Luis Armando González
I
Hay autores que manifiestan un abierto rechazo a la clarificación conceptual, pues la consideran una pérdida de tiempo. Otros -en cambio- no rehuyen el debate conceptual; más bien, al contrario, son prolijos en el tratamiento de los conceptos propios y ajenos. Es probable que la postura correcta esté en medio de las dos mencionadas; y, si es así, habría que reconocer que la clarificación conceptual, sin serlo todo, no deja de ser útil para orientarse en la realidad, especialmente cuando en ésta proliferan las nociones confusas, fanáticas o simplistas de los fenómenos. Es con el ánimo de aportar a la imprescindible clarificación conceptual que he redactado las líneas que siguen a continuación, centrándome en dos nociones que, de tanto ser llevadas y traídas –y peor desde que entraron en los circuitos mediáticos— han terminado por significar lo que a cada quien le parece que significan: “género” y “generación”. Como no simpatizo con los relativismos sin fundamento y creo que existen criterios de validación lógica y empírica de cualquier enunciado, mi referencia para examinar los avatares de las expresiones citadas son las luces que el conocimiento científico nos ofrece al respecto, ya que es este un conocimiento que descansa, precisamente, en la racionalidad lógica y en la evidencia empírica tomada de la realidad.
II
La palabra “género” es ciertamente singular. En la actualidad, lo normal es que se haga uso de ella para los fines más diversos, incluidos los reivindicativos, que en cuanto tales –y siempre que se persigan fines que nos lleven a una mayor justicia— merecen ser respaldados sin reticencias. Me permito una anécdota personal: al asistir, en fecha reciente, a la presentación de una revista académica, en las mesas de entrada había una hoja para llenar por los asistentes, en una de cuyas casillas decía “género”. Me sentí confundido y dudé sobre si poner “humano”, “masculino”, “hombre” o “heterosexual”. Sin estar seguro, puse “masculino”, recordando que cuando era niño y adolescente la pregunta acerca del género admitía dos respuestas: masculino y femenino. Sin embargo, desde aquellos años sesenta y setenta del siglo XX hasta esta segunda década del siglo XXI, se han vertido mucha tinta y palabras sobre la expresión “género”, de tal suerte que no siempre se puede estar seguro de lo que está en juego cuando se la usa.
Así que lo mejor es partir del terreno más seguro que tenemos para hablar de género, y este es el científico. La palabra, por cierto, llegó a la ciencia –concretamente, la taxonomía y, posteriormente, la biología evolutiva y la paleontología— desde la filosofía aristotélica que tuvo el acierto de plantearla con una claridad asombrosa, como no podía ser para menos tratándose de Aristóteles, el creador de la Lógica. Uno de los propósitos de este filósofo era definir correctamente los entes naturales. Y es en ese marco que la palabra le sale al paso como un recurso útil: los entes naturales pertenecen, como individuos, a clases más amplias con las que tienen relaciones de semejanza: constituyen su “género próximo”. La primera tarea al definir un ente consiste en adscribirlo a su género próximo, pero no basta con ello pues el mismo debe ser identificado (definido) en su especificidad, o sea, en su “diferencia específica”.
El resultado de todo ello es la definición del ente: la determinación de su género próximo y su diferencia específica. Esta determinación se construye (o expresa) en una proposición lógica según la cual del sujeto gramatical se predican, mediante el conectivo “ser”, sus accidentes. Es clásica la definición aristotélica del ente humano: “animal racional”, en la cual el género próximo es su animalidad –compartida con la clase formada por los animales— y la diferencia específica es el alma racional1.
No hay, en esta formulación elaborada en el siglo V a de C. sobre el género, una referencia al sexo de los entes humanos ni a lo masculino o lo femenino. Es una fórmula para agrupar individuos a partir de sus semejanzas, que es complementada por la identificación de aquello que los hace específicamente únicos. En el lenguaje común esta visión del género ha estado presente desde tiempos remotos, y se usó para referirse a las telas, a las cuales se llamaba “géneros”, y aún ahora se usa para hablar de “géneros musicales”. En la concepción de Aristóteles el lenguaje se articulaba -como ya se dijo- a partir de dos partes (sujeto y predicado) unidas por el conectivo “es”, que revela la dimensión ontológica de las sustancias y sus accidentes o atributos.
III
En la modernidad, el eco de la noción aristotélica sobre el género y la especie se hace sentir con fuerza, y la taxonomía la hace suya como herramienta de clasificación de las especies vivientes, entendidas, en lo esencial, como un agrupamiento de individuos que se pueden cruzar entre sí y dejar descendencia. El punto de partida, sin embargo, son las semejanzas morfológicas entre estos individuos, las cuales permiten agruparlos como parte de una misma especie. Los miembros de una especie cercana, tienen semejanzas con ellos, pero también diferencias notables. Y así sucesivamente. Al final, un género puede dar cabida –y en efecto así lo hizo la taxonomía— a especies con rasgos morfológicos compartidos, pero con diferencias morfológicas irreductibles entre ellas. Y, el interior de las especies, los individuos, no solo sumamente semejantes en sus estructuras anatómicas, sino con capacidad de tener descendencia fértil entre ellos2.
El género es, pues, tomado como una categoría que agrupa a varias especies, que a su vez son una colección de individuos. No hay en esta concepción de género una referencia a la sexualidad, a lo masculino o la femenino, en cuanto que lo sexual se juega en el plano de las relaciones de los individuos que forman una especie, siempre y cuando éstos se reproduzcan sexualmente.
La distintas disciplinas biológicas heredaron la herramienta de clasificación de la taxonomía clásica –que tuvo en Charles Linneo (1707-1778) a su gran artífice— y el instrumento ha sido afinado y corregido en muchas de sus implicaciones teóricas. Para el caso, la noción de género no solo es una categoría de clasificación de especies, sino que apunta a un parentesco real, biológico, entre esas especies –y por supuesto, entre los individuos que las forman—. Lo mismo que hay un parentesco real, biológico, entre los distintos géneros de todas las especies de seres vivos –y entre las familias, los órdenes, las clases, los filos y los reinos— que es evolutivo, y que se remonta a un Ancestro Común Universal (LUCA), que vivió hace unos 3,500 millones de años.
En fin, y para efectos de estas notas, el concepto de género es parte del arsenal imprescindible de la ciencia biológica actual, lo mismo que el de especie, individuo y gen. No hace referencia, como ya se dijo, al sexo o a lo sexual pues esta dimensión (o aspecto) atañe a los individuos que forman una especie, siempre y cuando se reproduzcan sexualmente. Y, en estos casos, en la ciencia biológica, las expresiones que se usan –ya se trate de biólogas o biólogos— son “machos” y “hembras”.
¿Y en el caso de los seres humanos? Aquí el razonamiento es el mismo. Los individuos humanos actuales pertenecemos a una especie –la especie Homo Sapiens— que surgió evolutivamente en África y que se irradió por el mundo desde hace unos 100,000 años. Es –somos— una especie biológica como cualquier otra, que compartió género como otras especies humanas (el género Homo que no quiere decir “hombre” ni “macho” ni “varón”), ya desaparecidas, la última de las cuales –con la que el Homo sapiens compitió, compartió recursos y tuvo amoríos— fue la especie Homo Neanderthalensis, desaparecida hace unos 40,000 años3. Desde entonces, los Homo Sapiens hemos colonizado el planeta, dando muestras de un enorme éxito reproductivo, creado sociedades diversas y un mundo cultural rico en manifestaciones religiosas, artísticas, filosóficas y científicas. Hemos creado un enorme potencial tecnológico, industrias extraordinarias y una riqueza nunca antes vista, aunque muy mal repartida. La pobreza, las guerras, el deterioro ambiental, el fanatismo y la ignorancia siempre están presente, aunque –como señala Steven Pinker— en retroceso desde la llegada de la Ilustración, en el siglo XVIII.