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A las diez de mayo en punto

Sociología y otros Demonios (1,106)

René Martínez Pineda

Treinta y nueve años atrás, en medio de la diferida bruma del miedo, tuve que huir de casa debido a la persecución feroz de los escuadrones de la muerte de la que era objeto, sujeto, predicado y predicador… y ese día, a las diez de mayo en punto, le dije adiós a mi madre, quien, rezando a solas, se quedó viendo el eco de mis pasos desde la ventana que daba a la Avenida Juan Bertis, en Ciudad Delgado. Tantos años después, a las diez de mayo en punto, rescaté su imagen irreal y vi cien arrugas, ochocientas veintisiete mil canas y un quebranto óseo de diferencia, pero su cara e imaginario siempre lucían tan jóvenes y joviales como el día en que renunció a soñar para que yo no renunciara a comer. En tres décadas que sumaron casi doscientos años pasaron ante su ventana muchas cosas indecibles: firma de acuerdos inocuos y de tratados comerciales inicuos; desfiles marciales sin tiempo ni memoria forense; redadas nocturnas en el bajo país y juergas de corrupción en la alta patria; conciencias estudiantiles en fuga hacia el anonimato o hacia el seductor y adictivo exilio de la traición por verdes consejos; muchedumbres de súbditos irremediables y monocromáticos que no saben que lo son desde la Colonia; puños rabiosos que carecen de garganta e hipotálamo superior izquierdo; gases lacrimógenos que manan del comedor sin habitantes y de la letrina abonera que no hace abonos a la casa de empeño; provocaciones psiquiátricas y carroñeras disparadas desde un fortín hediondo a mierda hitleriana; restaurantes llenos de hipócritas que se toman fotos coreografiadas para subirlas a sus redes sociales el día de la madre; festejos oficiales con oficiales posturas sobre la vida sin vida en la morgue neoliberal de la pobreza a las diez de mayo en punto; la bandera otrora clandestina haciendo lo imposible por doler en la frente de la nostalgia utópica para recuperar la vida después de treinta tardes a las diez de mayo en punto… y un año después de que la ausencia sepultara a la presencia sin protocolos cristianos, mi madre sigue en su ventana espantando las moscas del hambre y mirando hacia la Juan Bertis que, de un solo trago, se bebió mis estrellas y señas particulares, o quizá no la mira, acaso sólo hace un balance final de sus entrañas cuando aún están tibias… y entonces no sé si me mira de reojo o de cárcel en cerrojo sin pestañear siquiera para no perderme la pista.

Treinta años de infamia son muchos siglos y muchas sucesiones en las que no sucedió nada relevante o tajante; páginas baldías al borde del masturbado suicidio o llenas de crustáceos errores y tipos abominables a las diez de mayo en punto; el vecino con un padrastro castrense que le hacía enderezar cachos en el rastro municipal; mi abuela y su aura prehispánica que destilaba embrujos a las diez de mayo en punto; mi prima y su insociable padre que nunca quiso sonreír en casa y terminó perdido en la ironía de un universo de nueve ladrillos; tantos rodeos que da el alma para pedir que Hera se desnude y vuelva a los días en los que soñaba que podía viajar en el tiempo, y siempre regresaba al mesón en el que me despedí de mi madre que miraba hacia la Juan Bertis, y en el que puse en práctica las clases del aparato reproductor a las diez de mayo en punto; y todos en el mesón celebrando el día de la madre e intercambiando gatitos de colores hechos con las sobras de la sastrería del chele Larín y que todo el mundo amaba por suaves; el hermano menor de don Nico, el barbero, enfermo de sífilis, por eso le dieron de baja en el ejército antes de que contagiara a su sargento; yo, con sarampión y paperas a las diez de mayo en punto; yo, sin un padre con quien darle otro significado a mayo por la tarde, pero mejor, porque después supe que era un tipo derrotado por el virus del cobre… y además porque estaba mi abuela brillante, severa y sabia cuando hablaba de temas que no conocía.

Treinta años son muchos adioses con la asta desolada para conocer el poder del amor que detiene balas, anemias, indigencias, traiciones y pendejos doctorados en historia victimaria; hace un año que mi madre repasa sus adentros desde adentro de sí misma; ochenta y cinco años de yodo bastan, pero no sobran, piensa, distraída y alegre, y un vaho de ternura fantasmagórica se le escapa como un cordel en busca de su trompo, o como un hilo al que le mutilaron la piscucha. Cómo quisiera volver a verla viendo la avenida en que me perdí, para regresar y decirle que oigo su padre nuestro, pero a las diez de mayo en punto, qué otra cosa puedo hacer yo que escribir para que no muera, regalarle una gatita blanca o sacarla del hospital para curarla con besos alcanforados caseros.

Cincuenta y nueve años míos son muchos olvidos frente al recuerdo de ella, como verme en las fotos viejas que no sabían verme con corbata o fusil. A las diez de mayo en punto lo que veo es que soy, sin pregones ni misales hipocresías, el pedazo oscuro desprendido de su luna, la utopía de su sueño boca abajo y cubierta de lluvia a las diez de mayo en punto, esa hora de la tarde en la que hablamos de cosas distintas con iguales palabras sin necesidad de estar juntos: yo, en la cárcel clandestina; ella, en la calle exigiendo mi liberación.

A las diez de mayo en punto, ella es el humo del incienso de sándalo que nadie ve saliendo de mí bajo como palabras; es una almohada itinerante en busca de mi cabeza cuando la tribulación manda; es una ciudad de ojos grises que espera todavía mi declaración jurada sobre la tortura y asesinato de la revolución; es el telegrama de afligido amor que me escribió hace treinta y nueve años, a las diez de mayo en punto, que me espera, en una banca de madera del resucitado edificio del telégrafo, para que lo lea en silencio mientras dibujo espejos negros y unicornios azules que, a las diez de mayo de la tarde, se obstinan en ser buenos, honrados, cariñosos, titulados, alegres, tal como soñó, a las diez de mayo en punto, que serán sus nietos. Son las diez de mayo en punto, las diez de mayo de la tarde en todas las lunas, almanaques y relojes que en lugar de marcar la hora marcan la nostalgia.

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