Carlos Girón S.
-¡N´hombre, n´hombre, qué barbaridad! Ay Dios, ¡qué groseríaaa! Apenas se puede creer y concebir, pareciera mentira, n´hombre… amaneció quejándose en el Ágora Cuscatleca, Ruperto, el vendedor de hot dogs.
-¿Qué pasa don Rupe que anda con esas expresiones tan de mañana, aquí en nuestra Ágora?, inquirió María, la pupusera de las revueltas con loroco.
-¡N´hombre, eso no se hace con nadie, con el prójimo; es imperdonable esa forma cruel de actuar!, prosiguió diciendo, el Rupe.
-¿Cuál forma de actuar, díganos, Ruperto?, se asomó a preguntar también Juana, la del canasto con bisuterías.
-Pero, ¿es que no lo vieron ustedes por televisión o lo leyeron en los periódicos?, y si lo vieron, ¿no sintieron náuseas, vasca, ganas de vomitar?
-Sigue en el misterio, don Rupe, se apresuró a decir Tomás, el fontanero, preguntando a su vez: ¿qué cosa es la que le trae con los pelos parados?, ¿puede contarnos para unirnos a usted en sus clamores o “desautorizarlo”?
-Ustedes quizá no viven en este mundo o en este país…, respondió Ruperto. Ese hecho ha sido de escándalo y no podía pasar ignorado por toda la gente que no anda dormida sino que se mantiene atenta al acontecer cotidiano de la vida aquí y en otras partes.
-“Un montón de hechos se dan en todas partes, señor, y mejor hay que aclarar y especificar a qué se está refiriendo usted, acotó Filadelfo, el vendedor de billetes de lotería.
-“Ver la atrocidad e inmisericordia con la que actuaron los agentes echando a la calle, a la intemperie –en pleno invierno- a la gente, niños, ancianos, mujeres y hombres, con sus humildes muebles, camas, cocinas, pequeños aparatos de televisión, ¡noo, Santo Dios! ¿Van a decir ustedes que no se enteraron ni vieron nada de esa acción casi en pleno centro de la capital, en una de sus orillas?
-Sí, Ruperto, cómo no, lo vimos. Uno de los tantos casos de allanamientos a casas de pandilleros y narcotraficantes, a quienes agarran con fuerza, y casi a patadas, lanzando aquí y allá sus chunches, escenas que a cada rato muestran los noticieros televisivos –acotó Julián, el de los sorbetes de carretón.
-No. Eso no parte el alma como lo que le hicieron a los cientos de familias que llevaban décadas, añales, de habitar en esas tierras, las que habían cultivado también para obtener legumbres y otras verduras para su propio sustento, complementarlas con los granos básicos, argumentó Ruperto.
-¡Ya, ya caigo! Claro, usted se refiere al reciente caso de los habitantes de la finca El Espino que fueron expulsados de esa su heredad de tiempos ancestrales, poniéndoles en la calle sus pertenencias. Todo eso se dijo que era en cumplimiento de una orden girada por un juez local, atendiendo la demanda de los que se dicen y consideran legítimos Dueños de esa finca.
-¡Siii, hombre, síii, fue doloroso ese cuadro!, se asomó a opinar Fidelina, la vendedora del mercado.
-Pero, oigan, se apresuró a decir Prudencio, el taxista de la acera: ¿por qué allí no se dejó oír ni si quiera un pío de los augustos Atilas de la Sala, que, por humanidad, por caridad, por derecho (constitucional, incluso) tenían obligación de dictar un fallo en contra, dejando sin efecto la susodicha orden judicial de desalojo? ¿Por qué allí guardaron cobarde silencio?
-Sencilla la respuesta, dijo Ruperto: porque esos Atilas están al servicio de Epulón, los Epulones miserables del relato bíblico, que, en nuestro medio, son una realidad muy actual. Ustedes conocen ese relato triste de la Biblia, ¿no es así?
-No todos respondieron afirmativamente. Al notarlo, Ruperto les volvió a decir: miren, el relato es de un rico llamado así, Epulón, a quien, un mendigo hambriento, asomado a la puerta de su casa le pedía al rico siquiera las migajas de lo que comía, a lo que el rico se negó varias veces. ¿No les parece que eso concuerda con lo que les han hecho a los centenares de familias echadas de las tierras de El Espino? Los Epulones, grandes terratenientes rurales y urbanos -no bíblicos sino de nuestra realidad y actualidad- se han negado a dejarles unas pocas parcelas a los damnificados de El Espino… ¿Encuentran ustedes la comparación o el símil de estas historias?
-¡Siiii, siiii!, exclamaron a una voz todos los circunstantes en el Ágora Cuscatleca.
-Miren, y dejemos para otra ocasión la continuación del relato, que trata de lo que les ocurrió a aquel Epulón y al pordiosero que en vano le rogaba por unas migas del pan que aquél comía…
-De acuerdo, de acuerdo, respondieron a una otra vez los parroquianos agoreros.