René Martínez Pineda
Sociólogo
Estaba a merced de imágenes borrosas desde hacía muchos años, pero esta vez esperaba un desenlace distinto, al menos eso le insinuaba el hecho de recorrer el tiempo –del pasado al presente, y viceversa- con dichas imágenes. La tercera de esas imágenes se había convertido en los últimos dos años en una necedad de la ilusión colectiva que no era algo nuevo como recurso del imaginario. Imágenes similares fueron parte de su delirio los días que estuvo siendo torturado en una cárcel clandestina, y fue en uno de esos días en que murió por tercera vez y, por tercera vez, viendo un cadáver, supo que era el suyo. Lo vio y tocó con lástima y con esmero. Olió el cuerpo como algo inasible, desterrado, irreal, etéreo. Él era, en serio, un cadáver, un muerto con vida, y tres veces había sentido deambular la muerte por su piel sin arrugas ni achaques. El aire se había convertido en una sopa espesa en todo el país y en medio de aquella sanguaza de nuevas ilusiones –la tercera ilusión, para ser exactos- transitaba él dentro de un ataúd fabricado con madera del árbol del renacimiento al tercer día, o a la tercera vez, que es la vencida. Sus pies eran remotos y fríos, pero mantenían las ansias de caminar; en el polo opuesto del ataúd habían colocado una pila de libros de marxismo para que el cadáver se entretuviera leyendo mientras lo enterraban o resucitaba, lo que pasara primero. Le pusieron todas sus pulseras de la buena suerte –incluida la de oro, que era mágica- y una camiseta negra con la imagen del grupo musical que tanto le gustaba cuando joven. Lucía joven y vivo; vivo y joven; letalmente vivo.
A diferencia de las dos ocasiones anteriores en las que dejó que las imágenes prácticamente lo llevaran hasta la fosa común de la ignominia, esta vez no se dejaría enterrar porque sabía que no estaba muerto; sabía que podía levantarse del ataúd y darles las gracias a todos por su asistencia al velorio, pero que por el momento la consigna era vivir para terminar lo que había empezado; la consigna era vivir pensando en la muerte para darle sentido a la vida, porque esa es la única forma de honrar lo que se hace. Además, no se podía morir -esta tercera vez menos que las anteriores- porque estaba infectado con el virus de la ilusión colectiva, eso fue lo que le diagnosticó el doctor: señora, su esposo no se puede morir porque está infectado con el virus mortal de la ilusión que da vida, el que provoca que viva, aunque se haya muerto de pies a cabeza. Simplemente es un “no me muero porque no me da la puta gana morirme”; simplemente es negarse a morir porque uno ya no deja que la sociedad y sus decepciones le quiten la vida como si se tratara de un coronavirus bien clavado en el pecho o de un delirio bien puesto en la cabeza. De seguro era esto último; él deseaba que fuera esto último para alucinar con tiempos mejores ya vividos y por vivir, siendo él uno de los protagonistas… y entonces el imaginario nos juega una pasada fascinante al hacernos que confundamos los héroes pasados con nosotros y los hechos pasados con lo que está pasando hoy mismo.
Esa confusión se hacía más fuerte a medida que subía la fiebre de la utopía de la cual se sentía protagonista en los trazos de la imagen. En ese momento había iniciado un rebalsar de sueños en su vida. Desde entonces pudo distinguir lo bueno de lo malo, juntar los recuerdos en su delirio para darles vida y certeza. Ya no dudaba más. El médico del Seguro Social nunca había conocido un caso como el de él: una vida que se niega a morir. Eso era demencial y contrario a las leyes de la biología humana; era una paradoja de la conciencia que nunca muere de verdad, no importa que haya estado muerto estos treinta años previos.
Había pasado, exactamente, la mitad de su vida en esas condiciones de muerto con vida en las dos imágenes anteriores. Treinta años así, hoy tiene cincuenta y nueve, viendo dos imágenes tétricas y ahora, estos últimos dos años, viendo en su imaginario delirante una tercera imagen de esperanza. Sin embargo, había algo que no cuadraba en la tercera imagen, la vencida: las ratas grises y pestilentes que amenazaban con comérsela o infectarla con su peste negra. Desde que tuvo conciencia de la vida, las ratas eran los animales más temidos para él porque son capaces de infectarlo y devorarlo todo, incluidos los sueños, y eran esos pequeños monstruos nauseabundos los que colmaron su ataúd cuando se creía un muerto y hoy, que sabe que no se puede morir todavía, pululaban cerca poniendo cara de abeja. Ya había indicios de que querían roer sus zapatos para luego comerse todo su cuerpo y así hacer desaparecer esa tercera imagen, debido a que la tercera es la vencida.
A medida que la tercera imagen iba siendo algo corpóreo, la identidad animal de las ratas era más evidente: gordas, sucias, escurridizas, apestosas, impunes y ágiles trepando al ataúd, pero no para devorar el cadáver de él, sino para impedir que saliera vivito y coleando. Su esposa y sus hijos se dieron cuenta del ataque e hicieron todo lo posible por espantar a las ratas y así evitar que dejaran su cuerpo en ruinas. Pero a él no le preocupaban tanto que devoraran su cadáver de hombre vivo porque sabía que la imagen lo mantendría sano y salvo, total, en el día del juicio final de las sociedades las ideas pueblan con carne y sangre los esqueletos. Lo que realmente le preocupaba era la habilidad de esos animales para sobrevivir hasta las hecatombes más desastrosas y fulminantes. La piel se le ponía de gallina con solo imaginar el frío de sus patitas óseas recorriendo su cuerpo de arriba abajo; con solo imaginar sus punzantes colmillos infectados perforando su piel y lamiendo sus labios; con solo imaginar que una de las ratas podría llegar hasta sus ojos para dejarlo en completa oscuridad, para dejarlo ciego, y eso era terrible para él porque ojos que no ven manos que no luchan. Las vio gordas, grandes, desesperadas, depredadoras, fétidas, dando la última batalla para no desaparecer del mundo que habían infectado todos estos años. Por un momento creyó que lo mejor era rendirse a ellas para morir de verdad, pero la tercera imagen le gritaba que no era tiempo de claudicar, porque la tercera es la vencida.