AL FONDO HAY SITIO

 

Myrna de Escobar

En una remota quebrada convertida en vertedero, entre bejucos y tunquito, yace la exigua morada de Rosa y Felipe. Siete hijos, cinco perros, y una gata choca completan la foto. Cusucos, sapos telepates chinches y mariposas adornan el festín invernal, cada vez más riesgoso.

Hasta la quebrada no desciende el maná. Desde ahí sólo la humareda constante del guarumo asciende, inunda la atmosfera. ¡Qué gente tan pushca y piojosa! — murmuran los fieles, — ¿Acaso ignoran el origen del agua inmunda que calma su sed?

Al interior de la única pieza vive la pareja y 7 criaturas, aunque no se descartan nuevos alumbramientos. La pobreza sigue su ritmo natural en medio de cigarros y del agua ardiente. La vida se multiplica como flor silvestre. Rosa empezó la tarella bien cipota, como a los 11 años, cuando Lipe le bajó el calzón una tarde lluviosa en su natal Quezaltepeque, y ella no olvida aquel primer tropiezo mientras él manosea sus senos caídos. En sus palabras, su mujer es una senda guebona.

Rosa no tuvo tiempo de suspirar por esos años de ensueño. Hoy en día tiene 47 y le amarga pensar en esa fecha cuando las estrellas se alinearon minutos de cumplir los 12 años, un 12 de diciembre a las doce de la noche. Dio a luz a su primera hija, Lila. Desde entonces, cada año, nuevos llantos aparecieron hasta volverse la casa cada día más estrecha. La Juana, Daví, Manolo y la Teré llegaron después. A los demás ni quien los recuerde. Ella los regaló cuando entendió que el sustento era insuficiente.

Su tía Tomasa, jamás comprendió porqué su sobrina regalaba los pequeños como si fueran animalitos. Era enfermera de hospital con un rancho de playa en la Libertad y vivía en perpetua soltería. La tía Tomasa dejó la casa y solo volvía con el radito y el agua ardiente para celebrar las navidades, pero nunca los invitaba al rancho de playa.

Sola no podía criarlos, recién terminaba la dieta y el hombrecito ya estaba urgido, encaramado encima de mí. Mi nana tenía razón. No atendí cuando me regañaba. Uno de cipota es bruta. —Exclama. Si no está trabajando, anda tomando guaro o viendo a las muchachas, y uno aquí basuriando para darle de hartar a los cipotes.

Las noches interminables al fondo del sitio se mezclan con ladillas y tepelcuas; otras veces coralillos.

Si alguien gritaba en medio de la noche, pensabas que era la culebra del tata o quizá la tarántula del hermano trepando al petate. Luego, una nueva criaturita, una nueva panza y ¿cuántos hombres en la casa? Los mismos de siempre. Es todo lo que recuerda la Lila, años después de abandonar la casa.

“Además de preñarla, a cada rato la zarandeaba por toda la casa, por no cuidarse. La escupía, pateaba, pescoceaba y le guiñaba los pelos en frente de nosotros. Un día intentó ahorcarla, pero corrí a cortar la cuerda con un machete. La hubiera matado, de no ser por la abuela quien llegó en ese momento”. Traía un marquesote que los chucos alcanzaron a pescar cuando paso todo eso. ¡quien lo auxilia a uno, allá abajo, nadie!

Lavar pañales, cuidar de todo y de todos era insoportable para Lila. Por ser la mayorcita tenía que servirles, y así lo hacía hasta que su hermano mayor quiso propasarse. El cura decía que se estaba poniendo chula, cosa que la incomodaba. Fue en una confesión cuando le dijo al pastor de las almas sobre el bajón de un chorro de sangre de ahí abajo. Ese día su madre la ignoró. ¡Nada sabía de toallas sanitarias o dolores menstruales cada mes! Aunque Lila no entendía nada, el espejo gritaba su hermosura.

Las rutinas en el sitio estaban colmadas de naturaleza. El canto de los gallos, los grillos devotos, las luciérnagas plenas de luz al caer la oscuridad, recoger los huevos, poner el café, recalentar los frijoles, subir y bajar a la quebrada. Lipe, por su parte, piropear a las mujeres, en la rebusca de cualquier galladita. Rosa, mientras tanto, a rebuscar entre la basura algo de comer, tragar humo de la cocina, improvisar un soplador para prender la lumbre, jugar con los perros, bañar a los niños con agua de la quebrada, esperar a Felipe, quebrar el maíz, buscar chamizas, estopas de coco u hojas secas, recoger semillas de bálsamo. Cero ocios, mucha escuela. Nula instrucción formal.

Al cumplir los once, Lila cambió su historia, huyó de casa. Se empleo en la servidumbre, lejos estaba de imaginar un nuevo infierno. Su padre juró reventarla a guamazos, si regresaba, por mal agradecida.

Chanita era la nueva de la familia, el tata podía ser Lipe o cualquiera de los hermanos, Nació sorda y ciega, pero hablaba como una perica. La Rosa se estaba volviendo achacosa y se le venían las criaturitas. Cuando Lila dejó la casa, ella se dijo: —¡Una boca menos! ¡Misión cumplida! No hubo abrazos de despedida, lágrimas ni maletas por llevar; solo Blanquita movió la cola traviesa. Llovía recio. Había que saltar la creciente y salir de la quebrada.

 

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