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¡A remojar barbas se ha dicho!

Por Carlos Abrego

Nadie fue capaz de vaticinar que con la llegada de Bukele al poder, iba a desatarse una serie de catástrofes sociales. Estas son reales, el país se ha endeudado y está a punto de ahogarse en esa deuda y el FMI tarda en lanzar el salvavidas que Bukele reclama a gritos; la hambruna ya no es un fantasma que amenaza, sino que una dolorosa realidad, que se expande por todo el país.

La carestía de los productos de la canasta básica sube a inalcanzables cimas. Es frente a esta hambre y desesperación que los agentes de la CAM de San Salvador libran batallas callejeras y destruyen las mercancías de los vendedores ambulantes. Con esto sumen aún más en la pobreza a estas familias, privándolas de sus fuentes de recursos para poder pagar su sobrevivencia diaria.

La cólera de muchos contra los agentes de la CAM es justificada, pero se equivocan un tanto del principal blanco, que en realidad es el alcalde mismo de San Salvador, quien obedece al presidente de la exrepública salvadoreña.

El gobierno de Mauricio Funes no emprendió reformas estructurales para transformar la sociedad salvadoreña, sin embargo, sí realizó reformas y tomó medidas hasta donde se lo permitió la derecha, que aliviaron en mucho el malvivir de numerosas familias, ayudó a los escolares con desayunos gratuitos, útiles y zapatos también gratuitos y el par de uniformes anuales, creó instituciones sanitarias y de asistencia social para la niñez y las mujeres. Sánchez Cerén mantuvo estas medidas intactas, actualizó tal vez alguna. Por lo general no anuló ninguna de estas medidas.

Al llegar Bukele sí han desaparecido en realidad algunas, llegó prometiendo mejorarlas todas y en vez de eso tenemos que cierra instituciones, las ayudas a la niñez renquean en su ejecución y la promesa tantas veces repetida y gritada de que renovaría los locales vetustos de las escuelas y que construiría nuevas y como mentir le es tan fácil ha afirmado varias veces que estaba construyendo cinco escuelas semanales, nadie las vio, pero hay quienes le creen, sobretodo afuera del país.

Nuestra sociedad no ha progresado mucho en su mentalidad, podemos decir que groso modo nos dominan sentimientos totalitarios, casi fascistas, tenemos el culto del cacique fuerte y dominador.

Cuando las maras fueron creciendo y hubo personas que llamaban a instaurar medidas preventivas y de reeducación eran rechazadas por la mayoría. Eran rechazadas por inútiles e ineficaces, a la sumo podían servir a largo plazo, pero lo que se imponía era exterminar a esa gentuza, a esos criminales. Este término usado en la Alemania nazi no aparecía en los comentarios diarios de manera fortuita, reflejaba un modo de pensar y sentir ya viejo entre nosotros, desde alguna adoración que logró adquirir el mismo prototipo de dictador Maximiliano Hernández Martínez y que se fue prolongando bajo la larga sucesión de dictaduras.

Nos acostumbramos al orden dictatorial, a las soluciones represivas. Aquello de que en algo andaba metido para justificar una captura de cualquiera mostraba a las claras que lo subversivo no recibía ninguna aprobación, ni apoyo. Esta mentalidad persiste en el país y de alguna manera el usurpador dictatorial la inculca y la alimenta.

Con el Estado de Excepción que se ha vuelto permanente, recibe por sus resultados visibles la aprobación casi unánime de la población. Es cierto que el pánico y temor constantes que reinaban en buena parte del territorio nacional han desaparecido y ahora la gente puede circular por las calles tranquilamente y hasta los niños pueden jugar sin amenazas de las maras. Esta medida radical no ha encontrado ningún obstáculo para su aceptación.

El gran pero que ha comenzado a aparecer es que bajo el amparo de esta aceptación general, las autoridades apresan también a gente inocente y se aprovecha para arreglar cuentas políticas y reprimir la naciente oposición a su gobierno. Hay también gente que es torturada, hay otros que han sido asesinados en las cárceles, etc. Todos estos atropellos son del dominio público. Sin embargo el usurpador hábilmente replica que los que defienden a los llamados inocentes lo que realmente quieren es liberar a los mareros.

Esta falacia ha calado incluso en defensores de los derechos humanos, casi todos al denunciar los atropellos que sufren las víctimas inocentes en las cárceles y reclamar su justa liberación, no omiten agregar que no están pidiendo que se liberen a los criminales. Con esto hay un problema de sociedad y de ética muy importante. Es cierto que ya no hay más justicia en el país, los jueces tienen que sobreponerse al miedo para dar fallos que puedan disgustar al régimen, la Constitución fue asesinada y no tuvo ni siquiera un entierro digno, se le dejó pudrirse abandonada en los escombros de nuestra dolorosa historia.

El Código Penal ya no tiene vigencia y la presunción de inocencia es un concepto fantasma para los carceleros del régimen. Los presuntos criminales que están ahora en las cárceles salvadoreñas no han tenido juicio, ni ninguna notificación judicial, no pueden ser asesorados por abogados, muchos están privados de visitas, salvo algunos cabecillas que tienen un trato particular, tal vez por antiguos favores que recibió el caíd de la clica gobernante.

Todas estas ilegalidades se han vuelto minucias. Esto ha venido a completar una filosofía del derecho retrógrada que rige en nuestro país. Las penas mínimas en El Salvador son en cantidad de años como las máximas en países europeos. La privación de libertad preventiva se ha vuelto la norma, lejos está de ser una excepción, un último recurso. El Salvador está en la lista de países latinoamericanos con el 80% de encarcelados sin condena (con Bolivia, Paraguay, Uruguay, Panamá y República Dominicana), esto debido al rezago judicial. Esto es una realidad que existía ya antes del Régimen de Excepción.

Ahora en el retroceso civilizatorio emprendido por el usurpador, en la Asamblea se ha hablado de hacer juicios por montones, decenas o centenas, en los que no se podrá juzgar equitativamente a nadie, pues no habrá tiempo, ni posibilidad para juzgar uno por uno a todos. La condena será igual para todos. Esto se aborda tranquilamente, sin estorbos morales, en la Asamblea. Los inocentes que sufren prisión (que no es ni preventiva, ni provisional, sino que simplemente arbitraria) son la demostración de que los desmanes del dictador le pueden alcanzar a cualquiera, que nadie se tenga por librado. ¡A remojar barbas se ha dicho!

Ahora volvamos a la frase que no omiten agregar los defensores de los derechos humanos cuando reclaman la liberación de sus protegidos, “que no están por que se liberen a los criminales”. Claro que la presión inmoral que ejerce el dictador los obliga a esta precaución oratoria, no obstante esto significa una tácita aceptación de que esos criminales sigan en cárcel sin que se les aplique a ellos el derecho a la defensa, ni el derecho a la presunción de inocencia, de que se les aplique imparcialmente la justicia.

Recapacitemos en lo que esto significa de retroceso en la concepción del derecho, aceptamos que la reclusión sin juicio, ni condena tiene absoluta cabida en nuestra sociedad. Este es un paso mayor en la aceptación no sólo de la ideología de la dictadura, sino que también en la aplicación de esta arbitrariedad ahora y para siempre. Esto se vuelve sin más en un principio de nuestra filosofía del derecho.

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