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Adiós a Omar Argueta

Luis Armando González

Cuando recibí la noticia –una triste noticia, sin duda alguna— de la muerte de Omar Argueta me costó asimilarla. Ya han pasado varias semanas de ello y aún me cuesta creerlo; y, entre tanto, no han dejado de acudir a mi memoria un torrente de recuerdos, todos gratos, sobre Omar, su talante y la simpatía que nos profesamos prácticamente desde las primeras veces que nos vimos. Sucedió en 1991, cuando, tratando de reponerme del impacto emocional del asesinato de los jesuitas, me matriculé en la Maestría en Teología en la UCA.

Ahí estaba él, que ya iba avanzado en la carrera, entusiasta, participativo y con una dedicación que inmediatamente llamó mi atención. Ordenado en su vestir y decente en su decir: así lo vi desde entonces. Algo así como situado en el extremo opuesto a como era yo en ese entonces, especialmente en el decir. Sin embargo, nos hicimos amigos, bromeando ambos con la forma de ser del otro: yo, con su pulcritud y lo imposible que le era pronunciar una “mala palabra”; él, con mi ligereza, imprudencia y, como le gustaba decir, con mi “irreverencia”.

Las bromas y jovialidad no me ocultaban algo de fondo:  el compromiso de Omar con la justicia. No era algo ideológico, en lo absoluto; nacía de una bondad alimentada por una ética cristiana que, pese a mi secular incredulidad, nunca me atreví a cuestionarle, sino todo lo contrario: acrecentó mi estima por él. He conocido a muchas personas en mi vida, pero sólo a una pocas las considero auténticamente buenas. Y Omar, entre ellas, quizás ocupa el lugar más alto. Su preocupación por hacer el bien, y por no hacer daño a nadie, lo llevó a buscar en la preparación académica herramientas que le permitieran ayudar a los demás.

En 1994, después de un par de años fuera del país, regresé a la UCA y fui nombrado Director del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI). En la primera oportunidad que se me dio para formar mi propio equipo de trabajo busqué a Omar para que me acompañara. Aceptó y, durante esos años de aprendizaje para mí como jefe, su colaboración, acompañamiento y amistad me ayudaron a hacer las cosas menos mal de lo que las pude haber hecho sin su ayuda, calidez y comprensión.

De esos años recuerdo con alegría un viaje que hicimos a Santiago de María –por una carretera del litoral entonces polvosa—, a una residencia de los Franciscanos, en donde Omar había sido invitado a dar una charla. Me preguntó si quería acompañarlo y acepté, pensando en aprovechar para beber café y leer mientras él cumplía su tarea. En algún momento, salió del salón en el que se encontraba y me llamó para que yo hiciera un análisis político. Ni se me ocurrió pensar que a partir de ahí se iniciaría una larga relación mía con los Franciscanos, que sólo terminó en 2008, cuando dejé de trabajar en la UCA. Todo gracias a Omar.

Precisamente, según recuerdo, a finales de 2008 fue la última vez que conversamos ampliamente.  De la Asociación de Radios y Programas Participativos (ARPAS) me invitaron a una jornada en la que yo haría un balance del año que estaba por terminar. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrarlo en el salón en donde sería la actividad. Y, para completar la grata experiencia, de ARPAS tenían planificado un almuerzo en las cercanías del Tazumal, en el occidente del país. Hablamos de todo con Omar y, dado que yo me encontraba atribulado por mi salida de la UCA meses antes, fue estimulante recibir sus muestras de aprecio y cariño.  Espero que él haya sabido, y sentido, que ese aprecio y cariño eran recíprocos.

En algún lugar leí –no sé si en algún texto de Fernando Savater—que la muerte siempre es inoportuna. En el caso de Omar –el querido “Jeque”, como le decíamos sus amigos— esto es particularmente cierto. Tenía mucha bondad que seguir dando a esta sociedad en la que lo inhumano campea por doquier. Lamento y me entristece su partida hacia la Otra orilla. Que descanse en paz.

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