René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Sin duda alguna y sin alguna duda, estamos viviendo o purgando el tiempo del “cuándo” –el adverbio preferido del pueblo cuando quiere saber en qué momento gozará sin condiciones perversas los cambios sociales- disfrazado de “cuando” como equivalente del exacto momento en que se hace algo, en que llegue a suceder algo o, catastróficamente, equivalente del momento en que aceptamos con gracia patética que algo es imposible de realizarse por no tener las condiciones mínimas para respirar por cuenta propia, o sea que “ese algo” que no queremos nombrar porque desconocemos su origen, será realizable hasta “cuando san Juan baje el dedo”.
Y así, de tumbo en tumbo y de señalamiento en señalamiento, vamos esperando el cuándo mientras rogamos porque se den todos los “cuando” más improbables o absurdos, tan absurdos como lo es un revolucionario que prefiere dormir en el silencio glacial de un hotel de lujo, en lugar de dormir en una comunidad en la que, acostado en una tijera de lona o cama de petate, puede deshojar la inacabable margarita de la esperanza todopoderosa. En el intermedio –ese intermedio en el que salen los monstruos a ver qué cazan- apagamos la luz y hacemos la señal de la santa cruz para librarnos de todo mal, o para no caer en la dulce tentación de quitar o cambiar de lugar la tilde en el momento menos oportuno, debido a que ignoramos –o no queremos recordar- que la impaciencia no es un argumento teórico ni político… cuando se caiga a pedazos la luna y ya no haya diferencia entre la tumba y la cuna; cuando los santos sin santos óleos dejen de vanagloriar en público el celibato y firmen con sangre en el prostíbulo del pueblo un contrato de lujurioso concubinato; cuando el ingenioso meteorólogo le acierte al pronóstico del clima y los de arriba estén abajo y los de abajo en la cima; cuando el sol muera de frío sin perder las llamas y la luna arda de pasión fría en todas las camas; cuando se puedan contar uno a uno todos los granos de arena de las playas y el mar desbocado en sus propios intersticios le lance a los hombres sus tupidas atarrayas…
Cuando el suelo se sacuda unánimemente a los hombres como si fueran pulgas insoportables y los charcos de la sangre derramada se derramen en las nubes de los siete cielos inexpugnables; y cuando los hombres más ricos mueran en la calle de un infarto en el centro de la rabadilla y los pobres viviendo un eterno hartazgo vomiten con furia hasta reventarse una costilla; cuando por negligencia extrema y corrompedora de nuestras hazañas y mártires no queden ecos ni huellas y nosotros seamos las luces fugaces que persiguen las estrellas; cuando tengamos el valor suficiente para no tratar de componer lo que sabemos que está roto… entonces el mundo será creado a imagen y semejanza de nosotros. Cuando en el país, en el continente y en el planeta de las sucesivas pandemias no quede casi nada o quede menos que nada, y la mujer política del deseo pecaminoso nos fornique con su pública mirada; y en los árboles de las luchas recordadas con acciones e imaginarios forjados en la soledad de un convento y la historia padeciendo por fin convulsiones de vergüenza ideológica pierda el conocimiento.
Cuando la tormenta más torrencial por su propia mano fallezca en el transcurso de su larga caída y antes de tocar tierra desaparezca; cuando la flor que persiste valerosa en el desierto no se abra y cuando las letras del alfabeto de la vida no formen ninguna palabra; cuando los bosques más frondosos mueran de silencioso y cruel hastío añorando el agua bendita y en el cadencioso reptar de los días se enfermen de anemia sin poder convocar al dios húmedo que resucita; cuando por el calor intenso de la avaricia capitalista dé lo mismo habitar en el polo que un desierto, cuando los números bancarios dejen de gritar que los ceros a la derecha son la única forma social de no estar muerto.
Y cuando los barcos que huyen impunes y alegres cargados con todas nuestras únicas pertenencias se hundan al dar el primer paso, cuando confesemos con vergüenza que padecimos de corrupción y las estrellas fugaces nos hagan caso; y cuando los políticos corruptos se devoren hasta el tuétano amargo de los huesos entre ellos y a los traidores sin escrúpulos les pongamos collares de limones asados en los cuellos; cuando las banderas patrias recuperen la memoria y en las plazas públicas dedicadas a la libertad nunca conocida sin piedad a sí mismas se inmolen a primera hora y todo lo bueno que tenga que pasarle al pueblo le pase ahora; cuando el viejo reloj de pared que custodia el trabajo cotidiano y el dolor mundano se arranque enfurecido la aguja que marca los segundos y los laberintos de la soledad del tiempo sean animales extintos en todos nuestros mundos; cuando los pies descalzos muerdan a la serpiente, cuando sea un padre de la patria el que dice la verdad y no el que miente.
Sin duda alguna y sin alguna duda –o por si las dudas- seguimos metidos en el purgatorio del tiempo del “cuándo” (el adverbio preferido del pueblo cuando quiere saber en qué momento gozará los cambios sociales, cuando quiere saber cuándo putas seremos felices de una buena vez) que se disfraza de irónico “cuando” como equivalente del exacto minuto pedestre en que por fin se hace algo, en que llegue a suceder algo o, cruelmente, equivalente del momento en que, doblegados por las torturas del desencanto continuo, aceptemos con cristiana resignación que algo es imposible de realizarse por no tener las condiciones mínimas para caminar con su propios pies, o sea que “ese algo” -que no sabemos cómo deletrear porque desconocemos su árbol genealógico- será realizable hasta “cuando los elefantes aprendan a volar”…
Y cuando las alegrías aprendan a caminar en nuestras casas muy, muy despacio, cuando las boletas de empeño no ocupen en nuestros roperos ningún espacio y cuando las deudas y las necias agonías de la pobreza salgan por la ventana más que saltando volando yo seguiré aquí como una piedra que muere esperando. Sin embargo, a estas horas de la madrugada en que estoy poseído por el dios de la indignación y el demonio de la ternura tan infinita como colectiva sale debajo de mi almohada el temor que se necesita para recuperar el valor necesario y suficiente para no llegar al lapidario día en que hasta la mierda tenga valor bursátil y el amor sea un artículo nulo, porque cuando eso suceda los pobres naceremos sin culo.