Luis Armando González
Leyendo el libro de Mary Beard SPQR. Una historia de la antigua Roma (Barcelona, Crítica, 2016) es casi imposible no concluir que, en asuntos de poder político, los seres humanos hemos venido reeditando -con cambios en los recursos técnicos y estilos en su ejercicio- prácticas que se fraguaron en la antigüedad romana. En su libro, la profesora Beard se centra, en lo esencial, en los siglos IV a. C. al siglo II d.C., es decir, el periodo histórico que va del nacimiento y auge de la República hasta la implantación y primeros dos siglos del Imperio. Asimismo, es altamente probable que lo que tuvo vigencia en Roma, en cuando al ejercicio del poder, se pudiera encontrar en otros momentos del pasado humano -en los 200,000 años de presencia en la tierra de nuestra especie, la Homo sapiens, le ha sucedido de todo-, pero el legado romano, en política, derecho y cultura tiene una repercusión y vigencia directa en nosotros, como se verá con algunos ejemplos tomados de las lecciones de historia romana antigua que, en su libro, ofrece Mary Beard.
Antes de mencionar tales ejemplos quiero anotar un par de cosas que me parecen importantes en el enfoque de Beard. La primera es que ella inicia su narración partiendo de los formulaciones que, en el siglo I a.C., se elaboran en Roma sobre su propio pasado, en las que es pieza clave la referencia a las figuras fundacionales de Rómulo y Remo, al igual que lo es la recreación de un origen glorioso de Roma a partir de presuntas gestas realizadas por quienes, prácticamente, estaban ahí desde el principio de los tiempos o cuya llegada de otro lado está cubierta de un velo de misterio, en el que las fuerzas divinas juegan un papel decisivo.
La profesora Beard hace ver como esa recreación mitológica fue tomada por válida en los siglos siguientes, pese a no tener ningún respaldo en la realidad, la cual -en virtud de estudios arqueológicos- revela que no hubo ni magnificencia ni misterio divino en la primera urbe que recibió el nombre de Roma. No hubo tampoco unos seres humanos que se originaron en Roma, sino que fueron pobladores migrantes los que ahí se instalaron antes del año mil a.C. Como dice la autora: “Lo que es cierto es que en el siglo VI a.C. Roma era una comunidad urbana, con un centro y unos edificios públicos. Antes de esto, en cuanto a las primeras fases, tenemos suficientes hallazgos dispersos de lo que se conoce como la Edad del Bronce Medio (entre 1,700 y 1,300 a. C) para pensar que había personas viviendo en aquel emplazamiento, más que ‘de paso’” (p. 88).
Este enfoque me hizo pensar en Mesoamérica y los relatos que se elaboraron (y reelaboraron) posteriormente para referirse a su “pasado fundacional”. Creo que de aquí viene esa noción tan emocional, pero tan discutible, de “pueblos originarios”. Sospecho que en algunos ambientes no se ha tenido el cuidado de tomar los “relatos fundacionales” como lo que son: recreaciones posteriores, elaboradas por “ideólogos”, sobre como se imaginaba que había sido ese pasado, a lo mejor en beneficio de castas o familias dominantes. No se trata de una explicación científica, factual y lógica, de lo que realmente sucedió.
De todos modos, ahora lo sabemos bastante bien: los primeros pobladores de Mesoamérica fueron migrantes, provenientes de Norte América, que continuaban la tradición errante del Homo sapiens iniciada en África hace 100,000 años, y que llevó a los de nuestra especie a Asia, Australia, Europa y América. Entonces, si se toma “pueblos originarios” como colectivos, o comunidades, formadas por seres humanos que estuvieron aquí desde los orígenes de la geografía mesoamericana (o que como seres humanos se originaron en estas tierras, es decir, que no llegaron de ningún otro lado), eso es absolutamente falso, y en nada ayuda esa visión errónea a la defensa de la dignidad y los derechos que conciernen a esas comunidades, colectivos o individuos en su condición de seres humanos.
Lo segunda cosa que me llama la atención es la postura de la autora sobre los hechos privados, escandalosos, de la vida de los emperadores romanos para la comprensión histórica. Al respecto, Beard es firme: lo anecdótico es irrelevante para entender y explicar las estructuras de poder y el funcionamiento del imperio. “Fueran cuales fueran las opiniones de Suetonio y de otros autores antiguos -escribe-, las cualidades y el carácter de cada uno de los emperadores no eran tan importantes para la mayoría de los habitantes del imperio, ni para la estructura esencial de la historia de Roma y sus grandes procesos… Bajo los relatos escandalosos y las historias de sodomía (…) hubo una estructura de mando sorprendentemente estable y… un sorprendentemente estable conjunto de problemas y tensiones durante todo ese período. Y esto es lo que necesitamos comprender para darle sentido al gobierno imperial, no las idiosincracias individuales de los gobernantes. Después de todo, nunca se nombró cónsul a ningún caballo” (pp. 431-433).
Y ahora, tres ejemplos significativos sobre prácticas de poder en la Roma antigua, que no dejan de resultar familiares en el presente. Los ejemplos están tomados del periodo imperial, pero en la época republicana -también examinada por Mary Beard- se pueden encontrar otros muchos. Y el primero tiene que ver con quien inició el ejercicio imperial poder, llamado Cayo Octavio (conocido como Octaviano), que pronto supo explotar la capacidad y habilidad de cambiarse nombre. Primero se cambió a Cayo Julio César, sacando partido del simbolismo de Julio César, de quien era sobrino nieto e hijo adoptivo, y luego, ya investido de poder, en el 27 a.C. se cambió a Augusto, que quería decir algo así como el “reverenciado”. Augusto se mantuvo en el poder durante cuatro décadas, hasta su muerte en el 14 d.C. Hizo todo lo que estuvo a su alcance, con los apoyos correspondientes, para dotarse de un aura de divinidad, lo mismo que para promocionar -y perdurar gracias al mes que lleva su nombre: agosto- una imagen suya siempre joven, en monedas, esculturas y pinturas, por todo el imperio. No faltaron los críticos que “acusaron al régimen augusteo de basarse en la hipocresía y la falsedad, y de abusar del lenguaje y las formas tradicionales republicanas como capa con la que envolverse y ocultar una tiranía de línea dura”(p. 384). No obstante, fue tanto el influjo posterior de Augusto que los sucesivos emperadores añadieron “Augusto” a su nombre, lo mismo que implantaron el lema de saludo “¡Ave César!”. La transgresión de la diferencia entre los dioses y un persona con poder, realizada por este primer emperador, dio la pauta para que algunos de los emperadores posteriores no dudaran en divinizarse al extremo, como fue el caso de Claudio -tercer emperador después de Augusto, precedido por Tiberio y Cayo (Calígula)-, quien no solo fue divinizado, sino que tuvo sacerdotes y templo.