Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
Mis compañeros del colegio lo tenían. Yo era de los extraños que no poseía uno y me sentía perdido en las conversaciones que sostenían sobre la consola que estaba sustituyendo al Atari: el Nintendo; y aunque no me afectaba no poseerlo, confieso que deseaba uno. Era el juguete en boga.
El Nintendo se había convertido en el centro de juegos y socialización, era el centro del universo con una infinidad de videojuegos, de accesorios, publicaciones con ese inmenso etcétera porque hasta figuras de acción o muñecos de los personajes se vendían. Había de todo. Mientras, afuera había una guerra civil en pleno apogeo, mis compañeros de estudio estaban más preocupados por pasar el mundo cuatro de algún confuso juego de Arcade que en la ofesiva que se venía o en los enfrentamientos militares de verdad. En tanto, yo parecía vivir en la luna (menos mal).
En 1991 mi mamá vivía en New York y desde ahí gracias a sus ahorros me envío el único Nintendo que he tenido en mi vida, por medio de una encomendera (oficio habitual en esa década de 1990). Me emocioné muchísimo cuando me lo contó en la tradicional llamada de tres minutos que sosteníamos una vez por semana para evitar los altos aranceles por las llamadas internacionales, tuvimos que tragarnos la distancia como todos los que vieron emigrar a sus familiares.
Fuimos con mi abuela Josefina a Soyapango para recogerlo. Al principio no comprendía su ciencia y uso, pero gracias al tío Luis Manuel y las instrucciones lo sacamos de la caja y lo instalamos. La verdad no era tan complicado, la caja principal donde se metían los casetes, un alambre rojo, otro amarillo, el conector negro para el televisor y el cable para la corriente eléctrica o fuente. Todo había que unirlo en su agujero respectivo. Además, traía dos casetes: Mario Bros y Back to the future. En ese momento conocí el desvelo. Pasaba el día completo jugando, menos mal que lo adquirí en vacaciones porque así como soy de rebelde capaz que no iba al colegio. Y ni hablar de cómo vivía los fines de semana. A veces lo movía de casa de mi abuela Josefina hacia la casa de los Vallejo. Aunque también lo jugaba en casa de mi tío Luis Lagos, donde conocí un conjunto mayor de juegos. Quizá el que más me impactó (Double Dragon) que se lo pedí a mi mamá, quien no tardó mucho en conseguirlo junto con uno de las Tortugas Ninjas, que estaban de moda.
No importaba cuanto dolieran los dedos. Al final nos acostumbramos a que los controles del Nintendo se nos hicieran habituales. Al principio los cayos me dieron molestia, pero aún así nos hicimos lo suficientemente duchos para conseguir y aplicar claves como la mítica de las treinta vidas en el juego Contra: Arriba, arriba, abajo, abajo, izquierda, derecha, izquierda, derecha, B, A, select, star. Además de una infinidad que lamentablemente se me han perdido entre los incontables archivos que le he metido a mi memoria.
Mi juego favorito era Double Dragon. Me impresionaba ver a unos salvajes golpeando a una mujer y después llevarla cargada. Esa mujer era Marian, la novia de Billy Lee, el protagonista del juego, quien debía pelear con una serie de matones de la pandilla callejera Black Warrior para rescatar a su novia. Existía un personaje llamado Abobo que me daba dolores de cabeza, al principio parecía invencible.
Así el tiempo fue pasando y entré al mundo de las computadoras hasta que la consola de Nintendo terminó por aburrirme. La desconecté un día y la dejé bajo la cuna de mi hermana, donde recibió una lluvia de líquido amarillo que terminó por sepultar el juguete que me acompañó por mi pubertad y adolescencia.
Hoy camino por los pasillos de los centros comerciales y veo pequeños negocios vendiendo versiones más pequeñas de aquel mítico Nintendo. Lo observo y algo de aquel niño que estaba atraído a los juegos de video quisiera comprarlo, pero ahora existen otros universos que habitar y ya no soy adicto al juego. Aunque, siendo sinceros no sé cuál será la última vez que volveré a jugar.
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