Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
En realidad es una formalidad, cialis decir adiós, cuando alguien idolatrado por el público transita al otro lado del espejo. Personajes como el cantautor colombiano Aniceto Molina, nunca se marchan. Se quedan permanentemente, muy afincados en el gusto, en el alma popular, que los mantiene vigentes para siempre.
Aniceto Molina, tan apreciado por los salvadoreños, partió rumbo a otras constelaciones, el pasado 30 de marzo, en el inicio de la semana mayor. Su carrera duró más de cincuenta años, volviéndose todo un suceso continental en las últimas décadas, con cumbias tan emblemáticas y electrizantes como la ya legendaria “Cumbia Sampuesana, “El gallo mojado”, “La pollera colorá”, “Negra caderona”, “Culebra cascabel”, hasta composiciones que han captado y calado en la cultura nacional, como “La mariscada”, “El peluquero” y “El garrobero”, que revelan su cariño hacia el país, y su devoción por visitarlo, sobre todo, en las temporadas de fin de año, donde era esperado con gran entusiasmo, especialmente en el oriental departamento de San Miguel.
Las letras de sus canciones, sencillas, llenas de humor y de doble sentido, rompieron todas las barreras sociales, escuchándose en fiestas, reuniones, o en los hogares de ciudadanos de distinta condición.
Por otra parte, Aniceto siempre tuvo muy buena acogida en los medios de comunicación salvadoreños, donde fue proyectado con enorme popularidad. Su carácter afable, bromista y franco, alcanzó esa zona, que pocos personajes públicos, logran: el ser querido. Se puede ser valorado, admirado, seguido, pero querido de verdad, al punto de congregar a miles y miles de fans que danzaban frenéticamente al ritmo de su acordeón y de su grupo musical, “Los sabaneros de Colombia”, y que han inundado las redes electrónicas con mensajes de dolor y de luto a raíz de su deceso, es definitivamente un caso muy aparte.
En el medio siglo de mi biografía, Aniceto Molina, me trae innumerables recuerdos de fiestas juveniles -universitarias- principalmente, donde la música de moda, terminaba cediendo a melodías, que ahora me parecen inmortales como aquella, cuya letra, en uno de sus memorables apartados, reza así: “ Josefina… /Puso un baile cuando ella vivía en la Sierra/ y yo ahora /vengo a contarles la historia de las parejas (bis)/ Todas tenían apodo,/ miren qué casualidad/ la que andaba con…”.
Obviamente estamos en el terreno de la fiesta, del carnaval, del mundo al revés, donde no existen puritanismos, ni dobles morales, ni mojigatería. Es la francachela universal. Donde la encopetada señora baila con el joven vecino, y las niñas bien, agitan todo su encanto con los guapos de la cuadra, a quienes por lo regular, ni siquiera saludan de ordinario. No entenderlo, y ver esta manifestación espontánea y alegre del goce de la vida, con los espejuelos retóricos de la academia o de otras instancias, que buscan en todo censura, y ataques contra el género, la diversidad, el medio ambiente, y etcétera, es no entender el contexto y la dimensión propia de lo que es irrenunciable para los grupos humanos: la risa, el disfrute musical en colectivo.
Nos hará mucha falta, el bueno de Aniceto, en esta república consagrada, por desgracia, a tanto dolor y muerte. Sea su ejemplo y música, ocasión propicia para seguir de frente a la vida, a pesar de todos los pesares. Descanse en paz, el Embajador de la Cumbia, Aniceto Molina.