Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Cuando avanzamos en nuestro camino, no llegamos a tener idea de quienes están tras nuestro. Seguimos avanzando sin darnos cuenta si nos miran o no. Si acaso llegamos a voltear a ver es posible que perdamos el rumbo, que nos distraigamos o incluso que dejemos de avanzar. Pero aún con todo podemos darnos cuenta que alguien nos mira.
Soy un caminante. Me gusta caminar tanto que prefiero seguir la brújula de mis pasos antes que andar en vehículo, a menos que el día sea caluroso o tenga un compromiso que el tiempo no me permita dilatarlo. Y así avanzo. Así que cuando voy en vehículo me gusta observar a los peatones, compararme con ellos y ver si toman camino porque les gusta o porque se han visto obligado a hacerlo. Así me he encontrado a amigos y conocidos que los veo avanzar, los veo con sus tradicionales cortes de cabello, sus hombros amplios y las clásicas camisas cuadriculadas sin meterla dentro del pantalón. Los veo caminando sin maletas y papeles, como si se movieran en la cercanía (me cuesta imaginarme a mí sin algún libro o libreta de anotaciones) porque no llevan nada más que a ellos mismos.
Me encuentro personas que tenía años de no ver, gracias a andar como gitano. Esa curiosa necesidad de no estar quieto y andar recorriendo las calles de San Salvador.
A veces alguien me lleva en carro, y así me convierto en un observador de todo, y me imagino al ver a la gente que camina por las aceras, que así como las miro, alguien me observa cuando yo voy a pie. Me lo imagino mientras veo a los carros recorrer las calles a 30, 50, 60 kilómetros por hora. Y me figuro las innumerables veces que cruzo una calle y siento miradas en mis hombros, tal y como yo observo al resto de amigos y conocidos.
A veces voy a pie y veo con atención pasar en sus vehículos a los conocidos, no sé si me ven o prefieren no verme. Todos deciden a quien saludan y a quien no, a mí no me gusta negarle el saludo a nadie (pero a veces voy tan distraído que no me percato en nada) y mucho menos una sonrisa. Algunos sé cuando estrenan vehículo, porque jamás se detendrían mucho a saludarme, pero en sus vehículos me pitan y me saludan orgullosos. Yo me alegro que alguien esté feliz.
Vivimos en un mundo en que el tiempo es corto para nosotros mismos. Siempre debemos hacer algo para alguien, pero no porque queramos sino porque nos pagan por ello. Así la gente se acumula en oficinas procurando cumplir con los horarios de oficina mientras sus hijos los crían otras personas, o mientras otros hacen lo que uno quiere, como si la sociedad fuera esclavista. Es más, otras personas llegan a disfrutar casas o las posesiones que se acumulen. Todo porque no somos capaces de tomarnos el tiempo de ser nosotros, de vivir la vida, porque para vivir debemos perseguir los sueños de otros.
Y al final, ¿Todo habrá tenido sentido o será un gran lamento?