Augusto Manzanal Ciancaglini*
Una semana después de anunciar su intención de contribuir con 140 soldados a la fuerza de la OTAN desplegada en Letonia, el gobierno italiano encabezó, durante la cumbre del Consejo Europeo, al grupo de países contrarios a sancionar a Rusia por sus recientes acciones en la guerra de Siria.
La segunda decisión se comienza a entender cuando se observa la reciprocidad comercial; más de 500 compañías italianas operan en Rusia que, a su vez, es el suministrador del 30% del gas y del 15% del petróleo de Italia.
Con respecto al movimiento militar hay que ahondar en la historia diplomática de Italia, y en su juego de pesos y contrapesos, es decir, de vinculación con un aliado poderoso al mismo tiempo que no se cortan lazos con el rival de este. Roma así suele buscar un equilibrio equidistante que garantice cierta autonomía, aplicando variantes de la “política del peso determinante” del ministro de Asuntos Exteriores fascista, Dino Grandi.
La herencia de la histórica flexibilidad italiana en cuanto a la articulación de alianzas ha sido fructífera desde el renacimiento en muchas ocasiones, sin embrago, ese punto medio donde convergen el mesiánico irredentismo nostálgico del Imperio romano y la mentalidad conspirativa de ciudad-Estado renacentista, da el actual estatus de potencia regional oscilante que bloquea la adquisición de más hegemonía.
Enmarcada en una golpeada Unión Europea carente de liderazgo y que necesita imperiosamente de una fuerza propia ante el probable retraimiento estadounidense, Italia podría buscar hacer realidad, desde su mayor protagonismo en la plataforma supranacional, ese proceso de reforma, en cierta medida lampedusiano, que ha emprendido, más allá de que un resultado negativo en el referéndum constitucional dificultaría bastante su desarrollo, sea por el cambio del actual gobierno o por la naciente imitación del euroescéptico discurso de la oposición, lo que sería repetir el error del Partido Conservador británico.
En las murallas del Kremlin está impregnada la quimera de Moscú como “Tercera Roma”, al igual que en el mundo el prestigio cultural de Italia; aun con los engranajes económicos todavía muy oxidados y en plena postura agresiva de vetos y desencuentros con Bruselas, es un momento propicio para aspirar a presentar una posición con más peso e inteligencia en un continente desorientado, por medio de una firmeza negociante con Rusia, configurando un movimiento de pinza junto al Banco Central Europeo de Mario Draghi y con el mínimo soporte que da Federica Mogherini como jefa de la diplomacia europea, todo con pragmatismo pero sin mensajes excesivamente contradictorios. La frase de Maquiavelo: “Un príncipe nunca debe aliarse con otro más poderoso para atacar a terceros” vale tanto en la guerra como en el comercio.
Es posible que Italia opte por recluirse o por continuar su estrategia basculante, no obstante, con Bruselas, Berlín y París entumecidos, Roma, con una inercia renovadora, no deja de tener la obligación histórica de hacer reaccionar a la Unión Europea, para que el alejamiento anglosajón y la presión rusa, en vez de causar la disgregación, sean un estrujamiento del que brote por fin Europa.
*Politólogo