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A Lilo Cabrero lo vieron tristón

 

Mauricio Vallejo

 

 

Lilo Cabrero estaba sentado en un andén. Pero Lilo vendía chicles y cantaba para no aburrirse, para no ser triste.

 

— Esta sentado /San Pedro en el sol/ con el calzón roto…

 

Y una seño que mirusqueaba por la ventana arreglándose los ganchos sandinos, con tal de dejarse ver por la cuadra fue a platicarle. Lilo calló.

 

—¿Qué te pasa niño? ¿Y tu mamá? ¿Por qué andás así por aquí todo triste?

 

Lilo miró para el cielo que casi se le tiraba, y ahí vio la cara de la señorita que estaba chula y huelía a perfume. Bajó los ojos y se puso a darle vuelta a una cajuela.

 

—¿Niño?¡Ay Dios que le sacaba platica! Lilo era recontramudo con la gente que se le ponía de muy así estirada y llorosa, aún creía en el derecho que es derecho, pero esta señora se veía alegre y como en la alegría no hay limítrofes de calzón ¡Chas! Que sonríe y suelta la cajuela.

 

—¿Y tu mamá?

 

— Allá en la casa.

 

— Vení te voy a dar una espumilla.

 

Lilo Cabrero se paró con la mano de la señorita en su hombro y se compuso una risa cholca que pedía socorro de simple por tanto tragar saliva.

 

Al entrar vio un zapato negro y brillante que como que era de charol.

 

— Que bonito zapato. Se ve bueno

 

— Si, se ve bueno. Se le perdió el otro a mi papá y ahí está.

 

—¡Ah! ¿Y no lo ocupa?

 

—¡No!

 

— Me lo da

 

— Si querés. Y risotada que hicieron los ojos, Lilo se comió la espumilla, y con un Dios se lo pague se despidió de la señorita chula no sin antes pensar que si la señorita le hacía la espera más allacito se casaba con ella.

 

Al ir por la calle se miró los pies chuñas, las piedras, la basura y los tragantes podridos. ¡Fum! Pasó un camión arenero salpicando con su carga. El radiopatrulla se miraba rondineando al otro lado del barranco, se agarraba de juguete. En las champas a la orilla del boulevard tenían cerrado por el ventarrón que apuñaba ojos.

 

Lilo Cabrero caminaba. Iiii caminaba. “Yo me lo trabo”, pensó y ya lo tenía puesto. Dejó ir una miradita para el otro lado del barranco, imaginándose que por ahí a lo mejor lo encontraba. Apachó un ojo para comerse la mitad de la tristeza, era como si a este, lado las champas, luego el río, y para aquel las casotas.

 

Así que no abrió el ojo, y aunque le quedaba Aladino, se vio el zapato a la medida. Y ¡Jilín! Salió para su casa, pescueseando como lagartija, así de señor de reloj, banco, perfume, carros y amantes.

 

El tufo del río le pareció flor, el color del sol sobre aquel lodo: miel y oro.“!Chivo!” Lilo Cabrero se había contagiado con la alegría de la seño.

 

Llegó a la champa y la mamá que chinchineaba a un cipote prendido de su pecho mientras espulgaba la cabeza de una niña, lo ojió de luceada de reflector.

 

— Ve. ¿Y dónde has andando?

 

Lilo se calló pelando los dientes. Remigio el que lo sigue soltó una tela con lodo que andaba levantando con una varilla de paraguas para jugar de desfile. Y se le acercó al chile señalándole el zapato.

 

— Mire el Lilo mamá. Anda de vieja pícara.

 

— Ve que bicho –dijo la señora detonando en sus uñas un piojo- Ya te toca ir a vender a la estación.

 

— Remigio le acercó la cajita con chicles y mentas y Lilo se hizo el loco. Andaba de viaje en OVNI. Se había ido hasta por Guazapa a las tierras de don Julián, a donde vivieron en la misma champa de ahora, que se la trajeron junto con el pato y el candil. No la pudo imaginar pues tenía el ojo pacho, ni aún teniéndola enfrente.

 

— Alcanzame el pañal, que ya se durmió el niño, y andá quitate eso.

 

—¡Mamá! El reparto

 

Remigio colocó la caja en la mesa, avisó, y nervioso desequilibró a Lilo que andaba de viaje, haciéndole chulear los ojos.

 

—¡Chist! Ya se llenó de mierda el zapato.

 

Toda la gente del champerío se aglomeró agitada ahí por la casa comunal. La mamá acostó al cipotío y jaló a los otros para el reparto. El Lilo se quedó un rato limpiando el zapato con tejo y choyándolo en el zacate.

 

El reparto que se desmoronaba por las tormentas y el desempleo venía representada por Perlita del Manantial. Traía enfermeras y víveres.

 

Los hacían llenar los dedos de tinta y marcarlo en una papeleta para afirmar que se sentían satisfechos con la organización, luego daban la bolsada con arroz de miga, maiz y leche en polvo descremada.

 

Lilo Cabrero se limpió las manos en el ruedo y volvió a meterse el zapato con ganas de tirarle de patadas al excremento del chucho, seguro que el de Gonzalo, el de la par, que estudiaba en la universidad porque era de la policía especial y se cochaba con la policía universitaria.

 

—¡Hijo! La seño del zapato.

 

Perlita del Manantial ya sin los ganchos sandinos repartía víveres y sonrisas, y a cada bolsada una foto. ¡Clachk! ¡Clachk! Otra. La mayoría de fotos las mandarían al periódico.

 

Sin tristeza que estaba, Lilo la miraba todo apagado como cuando miraba el reloj en la torre del parque de Guazapa, como la vez que vió pasar tanques y soldados a la guerra contra aquel ejercito de estudiantes que venían de gritos y cuadernos por la Veinticinco, como cuando la hija de la Chenta tortillera jugando mica se le apretó con besito y salió corriendo con su travesura. Puso así, piquetero el zapato y atortujado fue a saludarla.

 

— Señora… ¿Cuántos son?

 

— Seis pero él ha ido a los cortes. Sólo cinco, señorita.

 

Perlita del Manantial le acercó la tinta y la papeleta. Lilo corrió y se arrimó a la mamá, con el ombligo retorcido que era una brasita deslizada por el esófago frío después del sorbete. Corrió encogiendo el pie con el zapato y risueño para que lo viera.

 

Nacas de verlo. Apachó el ojo, y Perlita ni se mosqueó.

 

Que bien se sentía con el ojo pacho pero para Perlita era igual, ni se acordaba, era como salir en las páginas sociales y ni trazas de recordar lo que habían platicado. Lilo se sintió triste.

 

— Pasen allá ¡Jujú!

 

¡Clachk! Foto. Risa. Bolsa. Clachk! Foto. Risas. ¡Clachk! Las enfermeras con jeringas en la mano cantaban y se movían como hadas, como cascabeles en celo.

 

— A la víbora víbora de la mar

 

Por aquí puede pasar,

 

El de adelante pasará/ y el de atrás se quedará.

 

¡Tras y tras y tras y tras!

 

A cada uno lo vacunaba y ¡pich! Vacunadota. Lilo venía en la cola detrás de su mamá.

 

— Pase el otro

 

— Yo quizá no, seño.

 

— Vacunarse es por su bien

 

— Si me obligan, me echo limón, mucho duele.

 

Lilo con el ojo pacho asintió a la mamá instándola con la mirada para que se vacunara.

 

Remigio y la niña iban secando con las pestañas una lagrimita negra y sobándose el brazo.

 

— Señorita, ¡Por favor!

 

Y soltó la mamá de Lilo su diccionario de suplicas. La enfermera hervía algunas jeringas. Lilo huelía que por un pelo no se ponían en juego las puteadas.

 

—¿Qué pasa aquí, enfermera? –Preguntó Perlita del Manantial

 

— Que esta señora no quiere vacunarse y que si la obligan se hecha limón.

 

Las otras angelitas palomas de algodón y éter, seguían enchutando agujas.

 

— Bueno, vamos a ver.

 

Perlita sobó sus labios, sacudió las uñas y se tronó los dedos mientras fruncía el ceño.

 

—¡Y los campesinos! ¿Qué hubieran dicho?

 

Se entrometió la enfermera en aquel silencio.

 

— Esos no leen. Bueno, déjeme pensar.

 

Si se dio ración de seis, se necesita de seis. Bien. Se puede prescindir del muchachito.

 

— Gracias niña—se abalanzó la mamá de Lilo haciendo un bendito alabado sea el Santísimo y poniéndole ojos de gratitud.

 

— póngase la vacuna, le hará bien. Si no duele. Ya va ver que le van a dar el ejemplo.

 

Lilo con su ojo pacho oía chantes y caída de agua sobre las piedras. Notas iridiscentes que tallaban un cristal en forma de rastrillo hasta limpiar entero de hierbas el espacio.

 

Se agachó y limpiándose los zapatos, con la boca temblorosa y húmeda se ofreció como voluntario. Más de un cincuenta por ciento inclinado para ser visto y reconocido por la seño.

 

Bien que se podía la cara de los que peregrinaban y de rodillas por todo Guazapa se arrastraban hasta el santuario para pagar su promesa.

 

— Pongan toalla.

 

— Los delantales.

 

O la cara de los nazarenos en la procesión del centro, de los viejos que llevaban su candela.

 

— “Venid pecadores

 

Venid con la cruz,

 

A adorar la sangre

 

De mi buen Jesús”.

 

Y así la puso pues. Perlita del Manantial le sonrió sin conocerlo, y Lilo se fue a las nubes. Se acercó a la enfermera y puso por delante su pie con el zapato.

 

—¡Ah! Hola niño, sos el que estaba triste en el andén de por la casa.

 

— Sí

 

—¿Y qué tal?

 

— Bien.

 

Y dio la vuelta Perlita a lavarse la boca, el rostro y las manos.

 

— Vamos a ver —dijo la enfermera.

 

Masajió con un algodoncito, apretó el brazo, agarrando impulso le ensartó la aguja.

 

Lilo encogió el pecho y cerró el otro ojo.

 

La mamá fue a contemplar a los otros cipotes.

 

El ventarrón azotó un su poco. Viajaba del cerro al volcán. Vibraron las láminas y los cartones, algunos rozos de ladrillos cayeron, y el airecito apretó los ojos a la calavera de Lilo. La luz no fue más que una plasta de huevo estrellado con tomate y canela. Ya no había división de que aquí las champas y allá las casotas, aquí el zapato y para acá el pie descalzo. No había paisaje, ni era niño. Era como si desde siempre hubiera vivido. Como hubiera querido otra espumilla, otro zapato, y la señorita chula como si nada. Con el recuerdo comía otra, con el recuerdo se hacía el par. Y pensaba cosas con un llanto hondo y callado y deseaba cosas con un llanto hondo y callado y deseaba cosas y hacía friyito. Sintió cosquillas y el pie comenzó a crecerle con todo y zapato. Como de payaso se le volvieron. Perlita del Manantial se pintaba los labios. Chepe chancleta miraba doble y empañado recostado en las graditas de palo y tierra de su champa. Remigio y la niña se iban en la corriente del río. Se detenían por un higuerillo en papelero negro que saboreaba cada centrimetro que se humedecía y regresaban. Vio bien a la Marinita la hija de Pepe diablo, que no se le miraba cerca de seis a seis, quizá por la fábrica, o por la calle Arce puteando. Pálida boqueaba con una sonrisa que chiniaba sus cachetes chapudos de tanta espinilla. Estaban: Chito, la Sonia, Boby, Eugenia y el chivo de Mauro Cangrejo.

 

Y creció el zapato. Elevó la suela, la alargó, subió el tacón y engordó y en su desarrollo asustaba a las hormigas que andaban de curiosas escondiéndose por la arenilla. El zapato de Lilo cabrero se extendió y apachó todo a su paso. Había que destruir el palacio, las plazas, los parques, las iglesias, restaurantes, destruir todo de lo que ellos estaban marginados.

 

—¡Vaya, vaya! Ya estuvo, ya estuvo. Así con el algodón. Te la apretás bien. Aquí te lo voy a dejar llenito de alcohol. ¿No duele verdad?

 

Como que lo succionaba un tragante. Lilo regresaba. Vio con sus ojos apachados a Perlita del Manantial riendo con tamaños colmillos chorreando sangre. A la enfermera chelita chelita con los dientes amenazantes y negros. El zapato en fin de coito, se reducía. Y ya no podía crecer y apartarlas de su vista. Con que amor le vomitaba. La dejaron el algodoncito con alcohol. Lilo Cabrero lo agarró y abrió los ojos.

 

La mamá, Remigio y la niña regresaron a la hora para la champa. Se repartió a toda la gente y Perlita del Manantial ofreció traerle a los niños a la primera dama de la república con pelotas, sorbetes y dulces.

 

Lilo cabrero dio vueltas en las calles del champerío, arando con su zapato la basura aquella en cada espacio donde se cagaban las moscas, los cipotes, los cuches, las gallinas y los patos. Hedía con ganas, quien sabe que más que aloja el tuetano de los extraños que lanzan sus miradas cuando pasan por el boulevard.

 

Se escondía en sombras, palos carcomidos, laminas oxidadas con agujeros y pintura, piedras y trozos de ladrillo para defender del viento, lodo, plásticos, cartones, en humo. Se escondía en sombras y apechugado en las ramas de los pocos árboles estrechaba el tiempo y hacía huequitos en los techos para caer encima del sueño de los hombres.

 

El volcán se tragaba el sol, las nubes lo jalaban. Lilo cabrero fue llegando a la champa. Remigio y la niña jugaban con otros esperando los frijoles. El tierno chillaba. Las gallinas de más arriba cacaraqueaban.

 

— Ya venistes? –dijo la mamá de Lilo.

 

— Ahí está la cajita en la mesa, andá que aún se puede.

 

— Me duelen las manos –replicó Lilo.

 

— Pero tenés que ir…

 

—¿Y si llueve?

 

— Va a llover hasta para el día de difuntos. Eso si llueve.

 

— A Remigio ya le tocó. Andá

 

—¡Quiere! Me duele el brazo…

 

—¿Para qué andás de ofrecido pues?

 

Lilo Cabrero que aún llevaba puesto el zapato caminó para atrás y se volvió a llenar.

 

—¡Chis! Ya me llené de mierda.

 

Y tiró el zapato a las nubes con temor a que creciera en el aire y los agachara a ellos.

 

A Lilo Cabrero lo vieron tristón vendiendo chicles y mentas por los andenes de la estación de oriente. Perlita del Manantial estaba en su casa poniéndose los ganchos sandinos. La hija de Pepe diablo se iba para la calle Arce.

 

Remigio y la niña se encontraron el zapato. Con un palo lo enchutaron y anduvieron de juego y juego con los demás, tirándoselo así todo lleno.

 

— Remigioooooooo—gritó otra señora.

 

Los niños salieron corriendo para sus champas. Solo Remigio se quedó atrás con el zapato. Y el zapato aún tenía la influencia de Lilo que se dice magnetizado. Con un tejo lo limpió, y lo escondió por un volcán de ripio.

 

Camino a la champa iba cuando el zapato a la gran carrera llegó por sus pies chuñas y se ensartó en uno de ellos.

 

—¡Remigioooo! Apurate o te vergueyo. ¿Cómo dejás que la niña venga sola?

 

Lilo vendía chicles y cantaba para no aburrirse, para no ser triste.

 

— Estaba sentado

 

San Pedro en el sol,

 

Con el calzón roto

 

Y de fuera un coyol.

 

— ñaaaabjubjuñañijñbjñjy- chillaba la niña y el tierno.

 

Remigio apachó un ojo.

 

Lilo vendía chicles y cantaba para no aburrirse, para no ser triste.

 

 

 

 

 

Edgar Mauricio Vallejo Marroquín (1957-1981). Nació un 28 de diciembre y fue un joven prolífico escritor, poeta, cantautor e ideólogo salvadoreño que fue secuestrado el día 4 de julio de 1981, cuando salía de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. Fue torturado y asesinado a sus 23 años, sin que a la fecha (2017) se conozca en donde quedaron sus restos.

 

A pesar de su corta edad era conocido en su tiempo y publicaba semanalmente en periódicos y revistas nacionales e internacionales, tales como en la Revista Dominical de la Prensa Gráfica entre 1976 hasta la fecha en que le desaparecieron, en la Prensa Literaria Centroamericana y en revistas y periódicos de América Latina. Sin embargo, tras su desaparición también fue silenciado su nombre y su obra por algunos de sus colegas coetáneos y por editoriales.

 

Vallejo admiraba mucho a Salvador Salazar Arrué y desde su infancia creció en contacto con la vida rural en Tonacatepeque, además de implicarse como dirigente de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) y en diversas organizaciones estudiantiles y civiles; lo que sin duda influenció su obra y le valió la persecución y su desaparecimiento. De hecho, tal como lo asegura en sus ensayos Alfonso Velis Tobar, Vallejo “utiliza, un estilo de jerga costumbrista, del habla salvadoreña, de ambiente rural, lenguaje urbano, de contenido político y estampas que describe tiene huellas de un realismo social o realismo crítico al mismo tiempo.”

 

 

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