Luis Armando González
Ha muerto Fidel Castro. Por razones ajenas a toda razón, una especie de eternidad permeaba su vida y todo lo relacionado con ella. Era uno de esos seres, extraños y fuera de este mundo, de los cuales lo último que se espera es que mueran. Era uno de esos seres de los cuales se espera que vivan para siempre. Y claro está, como vivientes humanos que son, un día mueren y el vacío que dejan se siente como un hueco inabarcable, que es la señal inequívoca de que, a partir de ese momento, las cosas ya no serán como antes. Un mito viviente: eso era Fidel Castro. Un animal de galaxias.
Ese que, en las bellas letras de Silvio Rodríguez,
“Supo la historia de un golpe, sintió en su cabeza cristales molidos y comprendió que la guerra era la paz del futuro”. Ese que “entre humo y metralla, contento y desnudo, iba matando canallas con su cañón de futuro”.
Es difícil elaborar un juicio ponderado de él. Y ello porque en Castro –en su quehacer como caudillo revolucionario, como estadista y como internacionalista— todo apuntaba a la desmesura, a lo gigantesco. Su larga vida es nada más una de las señales de la fibra de la que estaba hecho: tenía una potencia física extraordinaria. Era grande de estatura –un poco más de un metro noventa—, incansable para el trabajo, incansable para hablar… Siempre activo, doblegando a quienes lo rodeaban en energías y desvelos. La desmesura estaba en cada una de sus células y en su barba. También en sus proyectos y sueños: quería algo grande no sólo para Cuba, sino para América Latina.
Tenía una visión histórica de largo plazo, no meras preocupaciones inmediatistas. Desde muy temprano en su vida, supo que el suyo sería un esfuerzo personal y político de envergadura tal que dejaría su marca en la historia del continente. Dedicó horas, días y años a explicar, sin cansarse nunca, su visión de Cuba y de América Latina, los problemas económicos, políticos, sociales, culturales y ambientales del continente y del mundo, las vías de solución, la responsabilidad de las potencias mundiales, especialmente de EEUU, y un largo etcétera.
Leyó de prácticamente todo lo que tiene que ver con el destino de los pueblos. Habló de todo ello con propiedad. Escribió hasta el fin de sus días sobre esos asuntos, siempre con la finalidad de explicar a otros –sin cansarse nunca— esos temas que eran motivo de preocupación para él desde que asumió que, tras las huellas de José Martí, su nombre quedaría grabado en las gestas libertarias de Cuba y de América Latina. Fue desmesurado en todo lo que le preocupó, y esa desmesura lo llevó a ser desmesurado en su verbo y en su escritura.
Ya vendrá el momento en el que recopilen y trascriban sus entrevistas, conferencias, discursos… serán seguramente varios miles de páginas, que se sumarán a todo lo que escribió –otros varios miles de páginas— este político intelectual latinoamericano, que durante más de medio siglo vínculo de manera extraordinaria vida política y vida intelectual, culminando de forma feliz algo que ni José Martí, Julio Antonio Mella, Luis Emilio Recabarren o José Carlos Maríategui pudieron hacer en su momento. O sea que Fidel Castro pertenece a una estirpe de intelectuales políticos latinoamericanos, de la cual fue hijo y continuador ejemplar.
El más de medio siglo, cubano y latinoamericano, transcurrido desde 1959 hasta el 25 de noviembre de 2016 es inimaginable sin Fidel Castro. Si se hace omisión de Castro, ese más de medio siglo queda sin explicación completa, en sus procesos políticos, sus movimientos sociales, sus cambios económicos, su represión estatal, sus relaciones con EEUU, sus ideas y sus proyectos emancipatorios. Decir esto es más que suficiente para poner de manifiesto la importancia de Fidel Castro en la configuración histórica de América Latina. Configuró sus proyectos emancipatorios y configuró sus ideas políticas. Libró una batalla valiente y dispar –salvo la ventaja moral que estuvo siempre de su lado—con EEUU, sin arrodillarse. Fue solidario con otros pueblos, a los que ofreció la ayuda de su patria sin condiciones.
Fue humano. Y como todos los humanos, cometió errores. El asunto es ponderar en su justa medida su peso en la historia latinoamericana, sin caer en caricaturas que lo conviertan, por razones ideológicas, en un demonio o en un dios. Eso es difícil, pues la desmesura afecta también a quienes lo odiaron (y lo seguirán odiando ya muerto) y a quienes lo quisieron (y lo seguirán queriendo en el recuerdo).
Quizás son estos últimos los que tienen una mayor obligación con la memoria de Fidel Castro: rescatar, con realismo y espíritu crítico, su aporte a la configuración la realidad histórica latinoamericana en toda la segunda mitad del siglo XX. Como ya se dijo, ese siglo, en su segundo tramo, no se entiende sin Fidel Castro. Eso, por más que les pese a sus detractores, es algo inobjetable. Convierte a Castro en una personalidad histórica incontrovertible. Una personalidad histórica cuya irradiación se hizo sentir en el proceso histórico salvadoreño que también, obra de seres humanos falibles, se desarrolla según los ritmos y posibilidades que la misma realidad va permitiendo en cada momento.
En fin, con la muerte de Fidel Castro América Latina ya no será la misma. Un ciclo histórico se cierra. El último gran político intelectual latinoamericano ha partido hacia la Otra Orilla, de la cual no hay regreso.
Que descanse en paz Fidel Castro.