Alfredo Cardona Peña
Escritor
Mi querido Salarrué: He vuelto a escuchar el asaber salvadoreño, check y el pa que veya, el áchís la babosada y otras interjecciones y modismo que sólo la tierra prieta y el nacimiento pueden amasar.
Son los nativismos del lenguaje como el temperamento de los hijos de un español casado con india: pueden tener el color de padre, pero os ojos profundos son de la madre, y más aún, los misterios de su psicología.
Esas palabras que usted, Salarrué, ha juntado como misionero en alcancía, depositándolas como centavos en el fondo de su cofre de estilo dicen más del alma salvadoreña que muchos tratados sociológicos, históricos y etnográficos. Yo le admiro de inmediato el arte con que sabe universalizar la aldea, que siendo descalza y con niguas taconea por el empedrado con más garbo que la suela importada, gracias a su condición de taumaturgo. Los brujos con las yerbas, usted con las palabras, nos dan la infusión mágica, el té de hojas para que reposemos de la tos académica. Yo quisiera que los clásicos y puristas leyeran pronto este libro que le ha nacido como el vello al durazno. “Azorín”, por ejemplo, tan minucioso para desenterrar energías del habla, se encantaría de plano con sus descripciones y diálogos, e iría al vocabulario como el filatelista al catálogo último, buscando las novedades del “sello” geográfico. Pero me imagino que los muy adentrados en casticismo no pueden saborear como nosotros el sentido de un giro campesino, ya que las expresiones del indio que habla español como de prestado, leídas en los libros, se disecan un tanto. Pero ahí está usted para imprimirles vitalidad. Además, que no todo en “Trasmallo” es muestrario de voces; tiene el primor de los tratamientos bellos, fotografías insuperables de tipos como el violinista, e zapatero remendón y la anciana angélica, con los cuales usted, Salarrué, quintaesencia el arte de revelar el corazón del pueblo.
Su libro es de conocimiento y equilibrio; no tiene lo desmesurado y acaso brutal de los escritores torrenciales. Cada cuento es como un filtro labrado en donde cae, gota a gota –palabra a palabra- la revelación del paisaje y e sentimiento de habitante. No produce la risa ni el llanto, sino la sonrisa, que es el estado más inteligente del ánimo, el centro de la atención magnetizada por el relato; la sonrisa es eminentemente un estado adulto, la espuma de la reflexión, el marchamo del alam cuando se encanta, y ella es el clima de las páginas de “Trasmallo”.
Mire, Salarrué, de los escritores de cuentos americanos, que conozco y he podido leer, usted es el que me da más la sensación de pureza, de amor fugado a consuelo. Unos son demasiado coloniales, otros demasiado crueles en sus relatos. La conmiseración desnuda, la piedad descarnada o el humor bruto no son ungüentos de mi gusto. Yo prefiero al que sabe auscultar como un cardiólogo el pecho del indio, oye sus voces y aprende el nombre de sus plantas. Prefiero esto a la radiografía espectral, al desollamiento de su modo de ser. Lo que pasa es que ya nos vamos cansando de que nos den al indio “decorativo”, y como aparte de lo funcional de los seres organizados. Eso de la “incorporación” del indio a los ambientes oficiales de la civilización, es viejo truco. El indio no necesita incorporarse a nada; lo que le falta es tierra, maíz y alfabeto, que con estas tres cosas hará muchísimas, y aún más: podrá terminar con un Imperio, como sucedió en México.
Usted nos presenta al habitante rural tal cual es, sin mixturarlo por afán literario. Aquí el pathos es el tema, y el ethos el lenguaje. Yo no sé cuál narración elegir, pero le voy a confesar que uno de los cuadros que más me han impresionado, al extremo de mojarme los ojos, es “El Mar”, que aparece en la página 105 del libro. No llega a cuento, pero es la penetración más honda y delicada que se pude hacer en el alma de nuestros indios. Es un poema de raro alcance subterráneo, una pequeña obra maestra de observación imaginada, pero no falsa. Eso de los indios viejos ante el misterio de Thalassa, que no conocía, que se hincan y murmuran plegarias ante el sinfónico abismo, es un acto mágico, una reproducción de lo que ocurre en la mente cuando medita en el cosmos. Le he dicho que es un poema, y no sólo por su porción de lejanía, sino por su valor físico, pues no sé si usted habrá notado la melodía y ritmo de los conceptos finales, escritos inconscientemente en versos de nueve sílabas, con excepción de dos oraciones desiguales. Mire, sino:
La mujer siguió su camino;
Y los indios viejos de Honduras,
Que no habían visto nunca el mar,
Siempre cogidos de la mano
Se arrodillaron en la playa…
Viniendo enseguida el prodigio de la frase que cierra la página, y que es como el punto de luz en los ojos de los retratos, como la clave emotiva de todo el conjunto… “y rezaron quedito y en lengua”.
He corrido con este encantado pormenor religioso y lo he leído a varios amigos que hablan el dialecto zapoteco (de las viejas culturas de Mitla y Albán) para ver sus reacciones y comprobar el milagro: ellos se han impresionado como yo, porque les ha calado al fondo demiúrgico de la escena.
A mi no me den escritores en prosa sin poesía, en género de cuentos. La poesía debe alentar a la prosa, no como sistema de estilo, sino como clima, como fatum. Hay escritores que desvelan el paisaje y las particularidades humanas de un país, pero no logran capturar los misterios, las zonas ocultas, los alientos que producen tales fenómenos. Es porque carecen del don inestimable de la poesía, de esa fuerza que logra colarse por los intersticios del idioma para hacer sus constataciones indecibles y producir esos actos de magia sin los cuales no hay revelación, sino comprobación.
México, D.F., diciembre de 1954. Revista Cultura No 1, San Salvador, El Salvador, enero-febrero, 1955.
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