René Martínez Pineda
Sociólogo
P ara él, esta tercera imagen tenía que ser la vencida porque ya mucho tiempo había pasado muerto y encerrado en el ataúd de la ingenuidad. Desde 1994 hasta 2019 su esposa había tenido cuidados extremos y, por las dificultades inherentes, decidió colocar el ataúd en la plaza Libertad para que los transeúntes le ayudaran. Cada uno de los que pasaba viendo el cadáver –el muerto con vida debido a las primeras dos imágenes que deliró en la cárcel de su imaginario- dedicaba unos minutos para limpiarlo y para cambiar el agua de los tres jarrones que contenían unas flores mortuorias -de colores inciertos, por cierto- que nunca se marchitaban y, de cuando en cuando, abrían la ventanilla para dejar que la gente le tocara el rostro y comprobara que seguía tibio y suave, como si en lugar de estar muerto estuviera dormido. Claro que había unos que se apartaban para no pasar a la par de una cosa tan insólita y áspera y tétrica como esa de un tener un ataúd a medio parque, pero más tarde que temprano empezaron a sentir lástima pura y se fueron acercando y entregando su cariño para evitar que una mañana amaneciera frío y rígido; rígido y ausente; ausente y hediondo; hediondo a ijillo y muerto, muerto de verdad, porque eso iba a generar una crisis de búsqueda final.
Sin embargo, la tercera imagen le gritaba que estaba vivo, que debía estar vivo en su muerte para terminar lo que quedó pendiente en el archivo de la corrupción y la traición. En esta ocasión sabía que estaba vivo por aquella sosegada quietud con que su esqueleto inició la salida del ataúd. Las cosas se veían muy distintas fuera de ese calabozo de madera y la tercera imagen iniciaba su tímido reinado. Todo había cambiado de un día para otro. El corazón empezaba a hablar fuerte y claro. Al principio se sintió rígido, primitivo como la tierra en sus primeros años; primitivo y despojado de las ruinas de su muerte previa.
Animado por la fuerza de la tercera vez, que según él sería la vencida, empezó a frotarse cada una de las partes de su cuerpo. Todas seguían ahí. Sintió sus labios abiertos, gruesos y ardientes por los bordes superiores. La mitad del limón que le pusieron había rodado hasta su cuello. Se salió del ataúd y estaba treinta años más viejo, aunque su imaginario había rejuvenecido esta tercera vez, la vencida. Lentamente, sus brazos empezaron a recuperar la fuerza perdida por tanto luchar para romper, desde adentro, el ataúd. Su cuerpo le pesaba como piedra, pero poco a poco dio unos pasos para huir del armatoste de madera con la ayuda de quienes miraban tal resurrección. Se sintió feliz y liberado y lúcido. Las cosas eran distintas de cómo las miraba desde sus dos muertes. Las candelas blancas que protegían el ataúd seguían encendidas, pero no se gastaban ni un milímetro imitando la eternidad de las flores mortuorias. Su cadáver viviente fue uno con la ley de la gravedad, lejos ya de los sepultureros que como zopilotes esperaban el desenlace fatal detrás de quienes hacían todo para mantenerlo vivo en su muerte.
Dejó de sentir miedo de morir porque era un resucitado a la tercera imagen.
Unos minutos después el miedo se convirtió en nostalgia futurista, pues en lugar de ser comido por los gusanos iba a ser comido por los sueños. La noche previa a ese salirse del ataúd la había pasado sonriendo en la ecuménica compañía de su propio cadáver que se negaba a morir para siempre para no descomponerse en miles de fragmentos hediondos y gelatinosos y morados; se negaba a morir para no pudrirse en la corrupción de las primeras dos imágenes. Sin embargo, ya fuera del ataúd, ya sabiéndose vivo, el miedo a lo vivido en sus muertes se amotinó en su cuello. ¡Sí, el miedo! Un miedo natural a que las imágenes previas infectaran a la tercera para que no fuera la vencida; un miedo biológico, tangible, comprensible y hasta necesario para que no repetir la muerte o para que no lo enterraran vivo.
¡Pero no estaba muerto! No podía estar muerto si era consciente de todo, si el olor a vida había triunfado sobre el olor a cadáveres sin formalina, si la llovizna le lavaba los pecados de la amnesia y la apatía, si la luz de las luciérnagas era más intensa que la del oro robado, si el canto de las cigarras cuaresmales era más fuerte que el tronar de dedos enjaranados. Todo le indicaba que había sobrevivido a su muerte, a sus muertes. Pero, ¿y ese tufo que inundaba al lugar en el que se había salido del ataúd?, ¿las ratas son inmortales?, ¿ese tufo es un presagio de que lo volverían a meter al ataúd para enterrarlo de inmediato?
Alzó la voz en medio del parque para que no quedara dudas de que estaba vivo, furiosamente vivo. Destrozó el ataúd para impedir tentaciones ajenas y oscuras. Las imágenes previas se fueron desvaneciendo en su imaginario para que la tercera, la vencida, se hiciera algo concreto y con vida propia. ¿Habría estado muerto o lo habría soñado?, ¿fue un mal sueño de la conciencia social eso de haber vivido sus muertes? La alegría inundó su rostro cuando sintió el abrazo de los que, como él, habían regresado de sus muertes con la firme convicción de no volver a vivirlas y de no dejar que otros las sufrieran.
De inmediato supo que no había sido un mal sueño, sino un sueño malo. Estaba convencido de que, hoy sí, debía vivir su muerte para hacer del presente algo digno de estar presente en el futuro, pero sabía que no debía morir en su vida porque se arriesgaba a no despertar jamás o a acomodarse a la tibieza del ataúd y el leve olor de las flores mortuorias.
Había regresado de su muerte en vida, por tercera vez, que esta vez sería la vencida. Al menos eso esperaba él con todas las fuerzas de su imaginario. Los familiares y vecinos se aglomeraron en el parque, la noticia de la resurrección se había difundido por todo el país. No se hablaba de otra cosa en esos días. La pregunta y preocupación que rondaba era ¿qué harían con las ratas que seguían esparcían toda su pestilencia y enfermedad congénita? El calor de los polvos del desierto de la pobreza llenó el ambiente, los huesos, las carnes y el imaginario de todos, porque todos recuperaron la ilusión de volver a soñar, aunque al final se despierte de un mal sueño. Pero hoy si estaba resignado a no resignarse a morir en vida, porque la tercera es la vencida.