Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech, sickness
Desde Comala siempre…
El 2 de febrero de 1965, generic el hermano gemelo de F. T. inició las clases de la escuela secundaria. Estudiaba en un colegio situado en una colina. Se accedía por una avenida transitada entre vendedores ambulantes y tránsito sin sosiego. En seguida, se subía una cuesta que conducía directamente al edificio principal de tres pisos abierto al centro. El terreno se escalonaba en terracería. Abajo, canchas de fútbol y de básquet; hacia el medio, una piscina olímpica y el edificio en la cima. Por sino geográfico, la escuela se escrituraba en escalones semejantes. Hacia el sótano abierto, unas canchas de frontón; la primaria, en el primer piso; la secundaria, en el segundo. El último piso les reservaba recámaras a los profesores internos, ya que pertenecían a una orden religiosa. Casi todos los alumnos vivían fuera. Sólo un puñado residía interno, para someterse a la disciplina y al posible ingreso a la compañía. Ese día, el joven debía revisar sus intenciones para justificar el internado. El primer voto lo expresaba la memoria personal en sus claves ignotas. Recordó eventos y personas significantes. Su aprendizaje de las malas palabras, en un intenso intercambio de papeles con su mejor amigo. Al insultarse, mostraban la destreza de la palabra y la amistad se volvía cómplice en el delito. Ambos se unían también en el castigo corporal que recibían juntos por la afrenta. Tatuaje de mareros. Como los robos de hostias luego de una misa hambrienta. Igualmente sucedía con su horrible desempeño en los partidos de básquetbol. Sólo integraba el equipo por la obligación que le exigía al capitán admitir el juego de todos los integrantes. Él era el peor miembro del grupo. Siempre entraba luego del medio tiempo a hacer desmanes fraguados de antemano. Debía exasperar los ánimos del equipo contrario –ante todo irritar al mejor jugador— hasta propiciar el relevo de ambos. Jamás permanecía en la cancha más de unos quince minutos. Los atropellos propiciaban su pronta expulsión y su tedio en la bancarrota. No le sorprendía encarnar ese libreto preconcebido. La victoria nunca la obtenía la destreza ni la dignidad ética. Se lograba al descalificar al enemigo por enojo. Así sucedía en lo político —pensaba— cuya “divina comedia” se regodeaba en atribuir papeles complementarios. Su disputa constante jamás resolvería los asuntos sociales. De insinuarlo, preveía plasmar en un relato el hado migratorio de su progenie. Habían llegado de tan lejos que distantes morirían. El éxodo lo excluiría de los recintos sagrados de cualquier equipo. Corría veloz a solas; saltaba largo y alto como si escalara la brisa. El viento lo desgajaría del hato y guiaría hacia el verdadero origen. Practicaría un deporte tan solitario como el atletismo. A esa competencia la llamaba “nostalgia por la muerte”. La única añoranza la sellaba el instante en que, el regreso al inicio, se erigía en sepulcro. Ese retorno prescrito le sucedió el día de una caminata hacia el Boquerón, un volcán de cuyo cráter se desprendía el valle citadino en avalancha y gargajo. La marcha en ascenso le embargó una asfixia en flema. Su cuerpo inmóvil fue velado en la capilla del colegio. Así consta en el recuerdo de los archivos oficiales. Empero, una sección prominente del cadáver la enterró su amigo, el de los insultos en cariño. La soterró en abono bajo un mango indio que crecía solitario, al fondo de la primera terracería. Verde y deshilachado, con sal y limón, los demás compañeros lo degustaron en gran deleite los años porvenir. Con mayor apetito, ya que se trataba del cuerpo vivo, pero oculto, de un posible iniciado. Quizás por esa honda recolección, el hermano de F. T. se volvió el único interno perenne del colegio. Años después, el edificio sucumbió a un terremoto. Tan flagrante que al frente de una vecindad se leía “Todo pasa. Sólo Dios queda”. Fiel a su cometido, el árbol floreció la primavera siguiente. Aun si ofrecía frutos cada vez más ácidos al paladar sensible.
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