Luis Armando González
Este día (viernes 8 de marzo) me he enterado de la partida hacia la Otra orilla de Luis Melgar Brizuela. La noticia me conmueve y me hace meditar con preocupación en que, con su fallecimiento, son cada vez menos los supervivientes de una de las cohortes generacionales más ilustres que ha tenido El Salvador en su historia reciente, es decir, esa cohorte que va de los años 40 a los años 60 del siglo XX.
Tuve muy pocos encuentros personales con Melgar Brizuela; y prácticamente todos se los debo a María Candelaria Navas, a quien conocí, en algún momento de mediados de la década del 2000, en una de sus clases de sociología en la Universidad Nacional; en esa ocasión, fui invitado a dar una charla, sobre los clásicos del marxismo, a sus alumnos. Luego compartí con ella proyectos y preocupaciones cuando se integró, en 2011, al equipo de profesores que, desde la ex Escuela Superior de Maestros (ESMA), estaba empeñado en un proceso formativo de largo aliento para los docentes del sistema educativo nacional.
Lo anterior no quiere decir que yo no supiera nada de Melgar Brizuela antes de los encuentros a lo que acabo de hacer alusión. Todo lo contrario: lo tenía por un referente en temas de estética, lenguaje y literatura desde momentos que, cuando miro hacia atrás, se remontan hasta mi adolescencia y juventud. Ya en esa etapa de mi vida Luis Melgar Brizuela ya era Luis Melgar Brizuela, es decir, alguien cuyos libros pasaban de mano en mano para ser leídos y consultados en las aulas y fuera de ellas. Haciendo cuentas, cuando yo nací, en 1961, él tenía 18 años; y, siendo como fue un autor prolífico, cuando llegué a los 17 o 18 años me las vi con su obra como algo que ya “estaba ahí”. Pero no sólo eran sus libros, sino su nombre el que “ya estaba ahí”, bien instalado en el quehacer y la cultura docentes.
Cuando me hice adulto –y antes de conocerlo— me di cuenta de que la obra (poética, literaria, ensayística y docente) de Luis Melgar Brizuela no sólo estaba presente en las aulas, sino fuera de ellas, en lo mejor del acervo cultural de este país. Sólo que lo estaba de una manera bien particular: sin estridencias, sin poses, discretamente, como un trasfondo en el que se resguardan de la intemperie, de los abusos y de la barbarie valores estéticos profundos que dignifican y humanizan.
Al conocerlo la única sorpresa fue por su físico: no sé por qué, pero desde joven me lo había imaginado de tez morena, flaco, alto y con bigote. No hubo sorpresa en lo que imaginaba de su humildad, buen trato y sencillez. Tampoco respecto de su compromiso con la dignidad humana. Discreto, sin afanes de lucimiento ni poses, como corresponde a una persona genuinamente inteligente. Así vi a Luis Melgar Brizuela. Con ese recuerdo suyo grabado en mi memoria me quedo a partir de este día.
Que descanse en paz. Que su familia, en especial mi querida amiga María Candelaria, sepa que Luis Melgar Brizuela ha dejado su marca –una marca que dignifica y humaniza— en quienes creemos que el arte, la literatura y la estética son imprescindibles para vislumbrar horizontes mejores que los que atenazan actualmente a pueblos y sociedades.