Oscar A. Fernández O.
En este nuevo escenario del siglo XXI, recipe la intermediación de los partidos políticos tradicionales burgueses -o si se prefiere el monopolio de la intermediación – se ha desnaturalizado y está comprometida. Cada vez más los partidos (uno de los elementos componentes del sistema político) son vistos por la población como muros que se interponen entre el Estado y la sociedad, antes que como puentes que los ponen en contacto con las instituciones. Crece más la sensación de que la única preocupación de los partidos tradicionales son las cuotas de poder, antes que pensar en el pueblo y sus necesidades, como si toda la atención estuviera en cómo llegar al poder, antes que preguntarse para qué. En consecuencia, la sociedad se aleja de los partidos políticos y busca de distintas maneras, cómo tener la atención del Estado.
Estos partidos tradicionalistas, se cierran sobre sí mismos, ponen candados en las puertas del sistema y se autoproclaman como una clase diferente. La mal llamada clase política. Una “clase política” que no tiene otro objetivo que su propio poder y cada vez más, el enriquecimiento personal de sus miembros y que sin duda, no hace posible la democracia, ya que cualquier intento de construir democracia puede ser destruida “desde ella misma, por el control ejercido desde el poder de las oligarquías o por partidos que acumulan recursos económicos o políticos para imponer su elección a ciudadanos reducidos al simple papel de votantes” sostiene el sociólogo Alain Touraine (¿Qué es la democracia?)
A nadie sorprenderíamos si expresáramos que los grandes monopolios mediáticos constituyen hoy día el partido de la derecha en América latina. Con esto no estamos sugiriendo otra cosa que el hecho de que las derechas latinoamericanas son articuladas por y desde los grandes emporios de comunicación, los cuales, a su vez, representan los intereses de los poderes fácticos económicos, nacionales y transnacionales.
Una de las premisas clave en la articulación del discurso mediático-político de la derecha en América latina, consiste en afirmar que los gobiernos populares han provocado, cada uno a su modo y manera, una profunda y, tal vez, irremediable división social. Pero esta premisa es falsa por donde se la mire. O, mejor dicho, es factible de ser falsada si interpretamos conceptos tales como democracia, sociedad, política y conflicto, de un modo distinto a como la derecha se los apropia.
Al mismo tiempo, insistimos, su función de representación también se encuentra seriamente disminuida. Su vinculación con la opinión es cada vez más complicada. Es como si los partidos tradicionales se han convertido en sectas cerradas, en logias de intereses, en roscas como se dice popularmente. En esa medida, los acuerdos políticos, uno de los elementos importantes de la capacidad de gobierno, se juzgan crecientemente, como si apenas se tratara de componendas entre grupos interesados en conversar sus privilegios.
Por ello, la necesidad de cambiar este deteriorado orden político y jurídico, no está en discusión en el seno de la izquierda (¿o sí?), pues se observa un razonable consenso en ello, correspondiente al llamado rediseño del Estado y consolidación del poder popular, lo cual implica necesariamente el reemplazo de la burguesía como clase dominante y la sustitución del Estado capitalista neoliberal por un Estado democrático, cercano a la gente, fuerte y robusto, con capacidad de construir un orden equitativo, como requisito inmediato para pensar en el cambio histórico trazado en nuestro horizonte.
La especificidad de la vía salvadoreña hacia una metamorfosis nacional histórica, como un proceso complejo y de largo plazo, estaría en que la toma del poder no precede, sino que sigue a la transformación de la sociedad; en otras palabras, es la modificación de la infraestructura social lo que, alterando la correlación de fuerzas, impone y hace posible la modificación de la superestructura. La toma del poder se realizaría así gradualmente sin necesidad de recurrir en cierto sentido, a la violencia (¿?), hasta el punto de formar un nuevo Estado, correspondiente a la estructura socialista que se habría ido creando. La experiencia en el centro de América del Sur es hoy digna de ser estudiada, aunque no copiada.
La discusión sobre si existe o no una vía salvadoreña al socialismo, sería irrelevante si no implica dos supuestos: primero, el que hayamos definido nuestro camino de transición al socialismo o no; segundo, el que el carácter peculiar que asume hoy la lucha de clases tiene el status de un modelo distinto al que se ha presentado en otros países que lograron instaurar la dictadura del proletariado. En efecto, a la pregunta de si existe una vía al socialismo, la repuesta sólo puede ser afirmativa: existen tantas vías al socialismo cuanto sean los pueblos que emprendan, bajo la dirección de los trabajadores, la tarea de cambiar a la sociedad explotadora burguesa y su sistema político en crisis. Pero ninguna de ellas es en sí un modelo, todas se rigen por las leyes generales de la revolución del pueblo, tal como el análisis marxista las ha definido.
Bajo la visión mecánica de mundo, la obsesión por la eficiencia continuará deshumanizando el desarrollo y generando mayor vulnerabilidad para todas las formas de vida en el Planeta. Bajo la visión economicista de mundo, la existencia continuará como una lucha salvaje por la sobrevivencia, bajo el credo de la competitividad, que trasforma la realidad en una arena donde solo existen competidores. Bajo la visión global de mundo, la complejidad de la realidad emerge como un sistema dinámico y contradictorio, donde solo la solidaridad puede promover los pactos necesarios para cimentar la protección de todas las formas de vida en el Planeta. En la competencia entre estas visiones de mundo, la visión economicista está prevaleciendo entre las iniciativas oficiales, internacionales y nacionales. Pero aún hay esperanza. La globalización es una construcción social, y por eso los pueblos podemos cambiarla.
La esperanza es la última que muere, dirían los optimistas; pero muere, dirían los pesimistas. Los realistas dirían, pero como la humanidad no puede vivir sin esperanza, hagamos algo para que no muera la esperanza. La sociedad civil debe organizarse para construir más espacios públicos para la práctica de la democracia participativa. El cambio histórico en El Salvador, debe entonces sumarse a un cambio continental de época que nos reta a dar el salto histórico sin que otros nos lo dispongan: construir el nuevo modelo de la integración independiente y multidimensional de nuestra América, mirando preferentemente hacia el sur.