POR LOS CAMINOS DEL SUR
Desde antes de conocerla siempre me sentí cerca de la bahía de Acapulco. Mi abuelo Nacho nació en algún lugar de la costa chica del estado de Guerrero y se hizo militar, se desposó con la abuela Flora, educada bajo las costumbres decimonónicas regiomontanas. Conservadora toda ella, tocaba piano, leía a Góngora y escribía décimas y sonetos. De esta unión nacieron cuatro hijos: Gabriel, los mellizos Julián y Raúl y el menor de todos, Rubén. Eran oriundos de Monterrey, Nuevo León.
La mezcla extraña entre costeño y regiomontana resultó similar al producto de la nitroglicerina junto al dióxido de silicio, o sea, dinamita pura, al abuelo Nacho le hervía la tierra en su sangre, los guerrerenses son así, y la abuela Flora, flagelaba a todos con su carácter. El abuelo Nacho era un veterano del ejército federal que no estaba acostumbrado a recibir órdenes, y menos de su mujer. Era una relación compleja vinculada por el compromiso y la costumbre, típico matrimonio de antaño que esperaba que la muerte se desempeñara como juez civil y los separara.
Julián, el mellizo más fuerte, con 16 años, harto de las circunstancias familiares, huyó al Distrito Federal para crecer hasta alcanzar las nubes y sus sueños. Fascinado por la gran ciudad aprendió a ser comerciante, se prometió a si mismo regresar a Monterrey convertido en un potentado. Y vaya que lo hizo.
A inicios de la gran guerra, a los 21 años, Julián tenía un próspero negocio de importaciones y exportaciones, el comercio no tenía banderas y menos en época de crisis, a través de una compleja red hacía llegar penicilina a Europa y medias de nylon a México antes que la fábrica DuPont se dedicara a la fabricación de paracaídas. Le iba tan bien que compró un terreno en Acapulco para montar bodegas, un barco mercante de 90 pies de eslora y 24 de manga y un barco camaronero bajo el mando de un capitán mazatleco.
Por los caminos del sur Julián se fue para Guerrero y descubrió que le faltaba un lucero que luego encontró en la ciudad capital*, una salvadoreña errante como él y con la que fundaron una familia.
Porque siempre hay un roto para un descosido.
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* Canción compuesta por José Agustín Ramírez Altamirano en 1935
LA CREMACIÓN DE LEV DAVIDOVICH BRONSTEIN
El cadáver parecía que estuviera vivo, se hincaba, se levantaba, las llamas casi lo hacían levitar, se escuchaba un chirrido, fue impresionante, el efecto del fuego en el crematorio nos desconcertó a todos, yo estaba con unos amigos, era el suceso del momento, tu padre, siempre ha tenido muchas amistades, ya te lo he dicho, la riqueza de la amistad es incalculable, yo era muy joven, y por mi trabajo me fui ganando el respeto de todos.
Me había invitado el jefe del sector del centro de la policía, al que llamaban Centurión, esos eran uno de mis tantos aliados, debía tenerlos tranquilos y de mi lado, yo vivía en un hotelito cercano a la avenida de San Juan de Letrán, ahí conocí a tu mamá, creo que ella ya te lo ha contado, siempre ha sido una mujer encantadora y maravillosa, pero me estoy desviando de la anécdota, la ciudad, me deslumbró, siempre había algo nuevo por descubrir, entonces, era la primera vez que yo asistía a una cremación.
Para serte sincero, cabezón, yo no tenía ninguna razón para estar ahí, lo único que sabía es que al muerto lo habían asesinado con un piolet, el tal León Trotsky, uno de los personajes principales de la Revolución Rusa que desde hacía unos años se había exiliado en el Distrito Federal, con la autorización del Tata Lázaro, en una casona de Coyoacán, antes pasabas sobre el Río Churubusco para llegar a Coyoacán, una zona maravillosa llena de árboles centenarios, en cuyo atrio de la iglesia se había estrellado Victoriano Huerta, el chacal, el mismo que asesinó a Madero y a Pino Suárez.
Mi amigo, David Carrillo, el caricaturista y pintor del cuadro de los perros cazadores, el que está colgado en una de las paredes del comedor, vivió un tiempo en la calle de Francisco Sosa, a unas diez cuadras de la calle de Viena, donde se ubicaba la residencia de Trotsky, que dicen que anduvo de amoríos con Frida Kahlo, pintora y esposa del muralista Diego Rivera, el sapo era talentoso y se cotizaba muy bien en esos años, iba y venía de Estados Unidos, fue un escándalo cuando borraron su mural en el Rockefeller Center.
Stalin era un asesino de masas, yo no sé cómo tiene tanto admirador entre los dirigentes y militantes izquierdistas y más en Latinoamérica, aunque es de esperarse que el color verde de la lana sepulte las convicciones, sino que les pregunten a los secuestradores de Regalado Dueñas, uno de ellos, ¿sí sabías? desapareció con el dinero, ese caso también fue muy famoso.
A Trotsky lo despidieron más de trescientas mil personas, fue una afrenta que lo hayan matado en México, meses antes hubo otro atentado en el que resultó ileso de milagro, eran épocas difíciles, yo para andar seguro tenía un par de pistolas, una 45 con sobaquera y una tres 57 guardada en una maleta para lo que se ofreciera, te aclaro que nunca las use, más por pereza que por ganas, si sacas una pistola es para usarla.
Buena parte de mi tiempo debía estar en Acapulco, trasladarse para allá era como ir en diligencia, eran horas y horas, veías las nopaleras imponentes, y el asesinato de Trotsky repercutió en el negocio, las aduanas se pusieron durísimas y revisaban los cargamentos de penicilina como si fueran drogas, unos meses estuvo rudo, pero al final todo tuvo su cauce y se relajaron los agentes.
Nunca voy a olvidar la cremación de Trotsky, no te recomiendo ver alguna, cabezón, los muertos tienen una breve resurrección por el calor de las flamas azules, no son ilusiones ópticas, es como si quisieran entrar al cielo o al infierno caminando.
Aún muertos nos aferramos a la vida.
LLENÓ SUS ZAPATOS DE TIERRA Y PROMETIÓ NO VOLVER
Después de varios días de viaje interminables llegó a la frontera de Guatemala con México a las orillas del río Suchiate, llenó sus zapatos de tierra y musitó una promesa en silencio, se escuchaba con el tono de una plegaria.
─Jamás voy a regresar, se dijo a sí misma antes de abordar una balsa que la llevaría del lado mexicano.
El balsero la vio joven y de muy buena pinta, sonrió empujando con fuerza un palo largo que enterraba en el fondo del río para impulsar la improvisada barcaza, la distancia no era mucha, pero la corriente la jalaba río abajo hacia el occidente, al balsero se le saltaban las venas de los brazos por el esfuerzo hasta que por fin alcanzó la otra orilla.
La mujer era originaria de Tejutepeque, departamento de Cabañas en El Salvador, se llamaba Lucinda, tenía 18 años y había iniciado la aventura en un país lejano al de ella, la motivaban una serie de circunstancias personales y anhelaba descubrir cielos y suelos distintos.
Para una mujer, casi adolescente, la migración durante el Martinato era peligrosa de emprender y a ella le llamaba la atención establecerse en una ciudad centenaria como el Distrito Federal, la cual conocía por fotos en periódicos y revistas, la urbe se perfilaba para ser inmensa y desde mucho antes desplegaba sus maravillas como plumajes de un pavorreal.
A finales de la década de los treinta, los controles en las garitas migratorias eran laxos, a los agentes les ganaba ver a la mujer con aires y piel de europea y no le pedían identificación, presas de un creciente malinchismo, su garbo los avasallaba casi llegando a la hipnosis o al idiotismo de las gónadas.
Lucinda tomó el tren y abordó la segunda clase en Tapachula para el puerto de Veracruz, en la lentitud de los durmientes contempló ejércitos de cedros blancos, encinos, arbustos y árboles frutales, se aburrió del verdor del paisaje y alcanzaba con frecuencia el territorio de la ensoñación, el calor la hacía fantasear e imaginarse de ahí en adelante, la felicidad como obligación.
Se bajaba cada vez que podía en alguna estación y escuchaba el acento de la gente, tan parecido y tan distante al de su tierra, y nunca entendió cómo la vieron raro, en una conversación coloquial con otros pasajeros, al mencionar que el café estaba lleno de chingaste, extrañados que una mujer de su belleza fuese mal hablada, la invadió el candor porque no comprendía que en México “chingaste” se interpretara como el pretérito perfecto del modo indicativo en segunda persona singular del verbo chingar, o sea, joder o coger.
Le costaba el universo detectar cuando la albureaban, ese doble sentido tan usual en una conversación masculina entre mexicanos, que trasluce una proyección homosexual oculta, o un deseo de posesión reprimido.
Arribó al puerto de Veracruz y se hospedó en un hotel cercano al Palacio Municipal en cuyos portales ofrecían clases de danzón los jueves, Lucinda era experta en bailar foxtrot y charleston y se le facilitó aprender a danzar sobre un ladrillo, el llamado baile fino de salón.
Para ella todo era revelación, el café con leche por las mañanas, el malecón por la tarde con su brisa marina como caricia, el olor a mar en los pulmones, las grúas enormes que descargaban con presteza rústicos contenedores, el fuerte de San Juan de Ulúa y sus secretos enterrados en el tiempo, adonde estuvo prisionero Chucho el Roto, y la cordialidad de los residentes del puerto.
Aunque le ofrecieron empleo en una tienda de muebles, Veracruz significaba una estación cuya temporalidad estaba fuera de cualquier duda, ella continuaría para vivir en el Distrito Federal y conocer el glamur de otro puerto también muy famoso por las visitas de estrellas de cine: Acapulco la perla del pacífico con su concierto de luces titilando por la bahía.
Y una mañana calurosa tomó otro tren hacia la ciudad, la que todavía era la región más transparente del aire, el imponente Valle de México, ahí conocería al amor de su vida, Julián.
La vida siempre depara sorpresas.
EL DANDI
Julián era todo un dandi. Vestía trajes a la medida de dos botones con hombreras, le encantaban las telas con tonos oscuros derivados de la gama cromática del negro, gris y azul marino, y los elaborados de lana escocesa. El atuendo habla maravillas o destruye a quien lo porta, desde luego, no era su caso.
Él pensaba en todos los detalles, sus camisas eran confeccionadas en Londres con las iniciales bordadas a mano, el JOR resaltaba en la bolsa izquierda desafiando a la vista como una marca personal y precisa, junto a pañuelos estilizados y mascadas cuando no utilizaba corbatas.
La seda italiana, tan apreciada desde entonces, era el material indiscutible para fabricar ese pedazo de tela alargado sinónimo de formalidad y elegancia, y además, servía de complemento de la camisa, pero los pilares sobre los que se cimentaba su derroche de buen gusto era una colección de calzado Florsheim, de todos los colores combinados según el traje, la vestimenta se coronaba con sombreros de Tardán que escondían sus entradas a la perfección.
Era un hombre guapo que asistía a la liturgia de la barbería cada quince días para acicalarse de bigote, manos y pies y por supuesto podar lo que fuese necesario del cabello.
Aprovechaba su juventud en todo momento, reflejaba el hechizo de la década de los cuarenta, espléndido, repartía billetes por cualquier cosa, era habilidoso para contar chistes y le sobraban mujeres y simpatías.
Y sí que era todo un dandi. Fumaba habanos Cohiba y usaba lentes ovalados verde oscuro, lo que causaba la percepción de seriedad. Un domingo, leía el periódico en el lobby de un hotel cercano a la avenida de San Juan de Letrán en el Distrito Federal. Mientras exhalaba el humo de un puro, Lucinda lo observaba con disimulo detrás de un enorme jarrón de alcatraces.
Ella no entendía como un ser tan atractivo oliera a hoja de tabaco mezclada con loción francesa, el aroma le desagradaba, sin embargo, no podía dejar de mirarlo, él a su vez examinaba a placer la anatomía de ella a unos metros de distancia. Lucinda trabajaba en una tienda de discos, se notaba que era extranjera por el color de su piel, era muy blanca casi transparente y en su acento, parecía comerse las jotas y pronunciaba suavemente las eses.
Ambos se alojaban en el mismo hotel y a diario repetían el ritual de observarse, se atraían, pero ninguno daba el paso de entablar una conversación, y así pasaron un par de semanas, hasta que él resolvió zanjar esas brechas imaginarias y la invitó a desayunar en el café de Tacuba.
Platicaron y platicaron y a las dos horas se enamoraron perdidamente, no es que tuvieran corazones fáciles, sino que ambos hablaban el lenguaje del encanto y se necesitaban el uno al otro como sucede con los amores recién descubiertos.
Entre Lucinda y Julián inició un idilio que duró más de cincuenta años. A los meses se casaron y él le compartió a Lucinda los secretos del negocio de exportaciones, pasaban en Acapulco gran parte del tiempo en donde conoció a Aída y Tomás, con quienes les unieron complicidades tutelares y un cariño familiar enorme.
En el lustro siguiente se aproximó lo que significó una temporada en el infierno para el matrimonio, se avecinaban tiempos nublados, obstáculos que pusieron a prueba su temple. Fue como si el personaje bíblico de Job reencarnara en la fortaleza de Julián.
Es obvio que las bonanzas siempre terminan
EL SOCIO Y EL PRINCIPIO DEL FIN
La desventaja del dinero es que siempre se quiere más. Las ganancias de Julián se multiplicaron a velocidades inauditas, y debió involucrar a un amigo de juerga al que convirtió en socio minoritario con poder de decisión, a Lucinda le causaba muy mala espina, algo en su interior le decía que el tal Juan de la Reguera se transformaría en el Judas de la sociedad. No se equivocó.
Juan de la Reguera, personificaba el típico ladino mexicano, de modales melifluos, hablaba con diminutivos, poseía el embrujo y don de gentes y una labia privilegiada de encantador de serpientes. Abogado de profesión y de cabello engominado, le apodaban “El cabaretero” por su predilección por los tugurios y antros de mala muerte. Llevaba una doble vida, de día era muy persignado, dejaba a sus hijos en un colegio católico y litigaba en los tribunales y de noche tenía un privado en el Catacumbas y otro en el Waikiki desde donde atendía los negocios en compañía de una botella de Bacardí, sus transacciones incluían el manejo de un tropel de ficheras y la venta de alcohol adulterado a bares y restaurantes del centro del Distrito Federal.
Sus negocios eran exageradamente lucrativos y tenía influencias en el gobierno, entre los famosos “tanprontistas” que exigían su tajada del pastel en los bajos mundos. Este era un régimen encabezado por ellos y se conocía así porque tan pronto asumieron el poder se construyeron mansiones y adquirieron yates y carros de lujo. Entonces Acapulco era su sitio de recreo, los nuevos ricos construyeron marinas y hoteles y se le atribuye al presidente de entonces, Miguel Alemán Valdés, su desarrollo como centro turístico de primer nivel, la costera lleva en la actualidad su nombre.
Entonces empezaron las señales de alarma. Los operativos de hacienda comenzaban a ser frecuentes en las bodegas de Acapulco propiedad de Julián, al principio parecían rutinarios, pero le estaban contando las costillas de manera minuciosa para detectar evasiones, o algo parecido, el estado endureció sus políticas fiscales para beneficio de los escogidos.
El erario tenía puertas abiertas para los llamados cachorros de la revolución, los hijos de generales y coroneles se hacían justicia y se cobraban deudas imaginarias que la República tenía con ellos.
Las malas rachas siempre llegan como la marea roja arrasando con todo, Lucinda manejaba su Ford rojo en Doctor Vértìz cuando otro carro se pasó el alto en una intersección de calles, el parabrisas se estrelló y algunos vidrios le cayeron en los ojos, no quedó ciega de milagro, aunque jamás volvió a conducir por el temor del accidente. Se recuperó rápido por su juventud.
El barco camaronero, bajo el mando del capitán mazatleco, desapareció sin dejar rastro, la última vez que lo vieron fue en aguas internacionales a 400 millas del puerto de Mazatlán, Julián nunca supo qué había pasado, en el lustro posterior su primo Tomás vio a alguien muy parecido al capitán asoleándose y tomando piñas coladas en Zihuatanejo.
Juan de la Reguera sacó las uñas, tomó como garantía las propiedades de Julián para sacar préstamos bancarios y nunca los pagó, luego vinieron las órdenes de desalojo y embargos. Logró encarcelar a Julián un tiempo por causas inciertas, en el fondo quería quedarse con su patrimonio.
Lucinda le propuso al mustio de Juan de la Reguera una oferta que no podía ni debía rehusar: o sacaba a Julián de la penitenciaría o ella publicaría documentos comprometedores de él y sus negocios que Julián tenía guardados en la caja fuerte de su casa. Juan de la Reguera, obligado, accedió.
“Esta salvadoreña tiene cojones”
pensó.
A las seis de la mañana del día siguiente Julián abandonó Lecumberri con la moral por los suelos.
A la semana partió con Lucinda a El Salvador.
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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.
Ilustración del autor de Jonathan Juárez.
Fotografía de la cremación de León Trotsky propiedad de la mediateca del Instituto Nacional de Antropología e Historia