Joel González Vega*
Durante los últimos veranos, los vecinos de los sectores altos de Olmue, apacible pueblo de la zona central de Chile, han tenido que convivir con la falta de agua potable o con su distribución a través de camiones aljibes. Esto, lejos de ser una excepción a la regla, se ha convertido en una situación cada vez más frecuente, sobre todo en países donde sus Estados han privilegiado un modelo de desarrollo sustentado en la sobre-explotación de bienes naturales finitos, sin considerar los impactos del cambio climático.
El agua, más allá de ser un «recurso» extraíble para los procesos productivos, es un bien estratégico, ineludible a la hora de proyectar la supervivencia en el Planeta. En la actualidad, una de cada diez personas en el mundo no tiene acceso a agua potable, y según proyecciones del Foro Económico Mundial, se estima que para 2030 habrá una demanda un 40 % más alta que no podrá ser abastecida. Unos 1.400 niños mueren a diario como consecuencia de enfermedades derivadas de la falta de saneamiento, y alrededor de 770 millones de personas no cuentan con agua, viviendo en su gran mayoría en situación de pobreza, en barrios marginales o sectores rurales.
El agua dulce es por hoy la principal fuente de abastecimiento para satisfacer nuestras múltiples necesidades, siendo tan solo el 2.5 % del total del agua disponible en el planeta, y que en gran medida está congelada en los polos y glaciares, o circulando en surcos subterráneos, ríos o lagos. Desde el sentido común, queda fuera de toda discusión que el acceso al agua destinada a la población esté mediatizada por su disponibilidad para los enclaves productivos del extractivismo, la megaminería, la producción energética y la agroindustria. Sin embargo, lo que podemos ver es que las legislaciones de muchos países en vías de desarrollo que sacralizan las cifras macroeconómicas por encima de la justicia ambiental y la equidad social, han invertido sus prioridades, promoviendo marcos legales que dan amplias garantías a las grandes empresas sin considerar las urgencias del futuro como un eje estratégico en la construcción de políticas públicas HOY impostergables.
Las realidades son diversas y, sin pretender ser alarmista, todas ellas, en el contexto de la necesidad de resguardar el agua como bien indispensable, tienen una carga de dramatismo: desde comunidades que se desplazan kilómetros para encontrar algún acuífero y regresar con un par de tinajas, a aquellas que deben surtirse de agua a través de camiones aljibes que no garantizan su inocuidad y potabilidad; vecinos cuya relación con el agua es a través de un vínculo clientelar en el que el pago a través de un boleta deja en evidencia el carácter privatizador que en muchos países del mundo rige su administración; o poblados que han visto violentado el derecho a la vida por aquellas empresas que disputan el uso del agua, básicamente como un recurso al servicio de rentabilizar sus proyectos, y quienes por otra parte distantes de la problemática, derrochan desde el surrealismo de quienes gozan de privilegios en tiempos de escasez.
Cuando la ONU resuelve reconocer que el acceso al agua es un derecho humano inalienable, deja claro que no puede existir conveniencia empresarial o política, ni legislaciones o normas que prioricen el mercado como filtro regulador del acceso a un bien sin el cual la vida en el planeta es inviable. En esa resolución, la ONU llama a «los Estados y Organizaciones internacionales a proveer recursos financieros, construcción de capacidades y transferencia tecnológica, a través de asistencia y cooperación internacional»; sin embargo, esta declaración puede tener diversos matices, según sea la permeabilidad política de los gobiernos, la solidez de sus instituciones y la vulnerabilidad de sus políticas públicas, frente a las presiones adjuntas a los «tratados de libre comercio», que en su gran mayoría son el salvoconducto para transnacionales que continúan con prácticas de usurpación intensiva.
En mi país, Chile, son cerca de 417,000 las personas que sufren directamente la falta de agua, en un Estado que hace alarde de sus cifras macroeconómicas y de su posicionamiento en el escenario internacional como país en vías de desarrollo, pero que ha decidido mantener desde sus élites gobernantes un modelo de gestión y administración de las aguas que privilegia el mercado y la propiedad privada sobre un elemento vital e indispensable para la subsistencia.
*Activista Socio ambiental. Limache, Chile