Luis Armando González
Otro grande de las letras hispanoamericanas ha viajado hacia la Otra orilla, treatment de esa desde la cual no hay retorno. Gabriel García Márquez (1927-2014) falleció, el 17 de abril pasado, en la Ciudad de México, a los 87 años de edad. No es poco lo que se puede decir de este colombiano universal; siempre serán pocos los homenajes que se le puedan hacer para honrar su memoria y reconocer los méritos de una obra literaria invaluable, que ciertamente ha marcado la vida (y no sólo las formas de verla y de narrarla) de varias generaciones de hispanoamericanos y de hombres y mujeres de otras regiones del mundo.
Cada cual vive de distinta manera la partida de las personas que quiere y admira. En mi caso particular, la vivencia de la muerte de Ignacio Ellacuría, Amando López, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, Augusto Monterroso, Octavio Paz, Chavela Vargas, Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes y José Saramago fue, en cada caso, distinta. Ante la partida de cada uno de ellos, las emociones y sentimientos variaron, aunque el telón de fondo fue siempre la certeza de que dejaban un vacío que nadie podría llenar.
Con García Márquez me sucede igual. Mi vivencia de su muerte es inseparable de las reflexiones, emociones y sentimientos –muy variados según las épocas y mis circunstancias personales— que despertaron en mí sus libros, los cuales siempre leí con extrema dedicación. Acababa de dejar la adolescencia cuando leí Cien años de soledad. El Salvador estaba atravesando por una de sus etapas más convulsas –finales de los años 70— y yo cobraba conciencia de ello y del papel que, a mis 18 años, pensaba me tocaba jugar en este paisito al que desde entonces aprendí a querer entrañablemente. Ese libro –que no es obviamente un manual de concientización— me ayudó a orientarme en aquellos años de búsqueda de mi lugar como adulto en un país que poco tiempo después atravesaría por una guerra civil de 12 años. Y mi lugar estaba –eso lo descubrí con Cien años de soledad— en las entrañas de El Salvador, en sus secretos y misterios, en su gente y sus formas de decir, en sus campesinos, artesanos y obreros, en su historia, en los sueños de grandeza de sus ricos…
Busqué y leí otros libros de García Márquez. Menciono algunos de sus libros, sin orden cronológico, sino como me vienen a la memoria: La mala hora, La hojarasca, Relato de un náufrago, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, Crónica de una muerte anunciada, Ojos de perro azul, El general en su laberinto, Doce cuentos peregrinos, Noticia de un secuestro, Memorias de mis putas tristes, Vivir para contarla, Notas de prensa y Obra periodística.
Uno de los textos de García Márquez que más gusta es el que lleva por título “Cuando era feliz e indocumentado”. Y viene a propósito que lo mencione, pues la mayor parte de los libros que he anotado (varios se me escapan en estos momentos) la conseguí cuando era feliz e indocumentado, es decir, cuando estaba comenzando mi bachillerato, no tenía empleo fijo y apenas contaba con unos cuantos colones (esa era le moneda nacional) que mi papá me daba para ir en bus al Instituto Nacional Francisco Menéndez y para tomarme un café en el receso de clases.
De hecho, decir “la mayor parte de libros” puede significar que los obtuve de un solo y fácilmente. Y no fue así. Antes de trabajar formalmente y poder comprarme mis libros, conseguir uno que me interesara tuvo su propia historia. Cada uno de los de García Márquez que leí en esa época tiene su historia particular, comenzando con Cien años de soledad. Este, lo mismo que Crónica de una muerte anunciada, me lo regaló mi amigo de infancia Félix Montano, quien sí trabajaba. Si la memoria no me falla, también fue Félix quien me regaló La mala hora y La hojarasca. Lo hizo por nobleza, amistad y porque vio mi interés en leer esos libros. Igual sucedió con mi amigo Eugenio González, quien vio mi interés –verdadera desesperación— por leer Ojos de perro azul, y en un gesto de sincera amistad me lo compró, si mal no recuerdo en la librería Moderna. Y mi querido tío Leonardo me regaló Relato de un náufrago y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira. Otros libros de García Márquez de ese tiempo –digo, cuando yo era feliz e indocumentado— me los compré ahorrando de los colones que mi papá me daba a diario.
Conseguir el libro de Gabriel García Márquez que me interesaba tuvo, pues, su propia historia. Y una vez en mis manos lo leí con fruición, haciendo mía cada palabra, cada línea, cada página.
Transportándome a ese mundo mágico, narrado por este colombiano con nombre de abuelo/patriarca, que no era otro que mi propio mundo, de mi colonia Dolores de calles empedradas, rodeada de fincas de café con sus casas grandes, con sus días de lluvia interminable, sus tardes calurosas, el tiempo a ratos suspendido, sus circos, sus adivinadores, sus gentes vestidas de domingo para ir a la iglesia, sus trifulcas de borrachos, su militar retirado esperando que alguien le escribiera (era un veterano estadounidense de la segunda guerra mundial, apodado el “gringo”), sus ancianos contadores de historias (el más querido era don Valentín que contaba historias fantásticas a los cipotes que lo rodeaban interesados) y su Pilar Ternera.
Lo que quiero decir es que con los libros de García Márquez (con la mayoría de ellos) tuve una vivencia particular.
Cada uno de ellos dejó una huella concreta en mí. Cada uno de ellos fue una joya inapreciable, a la cual dediqué una atención y un cuidado especial (tanto para conseguirlo como al leerlo: hice una lectura artesanal, como si no quisiese que el libro acabara).
Contar la vivencia de cada lectura sería largo y tedioso, pero se me viene a la memoria –por ejemplo— la depresión que me causó Crónica de una muerte anunciada o la zozobra que sentí al leer Relato de un náufrago.
En suma, en un periodo que fue crucial en mi vida (entre 1978 y 1983), Gabriel García Márquez fue esencial en la formación de la visión de la realidad que en esos momentos yo me forjaba casi instintivamente, dando tanteos, sin saber cómo sería finalmente, cuando me convirtiera en el adulto que soy.
Fue el autor más importante de esos años, por delante de otros que también me llamaban la atención y cuyos libros buscaba, aunque con menor intensidad: Mario Vargas Llosa, Fedor Dostoievski, León Tolstoi, Nicolai Gogol y Antón Chéjov. El tiempo pasó y leí otros libros de él (y de otros autores), en unas circunstancias distintas a aquellas en las que leí los primeros suyos. Lo que vino después en mis lecturas (y en mi forma de ver la vida y los libros) se asentó sobre esa base que ya es parte de la carga mental y cultural que llevo conmigo. En ese sentido, García Márquez fue un autor fundamental para mí, porque parte de su obra literaria lo fue de mi incipiente formación intelectual.
Ya adulto, con otras lecturas a cuestas, fui sintiendo una cierta desazón con algunos de sus libros posteriores a los “clásicos”. No soy crítico literario (ni aspiro a serlo), sino un mero lector de novelas, y es como tal que de pronto sentí que la innovación en García Márquez era poca.
Que no me estaba ofreciendo algo totalmente distinto a lo que yo ya había leído de él. Y eso hizo que en un comentario que hice de Memoria de mis putas tristes me atreviera a opinar que en ese libro se nos ofrecía un García Márquez ya conocido. Siempre tuve la impresión que las novelas de García Márquez eran parte de una gran novela, cuya matriz era Cien años de soledad. Los últimos frutos de ese árbol dejaron de sorprenderme, lo mismo que no me sorprendieron (al contrario, me desalentaron) los frutos cultivados por imitadores –algunos sumamente creativos, y otros no tanto— de García Márquez.
Sin embargo, pese a ese “distanciamiento”, nunca he dejado de reconocer algo que es inobjetable: el importante lugar de García Márquez en las letras hispanoamericanas.
Y ahora, en este momento de luto, dejo constancia de la huella imborrable que él ha dejado en mi vida.
Termino con una confesión. Tengo el enorme defecto de no detenerme mucho (a menos que me interese como tema de estudio) en la vida de los autores que leo, aunque recorra toda o la mayor parte de su obra. Así las cosas, con García Márquez, pese a haberme esmerado por leer toda su obra (sin duda, varios textos se me han escapado), su trayectoria extraliteraria no fue objeto de mi interés, por más que eventualmente leyera algo de quienes criticaron sus vínculos con líderes de izquierda y que incluso lo acusaron de ser servil con ellos. Esas críticas en realidad nunca me importaron, pues soy reticente a mezclar “el cebo con la manteca”; soy de los que opinan que una obra literaria se la valora por sus méritos intrínsecos y no por la vida privada o pública de sus autores, que en todo caso si son enjuiciados lo deben ser desde criterios extraliterarios.
Asimismo, no se me escapan ni el compromiso de García Márquez con la justicia ni su solidaridad con las luchas liberadoras en el mundo ni su apuesta por la independencia de América Latina. No concibo, en ese sentido, que las derechas mediáticas se quieran apropiar su muerte, diluyendo esta dimensión suya.
Me preocupa más que las derechas mediáticas diluyan a un García Márquez que, sobre todo, hizo suya la causa del lenguaje como vehículo de humanización. Es paradójico que unas empresas mediáticas que pervierten el lenguaje de mil maneras se apropien de una figura intelectual que dedicó su vida a la defensa y promoción de un lenguaje que nos ayudará a reconocernos en nuestras miserias, para desde ahí construir verbalmente realidades mejores. Eso es lo que hace un “deicida”, como cabalmente lo calificó Vargas Llosa en una época en que eran amigos.
Descanse en paz, Gabriel García Márquez.
Que su obra siga nutriendo la imaginación de nuevas generaciones de latinoamericanos, no sólo para construir nuevas realidades verbales, sino para edificar nuevas realidades efectivas.