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«Albert Schweitzer y el problema del hombre». Por Eduardo Badía Serra,

EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA

Por Eduardo Badía Serra

Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.

 

El hombre que desea vivir,

en medio de la vida que le toca vivir.

Albert Schweitzer.

Decía Zubiri que el problema del hombre significa: a) entender el existir humano como problema; y b) entender el tipo de realidad peculiar que es el hombre. Con ello, la pregunta esencial de la antropología debería ser: ¿Cómo es esa realidad que forzosamente tiene problemas, problemas tan graves y esenciales que refluyen? Y la respuesta sería: Habrá que conectar la realidad del hombre con el ser del  hombre, remitir al ser, forzosamente, a la realidad.

Pero esta posición de Zubiri ha tenido un sustrato largo y rico en la historia de la filosofía. Ha habido que entrar en el «animal racional» aristotélico, en la preguntas de Kant, en el «espíritu en el mundo» de Hegel, en la «persona espiritual» de Scheler, en “el ser que tiene más ser» de Heidegger, en el «animal social» de Marx, en el «yo y mi circunstancia» de Ortega, en la «pasión inútil» de Sartre, en el «animal simbólico» de Cassirer, antes de llegar al «animal de realidades» zubiriano.

Kant, como bien se sabe, encierra el problema antropológico en sus tres famosas preguntas: ¿Qué puedo saber?, ¿Qué debo hacer?, ¿Qué puedo esperar? A la primera, dice Kant, responde la metafísica; a la segunda, la moral; y a la tercera, la religión. Y encierra a su vez las dichas tres preguntas en una cuarta y definitiva, englobante y totalizante: ¿Qué es el hombre?, a la cual responderá necesariamente la antropología.

¿Qué sentido tiene, pues, un conocimiento filosófico del hombre? ¿Qué distintos significados puede tener el término «filosofía del hombre»?, ¿Qué significa hablar del problema del hombre?, ¿Cómo se remite el hombre a su realidad?, ¿Cuál es su naturaleza psico-orgánica?, ¿Cuál es su estructura?, ¿Cuál es su origen?, ¿Cuál es su destino?, Profundas interrogantes a las cuales debe responderse con talante filosófico pero con apoyo científico, con urgencia de conocer aun sabiendo que no es posible dar respuesta a muchas de ellas.

Por ello bien dice Heidegger que «la esencia del hombre es la angustia», y por ello esa búsqueda en él de compartir esa angustia, de ser así «simple posibilidad de relación», o talvez plenitud de relación, según lo cual, al decir de Martín Buber, el hombre es un «estar-dos-en-recíproca-presencia» que sólo se realiza y se reconoce en el encuentro del «uno» con el «otro».

Las preguntas por el hombre llevan a las más profundas necesidades. Ignacio de Loyola habla del hombre como creado, relacionado personalmente con Dios, y creado para ser libre e impulsar la liberación asumiendo su papel en la historia. Este ser de realidades, este espíritu-en-el-mundo, esta contradicción, este ser de posibilidades, este proyecto, este instinto normado por el amor, este dinamismo en desdoblamiento hacia él mismo, este ser en tensión, que se adjetiva, se modela, se aliena, se evidencia, se oculta, este es el hombre.

Si consideramos que los elementos esenciales que caracterizan a las civilizaciones son principalmente el sedentarismo y el uso de la escritura, lo cual podemos colocar en Sumeria, Mesopotamia, hace 5,500 años, puede deducirse que el ser humano ha vivido 2,294,500 años, el 99.77 % de su historia, en condición de salvajismo y barbarie, y sólo un 2.3 % en condición civilizada. Esto quiere decir, como afirma Badía, (Roberto Badía Montalvo, Civilizaciones e Imperios de la Antigüedad, la Hélade y la Antigua Grecia, Editorial Universidad Tecnológica de El Salvador, 2011), que en su cerebro, en donde reside la capacidad cognitiva, los sentimientos, pensamientos, emociones, memoria e inteligencia, existen entre 80 y 100,000 millones de neuronas que guardan tanto memorias de la vida del hombre salvaje y bárbaro, como del homo sapiens sapiens actual. Es decir, dice Badía, “el hombre actual lleva desde su nacimiento un ‘paquete evolutivo’ que es el determinante de su cultura y comportamiento, y en el que predominan mayoritariamente características del ADN del hombre salvaje y bárbaro”. Este es, precisamente, el hombre que pretende ser la medida de todas las cosas, el punto de referencia de todo, aquél que da sentido al universo. Este es el que pretende torcer el rumbo de la naturaleza, modificando la dinámica universal, que le superan en experiencia y vida unos 5,000 millones de años. Faltaría mucho al homo sapiens sapiens por evolucionar para justificar tal pretensión, y hacer que en su composición neuronal predominen ya los elementos civilizatorios sobre los bárbaros y salvajes.

En el universo visible hay un átomo por cada metro cúbico, una Tierra por cada 10 años-luz3, una estrella por cada 103 años-luz3, una galaxia por cada 107 años-luz3, un universo por cada 1010 años-luz3. Luego, si el universo visible es el universo total, hay en él un universo, mil millones de galaxias, mil millones de millones de millones de estrellas. ¿Qué hace, aquí, el hombre? ¿Cuál es su papel?

Albert Schweitzer, médico, filósofo, teólogo, músico y físico alemán, conceptúa al hombre desde la perspectiva de su situación moderna. Soy, dice este gran pacifista, premio nobel de la paz en 1952, la vida que deseo vivir en medio de la vida que me toca vivir. En el hombre, la vida y el amor están ineludiblemente entrelazados y se rigen por un mismo principio: Respeto por cada manifestación de la vida y una relación personal y espiritual hacia el universo. El respeto por la vida, como resultado de la contemplación en la propia voluntad consciente de vivir, conduce al hombre a vivir al servicio de la gente y de cada criatura viva. Pero la vida moderna dificulta al hombre esa relación, le opone resistencias, y para Schweitzer, el hombre, desde que viene al mundo, se enfrenta a un horrible drama: El hecho de que la voluntad de vivir, visto como la suma de todo lo que él quiere, se divide contra sí mismo. Una existencia es enfrentada contra la otra, la una destruye a la otra. Sólo mediante el pensamiento, el hombre adquiere la voluntad de vivir siendo consciente de la voluntad de vivir del otro y del deseo de solidaridad con él, por lo que el pensamiento es el refugio y el arma del hombre para realizarse a plenitud. Pero uno de los abismos con que se enfrenta el hombre contemporáneo es precisamente la pérdida de la predisposición al pensar, el pensamiento perdido, le llama Schweitzer, la incapacidad para trascender la conversación rutinaria, para meditar en la concepción del universo que burbujea bajo la trama de todos nuestros actos y el torrente de nuestra conciencia. Esta pérdida de la capacidad de pensar hace del hombre un ser incompleto, falto de libertad, disperso, imposible de acceder a la cultura, amenazado por el peligro inminente de caer en la más completa falta de humanidad. El hombre moderno está perdiendo la capacidad de apreciar su afinidad para con los demás hombres, sus congéneres. Cuando desaparece la convicción y la conciencia de que toda persona nos importa por el hecho mismo de ser una persona, la cultura y la ética comienzan a vacilar, y el avance hacia una completa y perfecta inhumanidad se vuelve entonces una mera cuestión de tiempo.

Es interesante también conocer el enfoque que Schweitzer hace en relación al hombre como individuo y el hombre como colectividad. El hombre moderno, dice este apóstol, desde su primera juventud se ve perseguido constantemente por la idea de la disciplina que se le quiere imponer, hasta que llega el momento en que pierde su condición individual y sólo puede imaginarse como formando parte de una colectividad. Pero en esta colectividad, el hombre se pierde de una manera increíble, que le afecta en su personalidad y le vuelve a una nueva edad media. Una vez que el acto volitivo común se convierte en regla fija, la libertad de pensamiento ya no sirve para nada, se vuelve inútil, y al renunciar a la propia opinión, el hombre moderno renuncia también al propio juicio moral.

 

La filosofía de Albert Schweitzer fue comparada con la de san Francisco de Asís. Este hombre, grande por su cultura y por sus actos, y con él, Albert Einstein y Bertrand Russell, conformaron lo que se conoció como Los grandes guerreros de la paz.

 

 

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