanza, se entiende como una ética de la libertad y la promesa. Al decir que constituye una praxis y reflexión post clerical se busca explicitar que no es monopolio de la jerarquía eclesial ni se encuentra legitimada por la voz de quienes detentan la autoridad. ¿Por qué? Porque la actitud y opción ética que proponemos es feminista, ecológica, híbrida, solidaria y decolonial. Busca romper con la tríada colonial-capital-patriarcal, y busca des-jerarquizarse. Es una ética profundamente bautismal. Lo anterior no significa en ningún caso aspirar a actitudes cismáticas, sino instalarse en la transición, en el cambio, en la transformación cultural y epistémica en la que como proyecto de humanidad(es) y territorios nos vemos embarcados. Las Iglesias después de la Iglesia profundizarán en estos temas y proyectarán una ética del encuentro mucho más abierta, mucho más productora de encuentros.
Esta ética puede ser adoptada por la nueva eclesiología para darle cauce a nuevos ríos de esperanza. Una ética de la afirmación y esperanza que genere y esté al centro de las nuevas comunidades pascuales. Pero esto no puede ser simplemente una declaración -¡cómo tantas!- ni mucho menos una especie de código moral o misión empresarial. La ética late en el corazón de cada organización, institución o comunidad. Ella le otorga un horizonte de sentido, un porqué al qué. Ella moviliza, saca de la inercia, impulsa. Ella le da forma a los cómos. Materializa las maneras. En definitiva, la ética es el aire que oxigena nuestras vidas. Le da consistencia y razón a la praxis comunitaria.
La Iglesia múltiple y periférica; constituida de pequeños núcleos creativos y comprometidos, celebrativos y dados a las mesas compartidas y los espacios de encuentro común. Esa Iglesia de Iglesias asidua de paisajes e itinerante en los recovecos de la naturaleza, fácil de conversación y abierta a los diversos saberes culturales y geográficos; será una comunidad simple, sobria, sencilla. La Iglesia del mañana requiere una autocomprensión evangélica de su propia praxis y vida pública. Se sabrá impotente, limitada, contextual y situada.
Por eso ella es post clerical, pues su nuevo estatuto es el encuentro, la voz, el rostro y la historia concreta del otro, del ambiente y de la comunidad. Es una ética territorial y territorializada.